Resulta a veces, que mirar a los ojos a otro, nos hace caer en la cuenta de que no podemos ser sin él. Es decir, nos reflejamos como en un espejo frente a su faz. Ese cruce de rayos conjugados que dos miradas proyectan hace estallar, como un relámpago, la luz de la propia identidad.
El rostro, la mirada y la palabra del otro nos brindan compañía y nos somete incluso a experimentar la soledad humana.
Si nada tenemos que encontrar en los otros, si nada del otro nos pertenece, si nada nos conmueve ni incumbe, entonces, será de esperar que nuestra historia se escriba como nubes sin agua llevadas por el viento; árboles otoñales sin frutos, doblemente muertos y arrancados de raíz; olas bravías del mar, que arrojan la espuma de sus propias deshonras, estrellas errantes a las que está reservada para siempre la densidad y el peso de una ausencia total de amor.