Estamos a mitad del 2021 y pareciera que todo sigue igual. Una pandemia que sigue presente en el mundo y que pareciera no querer irse. Así mismo, cada quien en su propia realidad va viviendo lo que le toca. Algunos han perdido seres queridos, otros les ha tocado vivir en primera persona la enfermedad. También vemos que mucha gente sufre otros tipos de consecuencias a causa de esta crisis, como por ejemplo el desempleo que a su vez trae pobreza, hambre, y necesidades de todo tipo. Sin duda que esto es una breve muestra de lo que está viviendo la humanidad, el dolor generalizado que hoy nos acompaña.
Pero más allá de lo contingente, hace algunos días que estaba por escribir sobre las heridas personales, aquellas cosas que traemos y que algunas veces creemos nos determinan. Yendo a las experiencias profundas creo que cada quien puede reconocer en menor o mayor medida aquello que duele, esa dificultad que vive, esa frustración, aquél sentimiento o pensamiento que como una piedra en el zapato no nos deja seguir andando el camino. A veces son tantas cosas!, que logramos ver el túnel, pero no encontramos la luz que indica la salida. Pareciera que nos quedaremos allí encerrados, que no podemos salir, o peor aún, que “no queremos” salir.
Cuando nos abrumamos o angustiamos por esas cosas no logramos ver más allá de eso, nuestra mirada está condicionada por nuestros límites y pareciera que siempre es más fácil escapar o dar un pie atrás, en vez de ponerle la cara a eso que nos cuesta.
Experimentar esa fragilidad siempre duele, no podemos decir que no. El mal espíritu, como buen oportunista siempre se vale de aquello para hacernos tropezar y no contento con eso, está todo el tiempo recordándonos por qué caímos y nos da razones para mantenernos así, caídos, inmersos en lo más oscuro de nosotros mismos.
Pero lo mejor de todo, es que siempre Dios nos da mayores motivos para ponernos en pie. Nos hace saber que Él en su infinita misericordia nos ama y nos acepta como somos, incluso con aquello que muchas veces ni siquiera nosotros somos capaces de aceptarnos y perdonarnos. Y como su presencia paternal/maternal siempre es muy delicada, no hace mayor ruido, nos sale al camino de manera sutil, por medio de personas, momentos o situaciones que nos tienden la mano y nos sostienen la vida.
Toda esta reflexión personal, me hace pensar en Mt 1, 40-42, donde el leproso confiado en que Jesús lo podía ayudar le pide lo sane de su enfermedad. Y esa fue la respuesta de Jesús: “Quiero, queda sano”. Un gesto y una palabra sencilla a un pedido complejo. Y sí, complejo porque siempre nos cuesta llegar a ese momento de pedir a Jesús sane esas heridas que hay en nuestro corazón. Pero así como el leproso, debemos sentirnos invitados a confiar, a abandonarnos, a saber que Jesús nunca se cansa de escuchar lo que tenemos para decir, ni se agota su generosidad para atender a nuestras necesidades. Mi certeza con todo esto es que Jesús ¡Siempre quiere sanarnos!
Esta es la gracia que pido siempre… ¡Que me deje sanar por ti, Jesús!