13/08/2021 – La Palabra de Dios nos invita constantemente al proclamar al Señor como el gran Rey. Para nosotros quizás no sea tan atractivo usar esa expresión, porque las monarquías nos parecen algo de otra época. Pero el Señor no es Rey de esa manera, sino de un modo completamente diferente. Queremos expresar en definitiva que nadie está sobre él, que nadie puede darle órdenes o decirle lo que hay que hacer, y que todo lo bueno de este mundo depende de su poder y de su amor. Por eso, sólo a él le damos el dominio sobre nuestras vidas.
El Rey del universo. Ante todo, él reina desde siempre sobre toda su maravillosa Creación: “El Señor tiene su trono en el cielo” (Sal 11, 4). “¡Quién es el Rey de la gloria? El Señor, el fuerte, el poderoso, el Señor poderoso en los combates. Puertas ¡levanten sus dinteles! ¡Levántense puertas antiguas para que entre el Rey de la gloria! (Sal 24, 8-9). “¡El Señor reina! ¡Alégrese la tierra! La justicia y el derecho son la base de su trono… Al verlo la tierra se estremece. Las montañas se derriten como cera delante del dueño de toda la tierra. Los cielos proclaman su justicia” (Sal 97, 1-2.4-6). “¡Aclamen al Señor hijos de Dios, aclamen la gloria y el poder del Señor! El Señor tiene su trono sobre las aguas celestiales. El Señor se sienta en su trono de Rey eterno” (Sal 29, 1.10).
También es nuestro Rey, que reina sobre toda la tierra, sobre nuestros pueblos y comunidades, y por eso lo alabamos: “Canten, canten a nuestro Rey. El Señor es el Rey de toda la tierra, cántenle un hermoso himno. El Señor reina sobre las naciones, el Señor se sienta en su trono sagrado” (Sal 47, 7-9). “Todos se postrarán en su presencia, porque sólo el Señor es Rey” (Sal 22, 28-29). Al proclamarlo como nuestro Rey, no lo hacemos con temor o con distanciamiento, sino con ternura, alegría, espíritu de alabanza: “Te ensalzaré Dios mío, mi Rey, bendeciré tu Nombre por siempre. Todos los días te bendeciré y alabaré tu Nombre por siempre” (Sal 145, 1-2). “El Señor reina eternamente, reina tu Dios, Sión, de edad en edad ¡Aleluya!” (Sal 146, 10).
Su Reino. Cuando permitimos y aceptamos de verdad que él reine en un lugar, entonces allí las cosas cambian, surge algo nuevo, que es su Reino: “Que anuncien la gloria de tu Reino y proclamen tu poder. Así manifestarán a los hombres tu fuerza y el glorioso esplendor de tu Reino. Tu Reino es un Reino eterno y tu dominio permanece para siempre” (Sal 145, 11-13). El Reino de Dios, que irrumpe en Cristo, se explica ante todo por el poder de Dios que tiene la iniciativa de actuar en el mundo. Los frutos se atribuyen en primer lugar a esa acción secreta de Dios (cf. Mt 13, 31-33), que trabaja también más allá de las acciones del ser humano (cf. Mc 4, 26-29) y produce justicia, paz, fraternidad. Alabemos esa acción misteriosa de Dios que es como la levadura invisible, como la pequeña semilla… Pero reina y actúa, tomando en cuenta nuestros pequeños aportes, nuestros esfuerzos, nuestras luchas. No miremos sólo el mal, abramos los ojos para contemplar el bien y alabemos.
El Señorío de Cristo. Nuestro Dios infinito ha querido reinar en este mundo a través de Cristo, ha querido que Cristo se convirtiera en el Señor de nuestras vidas. Por eso nos hace mucho bien proclamarlo a Cristo como Señor de nuestra existencia y darle ese lugar: “Si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor… serás salvo” (Rm 10, 9). Entonces no pretendamos ser nosotros los dueños y señores de nuestra propia vida, porque así nos quedaremos solos con nuestras pobres fuerzas y con nuestras limitadas luces. Dejemos brotar una plena confianza y pongámonos bajo su señorío, dejémonos guiar y orientar por él, y nos irá mucho mejor. Es como decía una poetisa: “¿Para qué quiero esta libertad que me aleja de ti, que eres la libertad verdadera? Por eso estoy aquí en tierra, inmóvil, en un intento de donación completa y absoluta. Acéptame Señor, quémame para que renazca verdaderamente y eternamente en ti”.