04/01/2019 – Entre el testimonio heroico que nos deja la vida de Pier Giorgio Frassati, el beato italiano de 24 años, hay anécdotas que transcurren en el tiempo del verano.
Tenía pasión por las montañas y le gustaba disfrutar el tiempo libre yendo con amigos a escalar. Decía que el aire y la altura disponía la conversación y naturalmente surgían los temas importantes de la vida.
El encuentro con Jesús le había cambiado la vida y le había dado su gran motivo de amor. No podía tomarse vacaciones de Él ni tampoco de los pobres. Vivía con convicción el amor a los más necesitados. Mientras su familía partía a una linda casa de veraneo que tenían fuera de la ciudad, él se quedaba por una única razón: “¿Si todos se van de Turín, quién se encargará de los pobres?”.
Era deportista apasionado. Bueno para el fútbol y las excursiones. Le escribía a un amigo, poco antes de morir: Me siento cada día más apasionado por la montaña. Me atrae su fascinación. Deseo siempre más vivamente escalar las cumbres, llegar a las más elevadas cimas… Se conservan fotos suyas, muy sonriente, fornido, con pantalones tipo bombachas, botas, piolet y una pipa en la boca. Organizaba planes de montaña con sus amigos. Eran ocasiones de grato descanso, de conversación interesante y sobre todo de apostolado y de oración.
Se estaba muy bien a su lado porque era jovial y movía fácilmente a los demás para contagiarles sus propios ideales. Era bromista. Muchos amigos giraban alrededor de su vida. Escribía a uno de ellos: después del afecto de los padres y hermanos, uno de los afectos más hermosos es el de la amistad; y cada día debería dar gracias a Dios porque me ha dado tan buenos amigos y amigas….
Una de sus virtudes más destacadas era el modo como, en sus circunstancias de estudiante, vivía la caridad. Pero no la del que sólo da unas moneditas a un pobre de la calle, o regala un poco del tiempo que le sobra. Pier Giorgio dedicaba mucho tiempo a la semana a sostener material y espiritualmente a los más necesitados y enfermos: cuidaba a los huérfanos, enfermos y soldados que volvían de los frentes, durante la Primera Guerra Mundial.
Recibía a diario la Sagrada Comunión y entendía la necesidad de agradecer ese don invaluable también con sus propias obras: —Jesús me visita cada mañana al comulgar; yo le devuelvo la visita, visitando a los pobres.
Pier Giorgio llegó a decir: no basta la caridad, necesitamos una reforma social. Y se empeñaba en ambas. Ayudaba a los necesitados con el dinero que tenía para su propio transporte y entonces se iba caminando a casa. No se limitaba a dar cosas. Se entregaba él mismo, viviendo esa opción como un privilegio. Algunas veces, por ejemplo, sacrificó sus vacaciones en la confortable casa de verano que tenía su familia en Pollone para continuar algunas labores sociales que había emprendido en la ciudad y así explicaba el cambio de planes: — Si todos se van de Turín, ¿quién se encargará de los pobres?
Un día antes de morir, con la mano paralizada, escribió un recado para un amigo recordándole que se había comprometido a conseguir unas inyecciones para un enfermo sin recursos, que él mismo atendía. Cuando Pier Giorgio murió, muchos de esos pobres que atendió por siete años, se sorprendieron al saber que perteneciera a una familia tan rica.
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