28/09/2015 – Entonces se les ocurrió preguntarse quién sería el más grande. Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, tomó a un niño y acercándolo, les dijo: “El que recibe a este niño en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me envió; porque el más pequeño de ustedes, ese es el más grande”.
Juan, dirigiéndose a Jesús, le dijo: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros”. Pero Jesús le dijo: “No se lo impidan, porque el que no está contra ustedes, está con ustedes”.
Lc 9,46-50
¡Bienvenidos a la Catequesis! ¿En qué escenarios de tu vida hoy el Señor te invita a poner el corazón en el servicio? Posted by Radio María Argentina on Lunes, 28 de septiembre de 2015
¡Bienvenidos a la Catequesis! ¿En qué escenarios de tu vida hoy el Señor te invita a poner el corazón en el servicio?
Posted by Radio María Argentina on Lunes, 28 de septiembre de 2015
“El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre”. ¿Por qué recibir los pequeños en nombre de Jesús?, ¿Porque ser como un niño y hacerse pequeño? El niño es un ser débil y humilde, que no posee nada, no tiene ambición, no conoce la envidia, no busca puesto privilegiados, no tiene nada que decir en la codicia de los adultos, el niño tiene conocimiento de su pequeñez y su debilidad. Es así como nos hace saber Jesús, que el más humilde será el más grande ante el Padre, porque su corazón está libre de ambición. El niño al igual que el pobre recibe con alegría lo que se le entrega cuando su necesidad depende de los demás. Ese es el sentido de ese “hacerse como los niños”, hacerse humilde y sencillo de corazón, empequeñecido en la sociedad respecto a los puestos de jerarquía, esa es condición de Jesús para seguirlo, “El que no renuncie a si mismo, no puede ser mi discípulo”.
Jesús con paciencia dice: “el más pequeño de ustedes, ese es el más grande” “El que quiera ser el primero debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. Lo que dice el Señor ocurre en todos los ámbitos. Como el Papa Francisco que esta mañana de regreso a Roma, en la conferencia de prensa le preguntaban si sentía poderoso tras su exitoso paso por Estados: “tengo miedo de mí mismo. Entiendo el poder como servicio, y creo que tengo que crecer en eso, en servir más”.
El que no tiene a nadie bajo su mando fácilmente se torna egoísta, fácilmente piensa sólo en sí mismo. En cambio quien tiene a su cargo a otras personas, debe salir de sí, debe pensar en ellos, debe ponerse a su disposición, debe poner su talento de conductor en favor de los conducidos. Es muy bueno asumir responsabilidades en relación a otros para crecer, porque eso hace que aparezca lo mejor de sí mismo. Lo vemos en el ámbito de la educación, maestros y profesores a quienes les confiamos nuestros niños y adolescentes.
Si esto acontece en todos los campos del quehacer humano, con mucha mayor razón debe suceder en la Iglesia, la cual, por lo demás, sigue también en esto el ejemplo de Jesús. El Señor era bien consciente de su señorío, de su autoridad. “¿Tú eres Rey?”, le preguntó Pilatos. “Yo para eso nací —le respondió—, para eso vine al mundo”. Y, sin embargo, no rehuyó las humillaciones. No dejó de vivir para los demás, servir a los demás.
El gran gesto lo tenemos en Jesús que se agacha para lavar los pies de los discípulos. “Ustedes me llaman Maestro y Señor y tienen razón porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes. Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía”. , 13-16
Quien encontró el tesoro del amor y del servicio encontró el gran valor de la vida. Servir amando y amar sirviendo es todo un itinerario de vida y plenitud.
“El que quiera ser el primero debe hacerse el último de todos y el servidor de los demás”, dice Jesús en el evangelio de hoy, implícitamente nos está exhortando, a todos, a la virtud de la humildad, esa virtud tan hermosa, pero que tanto nos cuesta. La humildad está en el punto de partida de todas las virtudes. Implica tomar conciencia de que lo que tengo de bueno procede de la bondad de Dios. Si acaso soy grato a Dios, es porque primero Él me amó gratuitamente. Por el hecho de que el Señor me ama, por eso me encuentra amable, me ve amable. Decía San Agustín que lo que el hombre hace de malo, eso sí que es propiedad suya; en cambio, lo que hace de bueno se lo debe al Buen Dios; cuando comiences a obrar bien, no lo atribuyas a ti mismo, y al reconocer que no es de ti, dale gracias a Dios que te ha concedido Obrar así. De nosotros mismos, principalmente en el orden sobrenatural, no somos capaces de nada. Ni siquiera de decir “Señor Jesús”, sin la ayuda del Espíritu, como enseña San Pablo.
En humildad y en sencillez, en pobreza y reconociendo nuestra pequeñez, el Señor nos quiere sirviendo más allá de lo que dan nuestras fuerzas, sólo guiados por su inmenso amor y voluntad de servicio que Él nos da. Es cuando estamos en servicio a los otros donde la vida se nos regenera, donde reafloran y se rejuvenece la vida, en nombre de Aquel que nos fortalece con su amor. En medio de nuestra pequeñez y pobreza, el Señor nos muestre toda su grandeza. Como dice San Pablo, cuando soy débil entonces me hago fuerte. Que el Señor, en el último lugar, nos haga servidores de todos.
Alma, vida, corazón en el servicio allí donde el Señor nos invita a ejercer esta virtud de humildad a la que nos llama hoy el evangelio. Preciosa joya esta virtud de la humildad, cuyo nombre proviene de “humus”, tierra, porque supone el sabernos por derecho propio ciudadanos de la llanura, pequeños delante de Dios, como los niños que en todo dependen de sus padres.
Reconocernos pobres, niños y desvalidos, como realmente lo somos delante de Dios: eso es la humildad. “Humildad es andar en verdad” decía Santa Teresa, ubicarse donde corresponde. “Conocerte a ti, Señor, conocerme a mí”, anhelaba San Agustín deseando profundamente vivir en Dios desde la pequeñez. Para conocerme a mí, nada mejor que conocer a Dios. Mirando su grandeza, mediré el abismo de mi miseria. Humildad que no es andar achicándose, o sea el reverso de la magnanimidad, sino al contrario, su presupuesto fundamental. Cuando soy débil, frágil y pobre, poniéndome en las manos de Dios, me hago fuerte en Él, dice San Pablo. Aspirar a cosas grandes confiando en nuestras propias fuerzas, puede que sea contrario a la humildad, pero no lo es si tendamos a ellas poniendo nuestra confianza en el auxilio divino. Eso es grandeza y lo que Dios quiere para nosotros.
La humildad consiste, como enseña también Santa Teresa, en “quitar de nosotros y poner”. Hacer en nuestro interior un vacío de nosotros mismos para que Dios pueda llenarlo con su presencia. ¿Quién lo hizo mejor que nuestra Madre, la Santísima Virgen María, que de tal modo se vació de sí misma, de tal modo hizo de sí un pozo, un abismo de humildad, que atrajo no sólo la mirada de Dios sino la presencia misma, la presencia física del Señor? Dios sintió el vértigo de la humildad de María y entonces se anidó en su seno, se encarnó en sus entrañas. Por eso Ella es la primera de las criaturas, la reina de todo lo creado. Se hizo la última, la servidora de todos, la esclava del Señor. Y en atención a ello Dios la constituyó primera.
Volvemos así a lo que decía Jesús a sus discípulos: el que quiera ser el primero, habrá de hacerse el último de todos y el servidor de los demás. Puesto que sólo aquel que se haya vaciado de sí mismo y se haya llenado de Dios, será digno de ser el primero. Si tiene que gobernar, lo hará entonces con espíritu de servicio. Ya no se buscará a sí mismo, porque habrá desertado de sus propios gustos, pasiones y ambiciones. Y así será enteramente apto para entregarse a los demás, para ponerse al servicio de los demás. Como la Virgen María, que vacía de sí misma, supo ofrecer al mundo el servicio más extraordinario: dio carne al Verbo y se asoció estrechamente con El para la redención del mundo. No fue otro sino ella la puerta por la cual Dios entró en nuestro mundo pecador.
Sin duda que a todos nos cuesta mucho la humildad. Casi inconscientemente estamos siempre buscando ser los primeros. Pues bien, si queremos ser realmente los primeros, sigamos el consejo de Jesús, vaciémonos de nosotros mismos, seamos los últimos en espíritu, pongámonos al servicio de los demás.
Padre Javier Soteras
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