Un solo Rey: Jesucristo

jueves, 25 de noviembre de
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Dios nuestro, que en Jesucristo nos acercas la promesa de la eternidad, te pedimos una vez más que venga a nosotros tu Reino y vivamos conforme a la paz y la santidad que esa aventura entraña. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.

Amén.

Lectura del Evangelio de san Juan 18, 33b-37

Pilato llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres Tú el rey de los judíos?»
Jesús le respondió: «¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?»
Pilato replicó: «¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?»

Jesús respondió:
«Mi realeza no es de este mundo.
Si mi realeza fuera de este mundo,
los que están a mi servicio habrían combatido
para que Yo no fuera entregado a los judíos.
Pero mi realeza no es de aquí».

Pilato le dijo: «¿Entonces Tú eres rey?»

Jesús respondió:
«Tú lo dices: Yo soy rey.
Para esto he nacido
y he venido al mundo:
para dar testimonio de la verdad.
El que es de la verdad, escucha mi voz».

 

¿Una Solemnidad perdida en el fin de año?

Frente al misterio de esta Solemnidad, me pregunto una vez más por el sentido que, desde el corazón de la fe, la Iglesia le confía. En tiempos donde creería que las monarquías políticas parecieran decaer en hecho y pasar al baúl de las tradiciones y costumbres antiguas, esta memoria litúrgica parece carecer de sentido. Sin embargo, el Espíritu es la sabiduría de Dios, y todo esto no pasa desapercibido en la vivencia de la fe de las piedras vivas que componen la asamblea de Dios. Somos asamblea convocada por un Rey.

La pregunta sería entonces, por dónde pasa el reinado de Jesucristo en este mundo actual, en esta ciudad, en mi vida, en 2021. El primer indicio que encuentro está en las mismísimas palabras del Rey: Mi realeza no es de este mundo… para esto he nacido… dar testimonio de la verdad.

Me atrevo entonces a poner en palabras las ideas por las que el Espíritu Santo me ha hecho navegar en estos días.

En primer lugar, en relación a la conmemoración litúrgica… ¡Qué curioso que allí donde termina el año litúrgico es donde es celebrado el Reinado de Cristo y al poco tiempo recomenzarlo desde la pequeñez humana de su nacimiento! Dice la segunda lectura del libro del Apocalipsis: Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que vendrá, el Todopoderoso… Y más allá de la revelación o interpretación escatológica, me lleva a pensar que confirma su principio y fin en el transcurrir del tiempo. Con él empieza y termina todo tiempo; sea litúrgico, anual, mensual, o diario incluso. Es el Señor del tiempo y de la historia y cuánto más desde su Encarnación en la que el tiempo y la historia son fuerzas experimentadas por el Hijo de Dios.

Por eso, lo que me suscita el mirarlo desde la liturgia es una memoria agradecida del poder celebrar en este año tantas cosas desde Dios y, por otro lado, saber pedir perdón por tantas liturgias vividas con desánimo, con desazón, con desaire; tantas celebraciones vividas de cuerpo presente pero sin conciencia, sin la disposición del corazón que merece tu señorío y tu poder santificador.

 

El Reino de Dios y su Rey

El reinado de Jesucristo en la vida de los hombres no encontrará jamás partidismos, no tendrá rebeldías ni manifestaciones de violencia; el reinado de Jesucristo en el corazón de los hombres, es un reinado de eternidad, cuyas dimensiones pertenecen a la temporalidad de lo eterno y de bienes espirituales prometidos en el Cielo para nuestra santificación. El reinado de Jesucristo es el estado pleno de la conciencia de sabernos cristificados por el agua del Bautismo, misericordiados por el alcance de la Reconciliación y ungidos plenamente por la Confirmación. La integración de todas las experiencias de gracia santificante a lo largo de nuestra vida es el camino hacia el estado de nuestra alma en la que Jesucristo alcanza su trono; allí:

¡Reina el Señor, revestido de majestad!

El Señor se ha revestido, se ha ceñido con poder.

El mundo está firmemente establecido: ¡no se moverá jamás!

Tu trono está firme desde siempre, tú existes desde la eternidad.

Tus testimonios, Señor, son dignos de fe,

La santidad embellece tu Casa a lo largo de los tiempos.

El reinado de Jesucristo supone un equilibrio, no meramente moral, sino santo. Pienso que esto eleva la categoría de este reinado, porque no podemos reducirlo a los conceptos relacionados a las monarquías humanas; sino que debemos trascenderlo desde la Sabiduría del Espíritu Santo.

El Reino de los Cielos tiene un solo Rey, Jesucristo; una sola ley, el amor; una sola fuerza, la fe; un solo camino, la esperanza. En este dinamismo, cuyo ministerio lleva a cabo el Espíritu Santo, se ejerce un derramamiento de gracia tan grande capaz de nivelar el poder del relativismo; direccionar las ideas hacia el bien común; enderezar las miradas a un mismo eje: el de la caridad fraterna; y fomentar un solo sentimiento que no es el de los históricos nacionalismos o patriotismos fomentados para sesgar el sentido común de los pueblos, sino un sentimiento que brota de la misma confesión de fe de nuestro Rey, Jesucristo, quien frente a todos los títulos honrosos dedicados al Todopoderoso Creador, elige donar la más alta de sus condiciones: la filiación y llamar al mismo Yahvé, Papá.

Es esa filiación el sentir común que hallarán aquellos que se animen a la radicalidad de la vida según el Reino de Dios Padre inmersa en la cotidianeidad del día a día; del pan partido y repartido en la Mesa de todos; del perdón dado desde el Sagrado Corazón del Hijo; cotidianeidad que ha brotado del costado abierto del Esposo para dar lugar a la Iglesia, Esposa y Madre de todos los hombres.

¡Te elijo como mi Rey!

Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido.

¡No pases, entonces, de mi alma, no te atrevas a seguir de largo! Porque mi corazón, humilde y arrepentido, rebelde y a veces obstinado, no quiere dejar de apostar por esos bienes espirituales que lo santificarán, aquellos que no permitirán reproche alguno por estar justificado en el Amor.

Tú que perdonas a quien mucho ama, permití que me deje embellecer el alma con la santidad que adorna tu Casa eternamente.

 

Imagen: http://www.catequesisdegalicia.com/cristo-rey-del-universo-recursos