El gozo

lunes, 29 de octubre de 2012
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“En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».” Lc. 10, 21-22

 

 

Continuamos reflexionando sobre el libro Mente abierta, corazón creyente del Cardenal Bergoglio, donde nos hace ver que el gozo está presente transversalmente a lo largo del Evangelio; no sólo el gozo trinitario, tal como sucedió en la Anunciación, cuando María entra en ese gozo al hacer la alianza de amor; sino también el gozo de los pastores, cuando se enteran de la Buena Noticia; el gozo de todo aquel que se acercaba a Jesús con buena voluntad y recibía de Él la manifestación del Padre; el gozo que confiere valentía que es casi compulsiva, pues quienes lo viven no pueden dejar de hablar de lo que han visto y oído (cfr. Hch. 4, 20); el gozo que se mantiene aún en medio de la persecución y el castigo (“Los Apóstoles, por su parte, salieron del Sanedrín, dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús.” Hch. 5, 41); gozo que va más allá de los resultados humanos y sobrenaturales, aún milagrosos, y encuentra su plenitud en tener sus nombres escritos en el Reino de los Cielos.

Dice el Cardenal Bergoglio que nuestra fe no puede quedar reducida en saber cosas; todas las personas tienen un corazón y necesitan más que simples enseñanzas, necesitan de una enseñanza que integre interiormente a la persona, por eso hay que integrar contenidos, hábitos y valoraciones. En el camino de la evangelización, esto requiere un cuidado muy especial, porque cuando comunicamos a Jesús no podemos hacer el anuncio de una simple y vacía doctrina. Jesús Resucitado es nuestra alegría y fortaleza, es lo que nos permite anunciar. En Jesucristo, Dios dice todo. Animarse a vivir esta afirmación supone ser conscientes de todas las opciones que se dejan de lado. En Jesús está el gran regalo de Dios. Tenemos que entrar en la dinámica del recibir y del dar; San Pablo define como un derroche de gracia el misterio de Jesucristo. Jesucristo es un derroche de gracia y esta verdad adquiere mayor relevancia puesto que hoy nuestra lucha religiosa fundamental es contra el deísmo. El Cardenal Bergoglio dice que hoy el problema no es tanto el ateísmo como el deísmo: esa manera de fusionarse todo en una divinidad de tipo spray, inasible, despersonalizada; esa pretensión de vivir la mística sin misterio es un poco la ilusión de esta cultura: se proclama la trascendencia, pero se trata de una trascendencia controlada, encapsulada dentro de los límites de nuestra propia inmanencia. Entonces a la experiencia religiosa se la busca por el camino de los métodos o los ejercicios (pero no los ejercicios ignacianos): aprendo a respirar y aprendo a encontrarme con lo religioso. El encuentro con Jesús, el encuentro verdaderamente trascendente, significa que Dios ha querido regalarnos una Persona, Jesucristo, el único camino que nos lleva al Padre. Por eso, hay que estar atento a esta especie de deísmo cultural, que nos lleva a la blasfemia (porque en el fondo estamos hablando mal de Dios), a la apostasía (porque renunciamos a nuestra fe) y a la omnipotencia (porque en el fondo soy yo el que determina, el que tiene el control, el que maneja, el que hace el puente para encontrar con esta pseuda espiritualidad y trascendencia).

Esto no es nuevo. Ya en la antigüedad estaban quienes negaban al Verbo venido en carne. Ésta fue la primera herejía, que condena el apóstol San Juan denominándola “anticristo”. De este paradigma deísta nace esa especie de cristianismo burgués, que contradice la grandeza de su propio mensaje, refugiándose en el chiquitaje de una asociación cualquiera y pierde su potente fuerza cultural. Este cristianismo burgués ya no es impulso a una nueva respuesta ni una nueva esperanza, sino más bien es como una herencia del pasado de la que uno es dueño absoluto. El cristiano burgués no vive el cristianismo como una fuerza que da vida y que transforma todo, no es un fuego que hay que transmitir, sino una suave calefacción en piloto que da tranquilidad a mi alma, que me deja en paz. Por el deísmo se tiende a reducir la fe y la religión a la esfera espiritualista y subjetiva, de donde resulta una religión sin fe y una fe sin piedad.

Unido a esto del deísmo, existe también un proceso de vaciamiento de las palabras y van empezando a tener palabras sin peso: entonces Cristo ya no es una persona, es una idea; cada uno fabrica su propio Cristo. Y en esta cultura de desatomización y desarmonía, el hombre empieza a hacer una especie de inflación de palabras; es una cultura de la palabra, nominalista, palabra hueca. Le falta respaldo, le falta la chispa del encuentro con una Persona que la hace viva. Es que justamente la Palabra, la verdadera Palabra, se encuentra en el silencio que determina la movilidad del alma al encuentro con el Amado.

Esta crisis de la palabra también nos afecta a nosotros, los cristianos; y entonces se nos presenta un cristianismo de tipo más bien estético, cuya finalidad es una armonía interior, un maquillaje que se puede vender y comprar. La Verdad es suplantada por el consenso: vale lo que es consensuado, y el precio del consenso es un continuo nivelar hacia abajo, donde el anuncio de Jesucristo desaparece: no hay anuncio, sino una simple armonización artificial consensuada.

Por eso nosotros necesitamos volver una y otra vez a la Palabra de Dios, al Evangelio. Ahí está nuestro gozo, Jesús, el Verbo de Dios hecho carne; el Dios que en Jesús nos manifestó todo su Amor.

San Ignacio dice que este gozo que sentimos es lo que llamamos consolación espiritual: “cuando el alma, a causa de alguna moción interior, se viene a inflamar en amor de su Creador y Señor. En consecuencia, ninguna cosa creada sobre la faz de la tierra puede amarse en sí, sino en el Creador de todas ellas. Asimismo, cuando lanza lágrimas por amor a su Señor, ya sea por el dolor de sus pecados o de la Pasión de Cristo, o de otra cosa directamente ordenada en su servicio y alabanza. Finalmente, llamo consolación todo aumento de esperanza, de fe y caridad, y toda alegría interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud de su ánima, aquietándola y pacificándola en su Creador y Señor.”

¡Y qué importante es esto! Si una persona pasa toda la mañana escuchando o viendo en el noticiero malas noticias, ¿cómo después no va a estar angustiada? No digo que hay que aislarse del mundo, uno se entera de lo que acontece, pero después, dejate llenar por el Señor, por su Palabra, por los rostros que Él te pone cada día.

Por eso, quien escucha la voz del Señor -dice el Cardenal Bergoglio- se llena de gozo. Y este gozo tiene una proyección hacia lo definitivo. Así como Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo, así nuestro gozo, por la fuerza de este mismo Espíritu, aprende a alzar la vista más allá del tiempo. El gozo es porque ya empezamos a participar de la Luz. Jesús es nuestra alegría y nuestro gozo. Jesús es, sencillamente, Aquel que anunciamos con toda nuestra vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Padre Alejandro Puiggari