Amar, hasta dar la vida…

martes, 21 de abril de 2009
image_pdfimage_print




La fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de partir de este mundo al Padre, así como había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el extremo.  Hicieron una cena.  Ya el diablo había puesto en el corazón de Judas, hijo de Simón, el proyecto de entregar a Jesús.  El sabía que el Padre había puesto en él todas las cosas.  Y que de Dios había salido y a Dios volvía.  Jesús se levantó mientras cenaba, se quitó el manto, se ató una toalla, a la cintura, y echó agua en un recipiente. Luego se puso a lavarles los pies a sus discípulos y se los secaba con la toalla.  Cuando llegó el turno a Simón Pedro, este le dijo:  “Tu, Señor, me vas a lavar los pies a mi?”.  Jesús le contestó:  “Tú no puedes comprender ahora lo que yo estoy haciendo. Lo comprenderás después”.  Pedro le dijo; a mi nunca me lavarás los pies. Jesús respondió; si no te lavo no tendrás parte conmigo.  Entonces Pedro le dijo:  “Señor, si es así, lávame no solamente los pies, sino las manos y la cabeza”.

Jesús le respondió; esto no es necesario, para el que se ha bañado, pues está él todo limpio.  Ustedes están limpios, aunque no todos.  Jesús sabía quien lo iba a entregar y por eso dijo; no todos están limpios.

Cuando terminó de lavarles los pies y se volvió a poner el manto, se sentó a la mesa y dijo:  “¿Entienden lo que he hecho con ustedes?.  Ustedes me llaman el Maestro, el Señor, y dicen verdad.  Lo soy.  Y si yo siendo el Señor y el maestro, he hecho esto con ustedes lavándoles los pies, hagan ustedes lo mismo entre ustedes.  Les he dado un ejemplo para que hagan lo mismo que yo hago con ustedes.”

Juan 13, 1-15

Hoy es un día señalado en la vida de una comunidad cristiana. Es jueves único en el año litúrgico. Jueves Santo. Y la celebración eucarística es siempre memorial de la muerte y resurrección del Señor, hoy lo es más, si cabe de alguna manera decirlo así. Este jueves requiere de nosotros, una actitud y una conciencia celebrativa efecto de una fe en crecida manera de manifestarse.

Durante cuarenta días nos hemos preparado a la Pascua que hoy comienza con el Triduo pascual. Centro celebrativo de este Triduo del misterio de la Redención nuestra, como humanidad.

Por la Gracia del Amor de Jesús, que se hace ofrenda en su Pasión, en su muerte, y en el don maravilloso de la vuelta a la vida, en la Resurrección.

El Triduo Pascual pone en evidencia la unión inseparable que existe entre la Cruz y la Gloria.

Como se significa visiblemente en Jesús Resucitado, cuando aparece entre los discípulos mostrando las señales, las marcas de la Cruz, en su cuerpo glorioso.

Hoy celebramos la institución de la Eucaristía. Esta que hace Jesús en la cena de despedida de sus discípulos, en la víspera de su Pasión.

Es una tarde pesada en recuerdos, en palabras de adiós, en signos sacramentales, y en gestos profundos de Amor fraterno. Y de sabor a hermandad.

Entre las principales cosas que aquí destacamos, en la Eucaristía de este Jueves Santo, el sacerdocio ministerial. Y el amor fraterno en la comunidad cristiana, el primero y el determinante es la Eucaristía. Memorial de la Pasión y de la muerte del Señor, hasta que vuelva. Una pascua nueva. Un banquete sacrificial nuevo para un pueblo nuevo. El cristiano. El nacido de Cristo. Que viene a sustituir la cena pascual judía.

Memorial de liberación, en la cual el pueblo recordaba aquél acontecimiento maravilloso con el cual Dios lo había sacado de la esclavitud, en Egipto y la había hecho caminar por el desierto, hasta llegar a la tierra de promisión.

Ahora la cena va a ser memoria de otro proceso de liberación. Más interior. Y más trascendente.

Más interior porque nos saca del pecado. La atadura y esclavitud más grande que hay en el corazón humano.

Y más trascendente porque va mucho más allá que lo que podemos entender como camino de liberación en cuanto a rupturas con estructuras de pecado.

Nos pone de cara al misterio mismo de Dios, nos hace uno con Él.

Esa es nuestra tierra prometida.

La Jerusalén del cielo. Ya presente en medio de nosotros. Por eso aspirar a la felicidad, a la eternidad, al gozo y a la alegría, que en el corazón humano son deseos profundos instalados desde el momento mismo del hecho de haber aparecido en la Creación, es una realidad concreta y palpable hoy. Hoy es el día. Hoy es el día de la Salvación. La Eternidad de Dios en el presente.

En la cena pascual lo celebramos.

Se hace el banquete. Signo del gozo celestial. De la escatología final.

Al final nuestra presencia en el Cielo, definitivamente, será un banquete. Y a eso ya lo podemos gozar desde aquí.

El banquete como lugar de un rico alimento. El banquete como lugar de vínculo fraterno de gozo y alegría. El banquete como lugar del compartir, del ser uno siendo diversos.

Lo celebramos en esta cena Pascual. Anticipo de la Eternidad.

Esta mesa Eucarística. Mesa fraterna, la de caridad, de servicio. Mesa de bien compartido. Del Gran Bien compartido, que es la presencia de la Redención en Cristo ofrecida a toda la humanidad.

Nace del Corazón obediente de Jesús al Padre.

Por nosotros. Y por nuestra Salvación. Como decimos en el Credo; es la razón teológica que nuestra fe nos descubre, para explicar y entender toda la vida de Jesús. Desde la encarnación a su Pasión. Muerte y Resurrección.

Cristo, a pesar de su condición, aprendió sufriendo a obedecer.

Y llevado a la consumación se ha convertido para todos los que le obedecen, en autor de Salvación de eterna.

¿De qué tipo de obediencia se habla en Jesús, y qué tipo de obediencia se nos pide a nosotros? La obediencia en Cristo, nace de un vínculo de amor con el Padre, al que Jesús se entrega atraído por esa misma Gracia de amor, con la que nos invita a nosotros a vivir en comunión con él.

Es dolorosa, a veces, la experiencia de la obediencia. Se la aprende por el camino de la entrega. Por eso es dolorosa, porque nos hace salir de nosotros mismos y nos hace entrar en la dimensión del otro. Y en este sentido, la mesa fraterna, en cuanto lugar de intercambio de vínculos y de relaciones entre las personas que comparten el mismo pan es una experiencia de ofrenda obediente y de sacrificio. Está marcada por el dolor. Por el dolor propio que genera el amor cuando se hace entrega.

Esto ocurre en la Eternidad desde siempre, en el momento de la Encarnación, al asumir nuestra condición limitada y cargar con nuestro pecado, Jesús experimenta en su propia carne el dolor que supone la entrega desde un corazón humano limitado y cargando el pecado, como lugar de negación del mismo amor. Jesús esto es lo que viene a vencer, y nos deja todo un camino, para que nosotros recorramos en ese mismo sentido, en capacidad sacrificial, el camino de la liberación.

La frontera en ese camino es el hermano. El hermano que es el otro, el otro que requiere de esta entrega y de esta ofrenda. Así es el vínculo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, un amor de gratuidad eternamente ofrecido, que le da identidad al ser tres personas Dios. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son Amor. Así lo define Juan, Dios es Amor en tres personas. Podríamos decir que esta es la naturaleza de Dios. Dios es Amor.

Y lo que viene a instalar Jesús, en medio de nosotros, es ese alimento, ese banquete único del Amor, que se hace ofrenda, que se hace entrega. Que supone salir de sí mismo para encontrarse con el otro, y en ese mismo momento se hace sacrificio, que se celebra en y con El que se sacrifica en la mesa eucarística.

Cuando nosotros compartimos la mesa de la Eucaristía, compartimos el amor sacrificial de Jesús, en eso términos hay que decirlo. Porque no es sacrificio y después amor, es el amor que se hace sacrificio, entrega que se hace sacrificio. Amor que se da y se hace sacrificio. Compartimos la Eucaristía y nos hacemos uno con Jesús en este sentido, cuando comulgamos.

Comulgar es entrar en comunión con ese Misterio crecido de amor, que vence toda limitación, que vence la fuerza del egoísmo, que termina con la soberbia que encierra, que nos abre a los demás y nos muestra anticipadamente el Cielo. Que es un banquete, ya aquí entre nosotros en torno a la Eucaristía.

El misterio de la Cruz, en la vida de Jesús, y también en la nuestra, es revelación de amor. Que no hay modo más verídico de expresar amor, que dar la vida por aquellos a quienes se ama. Dar la vida quiere llegar a decir darlo todo. Lo dice la Palabra hoy, en el evangelio que compartimos, en Jn 13, 1 “habiendo estado con ellos los amó hasta el extremo”. ¿Hasta qué extremo? Hasta el extremo de dar la vida por amor. Sólo por amor se puede hacer esto, no hay otra razón, otro motivo.

Nosotros amemos a Dios, y lo amamos porque Él nos amó primero. Pero si alguno dice, yo amo a Dios, y aborrece a sus hermanos, es un mentiroso. Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. El amor a Dios se expresa en el amor fraterno, y esto es lo que Jesús ha dejado instalado en la entrega de amor sacrificial, en la Eucaristía. El Pan de la Eucaristía es el pan donde se alimenta el amor fraterno como expresión genuina, auténtica y real del amor a Dios.

El amor a Dios se hace realidad en el amor fraterno. Y el amor fraterno se expresa en gestos, palabras y actitudes concretas que nos ponen en comunión con los hermanos. Esto supone un proceso de apertura inclusiva a todos y a cada uno de los que forman parte de nuestro paisaje cotidiano. Los más cercanos familiares y los más lejanos, distantes y con los que hasta una cierta enemistad nos separa.

Con todos y a todos. Un amor abarcativo, inclusivo. Un amor que no deja a nadie fuera de esa experiencia de entrega.

“Amar hasta dar la vida. Amar hasta que duela, como decía y nos enseñaba maravillosamente Madre Teresa de Calcuta.