Como el aire a los pulmones: vivir del Espíritu

lunes, 26 de mayo de 2025

26/05/2025 – Jesús prometió el envío del Paráclito, el Espíritu Santo, como el gran testigo del amor de Dios y guía interior de nuestras almas. En esta catequesis, el padre Javier Soteras nos invita a descubrir que, así como no podemos vivir sin respirar, tampoco podemos vivir ni orar sin el Espíritu. Él es quien nos transforma, consuela, fortalece y nos hace partícipes de la vida divina. Abramos espacios para el soplo del Espíritu en medio del ruido del mundo.

Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí.
Y ustedes también dan testimonio, porque están conmigo desde el principio.
Les he dicho esto para que no se escandalicen.
Serán echados de las sinagogas, más aún, llegará la hora en que los mismos que les den muerte pensarán que tributan culto a Dios.
Y los tratarán así porque no han conocido ni al Padre ni a mí.
Les he advertido esto para que cuando llegue esa hora, recuerden que ya lo había dicho. No les dije estas cosas desde el principio, porque yo estaba con ustedes. San Juan 15,26-27.16,1-4.

1. Como el aire a los pulmones

Cada día debería ser una ocasión para invocar, adorar y buscar al Espíritu, como quien busca el bien más querido, el Espíritu Santo ¡es el mismo Amor de Dios! No existe día en que se pueda prescindir del Amor, así como no hay posibilidad de vivir sin aire, ni existe oración en la que se pueda prescindirse del Espíritu.
Como dice San Pablo: “ninguno puede decir ‘Jesús es Señor’ sino bajo la acción del Espíritu Santo” (1Cor 12,3). No existe obra buena, hecha en nombre de Dios, en la que pueda prescindirse del poder el Espíritu Santo, pues se convertiría en una obra puramente humana y no sería ya una obra suya.

El Espíritu Santo es como el aire que respiramos: no lo vemos, pero está en todos lados y sin él no podemos vivir. La Tercera Persona de la Santísima Trinidad es la vida y la luz de nuestras almas. El “dulce huésped del alma”, el “dulcísimo consuelo” está escondido a la mirada superficial. Para encontrarlo es necesario penetrar en la profundidad, entrar en nosotros mismos, Él vive “dentro” de nosotros; Él es nuestro verdadero Maestro interior, la guía espiritual del alma, “el alma de nuestra alma” Para encontrarnos a nosotros mismos necesitamos encontrarnos con Él y para encontrarnos con Él necesitamos rezar.

De una manera cada vez más frenética, en que el hombre se proyecta fuera de sí, identificándose con la apariencia, más que con la interioridad de su ser, el Espíritu Santo es frecuentemente minusvalorado, incluso por el creyente en Cristo, si se deja guiar por el activismo, el materialismo, el hedonismo, el relativismo… Para poder contrastar los ritmos estresantes de la vida ordinaria que multiplica los quehaceres, es absolutamente necesario introducir, en la propia existencia, ritmos de oración, es decir espacios abiertos al soplo del Espíritu: para descansar en Él, para acoger su consuelo e inspiración, para amar y fortalecerse, para perdonar y ser verdaderamente libres. En todo tiempo podemos invocar al Espíritu sobre nosotros, sobre nuestro trabajo, sobre situaciones difíciles, sobre los pueblos y las ciudades, sobre los individuos y sus comunidades.

Podemos siempre recurrir a Él y, como nos prometió Jesús, nunca nos seremos defraudados: “pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá… Si pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,9 ss).

2. El espíritu nos transforma

Todo lo que Cristo debía hacer en la tierra se había ya cumplido; pero convenía que nosotros «llegáramos a ser partícipes de la naturaleza divina» del Verbo (2P 1,4), esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y santidad. Mientras Cristo vivía personalmente entre los creyentes, se les mostraba como el dispensador de todos sus bienes; pero cuando llegó la hora de regresar al Padre celestial, continuó presente entre sus fieles mediante su Espíritu, y «habitando por la fe en nuestros corazones» (Ef 3,17).

Este Espíritu transforma y traslada a una nueva condición de vida a los fieles en que habita y tiene su morada. Esto puede ponerse fácilmente de manifiesto con testimonios tanto del antiguo como del nuevo Testamento: • Samuel dice a Saúl: «Te invadirá el Espíritu del Señor, y te convertirás en otro hombre» (1S 10,6). • Y san Pablo: «Nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2C 3,18).

No es difícil percibir como transforma el Espíritu la imagen de aquello en los que habita:
a. del amor a las cosas terrenas, el Espíritu nos conduce a las esperanza de las cosas del cielo;
b. y de la cobardía y la timidez, a la valentía y generosa intrepidez de espíritu.
Sin duda es así como encontramos a los discípulos, animados y fortalecidos por el Espíritu, de tal modo que no se dejaron vencer en absoluto por los ataques de los perseguidores, sino que se adhirieron con todas sus fuerzas al amor de Cristo. Se trata exactamente de lo que había dicho el Señor: «Les conviene que yo me vaya » (Jn 16,7). En este tiempo, en efecto, descendería el Espíritu.

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