Parir la vida con alegría

viernes, 15 de mayo de 2015
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Abrazo
15/05/2015 – En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:  “Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo.” La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo. También ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar. Aquél día no me harán más preguntas.

Jn 16,20-23a

El Espíritu Santo, dador de la verdadera alegría

Jesús habla de un parto, de la vida nueva que viene. Es como cuando un niño nace que sale del mejor ambiente donde está cuidado y rompe en un llanto cuando llega al mundo. Luego pegará otro grito cuando parta de la tierra y vaya a la casa del Padre. Mientras tanto la vida es un parto. La luz que aparece en tu escenario y las luces que te invitan a caminar hacia allí y el dolor que supone dejar lo conocido. Todo proceso de madurez supone esto del principio, los dolores de parto. Vivimos una parturienta existencia, en dolor y sufrimiento, pero como dice el evangelio de hoy, después del parto la mujer se olvida del dolor por la alegría que le supone una nueva vida.

Cuando estamos en sintonía con el Dios de la vida, los dolores que suponen el tránsito a lo nuevo, quedan al margen.  El Espíritu Santo es el dador de toda alegría. El Espíritu Santo es el que convierte nuestra debilidad en fortaleza; nuestro luto, en gozo; sana lo que está enfermo; doblega nuestros ánimos crispados; endereza lo torcido; da calor a nuestras vidas; pone en movimiento nuestras almas paralizadas, convierte en fiesta nuestros duelos. Es la gracia del Espíritu Santo la que nos regala el don de una profunda alegría, esa que procede del amor del Padre por su Hijo, Jesucristo.

Sólo el Espíritu Santo es fuente de la verdadera alegría, a la que aspira siempre el corazón humano. Estamos hechos para la alegría y la felicidad, sólo que para alcanzarla atravesamos dolores de parto. Por eso dice la Palabra, ustedes están tristes pero luego estarán alegres y nadie se lo podrá quitar.

Hay alegrías engañosas y pasajeras, que no llenan el corazón y al final nos dejan un gran vacío. Sólo el Espíritu Santo nos da la alegría profunda, y verdadera a la que aspiramos, alegría que nos hace sencillos, serenos, contemplativos, serviciales y misioneros.

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La Iglesia, casa y escuela de la alegría

La alegría tiene una casa. La Iglesia como comunidad de Jesús, está llamada a vivir la alegría del amor fraterno. Es un signo para el mundo de comunión con Dios y con todas las personas. El mundo necesita de este testimonio gozoso y alegre, y cuando el rostro de la alegría se hace comunitario el mundo recibe un mensaje de vida nueva.

La fuerza de la alegría es lo que despierta entusiasmo. Una Iglesia triste no es capaz de convocar. Una Iglesia cerrada en sí misma, no es luz para las naciones, ni reflejo de Jesús y no podría atraer a nadie. La Iglesia convoca, atrae, anima, convence, cuando es casa y escuela del amor y de la alegría pascual, cuando predica y vive la certeza feliz de la resurrección.

El Papa Francisco nos dice que “el mensaje cristiano se llama “Evangelio” o “buenas noticias”, una proclamación de alegría para todo el pueblo; la Iglesia no es un refugio para la gente triste, la iglesia es la casa de alegría”.

“La Iglesia crece no por proselitismo, sino “por ‘atracción’: como Cristo ‘atrae todo a sí’ con la fuerza de su amor”. La Iglesia “atrae” cuando vive en comunión, pues los discípulos de Jesús serán reconocidos si se aman los unos a los otros como Él nos amó” (Aparecida 159).

La alegría de vivir en comunidad

La alegría provoca comunidad, y el estar juntos hace renacer la alegría. La primera comunidad cristiana vivía la experiencia de la Resurrección con una alegría que les desbordaba, y que no era fruto de una ilusión, sino de la experiencia de tener a Jesús entre ellos.

Gracias a su estilo de vida fraterno, la comunidad primera “gozaba de la simpatía del pueblo y el Señor hacía que los salvados cada día se integraran a la Iglesia en mayor número”. Porque celebrar al Señor en comunidad es nuestra alegría.

Los momentos de oración, son ocasiones de gozo para el cristiano, porque son encuentros con quien es el origen de la alegría verdadera. La oración fortalece nuestras vidas y le da un sentido teniendo a Dios como centro. Por eso es importante pedirle al Espíritu que ore en nosotros y confiarle a Jesús nuestras debilidades y caídas, nuestras luchas.

El río de la alegría se nutre de la oración de cada día. Nuestra oración debe ser una íntima confidencia con Dios. Y qué mayor dicha que hablar con quién sabemos nos ama plenamente. Con quien escucha nuestras penas, con quien atiende nuestras súplicas, con quien se adelanta a nuestras necesidades porque sabe lo que más conviene a nuestra alma.

Es nuestro Padre, por eso debemos hablarle con sinceridad, de nuestras debilidades, de lo que nos cuesta trabajo, solo así recuperaremos la paz y la alegría.

El secreto de la alegría misionera

Todos los bautizados somos discípulos misioneros, como María. Y la clave de nuestra alegría misionera está en llevar muy dentro a Jesús, como María.

“El verdadero misionero sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie” (E.G. 266).

La alegría que el Espíritu de Dios nos comunica no se estanca en las cuatro paredes del corazón, sino que debe sumarse al río de la alegría, para que llegue a todos. “La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar (Papa Francisco. E.G.273).

 

Padre Javier Soteras