Llamados a la misión: “no se callen, vayan y anuncien”

lunes, 20 de abril de
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“Misioná y transformá corazones sedientos de paz” dice Dime Rey, canción que fue el boom de la misión de este verano.

Era la primera misión del nuevo ciclo que arrancábamos como grupo, en un pueblito llamado Concepción, de la Parroquia de Chumbicha, a unos 50 o 60 km de San Fernando del Valle de Catamarca. Un lugar chiquito, con calles largas y zigzagueantes que se pierden en la espesura verde del cerro. No hay internet, ni siquiera señal, así que ni bien pisamos Concepción quedamos incomunicados con Buenos Aires.

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Uno siempre llega a misionar con dudas, pero esta vez eran más profundas que otros años. Había tenido hacía algunos meses una charla (de esas que son más discusión que diálogo) con dos amigos míos, católicos, que afirmaban convencidos que misionar no servía. Argumento va, argumento viene, se cerró el debate con un “bueno basta, cada uno con lo suyo” y no se volvió a tocar el tema. Me había quedado dando vueltas en la cabeza esa charla, y llegaba a Catamarca pensando si realmente valía la pena el esfuerzo.

Dios me demostró con los días que sí, que lo valía todo. Fue una misión muy especial, sobreabundó la gracia y se derramó el Espíritu Santo en cada casa, en cada misa, en cada rosario, juego, oración, adoración…

Elijo quedarme con una sola frase, que nos regaló una vecina en la cena de despedida con la comunidad: “gracias que vinieron, porque me volví a acercar a Dios”. Ciertamente cuando uno va a misionar sabe con quién va y a quién lleva, pero no a dónde ni con qué personas se va a encontrar. Gloria a Dios porque se hizo presente durante esos doce días de misión en Catamarca. Porque transformó corazones y nos usó como instrumentos para salvar más almas. Porque en definitiva fuimos a eso: a anunciar la Buena Noticia del Evangelio.

¿Si sirve de algo misionar? Seguro. Tal vez uno no pueda medir cuánto sirve o cuáles son los frutos de una misión, porque nosotros hacemos nada más que una parte: la siembra. El resto, queda en manos de Dios, que obra en el silencio del corazón de cada uno. “Ay de mí si no anuncio el Evangelio” decía San Pablo, y con razón porque ¿cómo callar lo que hemos visto y oído? ¿Cómo dejar de contarle al mundo que Dios nos ama a cada uno desde siempre, y que solo en Cristo la vida cobra sentido? ¿Por qué guardar para si el tesoro de la fe que nos ha sido dado gratuitamente?

Al fin y al cabo, en la imperfección humana y la pequeñez, ahí está Dios pidiéndonos “no se callen, vayan y anuncien, y hagan discípulos, extiendan el Reino y salven más almas”.

Llamados a la misión, a llevar amor y sembrar esperanza, con María como guía y compañera. Los ojos puestos en ella, para que nos lleve de la mano hacia Jesús.

 

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