A lo largo de los cincuenta años de mi vida he repensado muchas veces algo que me decían en mis años adolescentes que el mal produce tristeza y el bien alegría y siempre he llegado a la conclusión de que eso es verdad según y cómo. Y he pensado que hay que matizar mucho esa alegría y esa tristeza si no se quiere caer en las trampas ingenuas que tiende cierta literatura piadosa y ciertos consejeros con más buena voluntad que amor a la verdad.
Pronto experimenté -por mi propia experiencia y la de mis amigos- que es cierto que un joven limpio, al encontrarse con el mal, desemboca en seguida en una profunda tristeza, en una gran sensación de vacío y de fracaso. Piensa, como Adán, que la fruta prohibida era hermosa antes de ser comida, pero que pronto descubre la desnudez de quien la ha comido.
Pero también descubrí pronto que yo no veía tristes a los pecadores y a los libertinos. Al contrario: rebosaban satisfacción, parecían haber encontrado una plenitud en el mal, se sentían como poseedores de sí mismos. Tal vez porque la costumbre es una gran sordina. Y al mismo tiempo descubría que la vida en Dios era crucificante; que llevaba, sí, a la alegría, pero sólo muy tarde, sólo cuando se había conseguido una cierta madurez en el alma.
Por eso, a veces, yo sentí «envidia» de los malos. Parecían los triunfadores de este mundo. Llegaban, con sus trampas, más fácilmente al éxito, mientras que el jugar limpio suponía un mayor esfuerzo y, con frecuencia, la derrota ante las zancadillas.
Con el tiempo empecé a entender aquello que decía Julien Green, de que «el pecador vive en un nivel superficial de sí mismo» y que, por tanto, puede convivir feliz con el mal, sin percibir que «el mal cometido penetra más hondo, hasta una zona del ser, cuya corrupción sólo con un profundo conocimiento de sí mismo se percibe». Y, al mismo tiempo, fui descubriendo que la alegría del bien tampoco se gusta hasta que se logra un cierto nivel de adultez y que sólo entonces es el mayor gozo de este mundo.
Por eso me impresionaron las lúcidas palabras de San Gregorio: «Los bienes materiales, cuando no se conocen, parecen los más preciosos de todos. Los bienes espirituales, por el contrario, mientras no los gustamos, parecen irreales. Los goces materiales, una vez experimentados, sólo a la larga muestran el vacío que ocultan. Mientras que las realidades espirituales, una vez vividas, se muestran inagotables.»
Me parece que el juego limpio con los jóvenes obliga a decirles esto: el bien es caro, pero magnífico. El mal es barato, es incluso agradable en la superficie del alma y, desgraciadamente, se puede vivir con él sin que su corrupción se perciba. Pero está ahí. Y, antes o después, desintegra el alma.
José Luis Martín Descalzo
en Razones desde la otra orilla