Curación de dos ciegos

viernes, 7 de diciembre de 2007
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Cuando Jesús se fue, lo siguieron dos ciegos, gritando: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”. Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron y él les preguntó: “¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?”. Ellos le respondieron: “Sí, Señor”. Jesús les tocó los ojos, diciendo: “Que suceda como ustedes han creído”. Y se les abrieron sus ojos. Entonces Jesús los conminó: “¡Cuidado! Que nadie lo sepa”. Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región.

Mateo 9, 27 – 31

El Evangelio nos presenta una imagen del Adviento. Dos ciegos que están esperando. Cuando se enteran de que viene Jesús, lo siguen gritando: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”.

Es el único grito que el Evangelio deja ver que decían estos dos hombres. Estos dos ciegos que desean, buscan y piden a grito su curación. Tal vez esta gente no conocía bien a Jesús y no sepa mucho del Mesías. Habían oído de su fama y de sus milagros. Que era bueno, que se detenía a escuchar y a hablar con las personas. Por eso lo siguen. Sin tener en claro todavía a quien siguen se encuentran con el auténtico salvador. Quedan curados y se marchan hablando a todos de Jesús.

Estamos construyendo el Adviento desde una historia concreta, que es espera del Mesías. Esta historia tan grande e importante que para Dios cada uno de nosotros valemos su Hijo. ¡Qué bárbaro! Descubrir que en tu historia feliz o desgraciada, con luces y sombras, con alegrías y dolores, ésta es la que estas viviendo ahora y la que te prepara para recibir al Señor.   

Las lecturas dicen que este mundo que Dios nos regala para vivir tiene remedio. Sí, tiene solución aunque a veces nos parece medio difícil. Tiene solución con sus defectos y calamidades. Con la cultura de la muerte que parece vencer a la cultura de la vida. Que Dios nos quiera liberar de las injusticias que existen ahora como en el tiempo de los profetas, es una realidad. Dios quiere librarnos de las opresiones y de los miedos que no nos dejan avanzar, de las angustias que no nos dejan ser feliz. Cuantas personas están clamando en su interior, esperando a su salvador.

Nosotros tenemos la gracia de saber a quien estamos esperando, a pesar de que su misterio es tan grande que siempre algo se nos escapa. Cuantos esperan un salvador que no terminan por saber quien es. Que lo esperan desde su pobreza, desde su hambre, desde su soledad, desde su enfermedad, desde la injusticia. Cuantos pasarán una Navidad en medio de la guerra y tal vez, no sepan que está naciendo este salvador. Esperan a alguien que cambie las cosas. Los dos ciegos tienen muchos imitadores, aunque no todos sepan que su deseo de curación coincide con la voluntad de Dios que les quiere salvar.

A veces nos pasa.

No terminamos de ponernos en sintonía con Dios para saber que su voluntad es la de salvarnos. Los dos ciegos sabían muy bien lo que querían. Por eso podemos hacernos la pregunta ¿En verdad queremos ser salvados? ¿Nos damos cuenta de que necesitamos ser salvados? ¿Seguimos a Jesús como los ciegos suplicándoles que nos ayude? ¿De que ceguera nos tiene que sanar? La actitud de los ciegos cuantas preguntas que nos hace surgir desde el corazón.

Pero ¿en verdad queremos ser salvados? ¿En realidad nos damos cuenta de que necesitamos ser salvados? ¿Nos animamos a ir detrás de Jesús gritando que nos sane? Hay cegueras causadas por el odio, por el interés materialista, por el orgullo; por una mirada muy estrecha de la vida donde creemos que todo empieza y termina en mis necesidades, en mis dolores o en mis aspiraciones. Necesitamos que Cristo toque nuestros ojos, que nos ayude ha distinguir cuales son los valores y los antivalores en nuestro mundo. O preferimos seguir ciegos, permanecer en la oscuridad, en la penumbra y caminar en la vida desorientados. Sin profundizar en sus sentidos.

Manipulados por la ideología de moda. Recorda que aquello que la Palabra deja en tu interior. Deja que hable a tu corazón y que te interpele. Con la intensión segura de vivir mas de cerca esta palabra vas a terminar. En aquello que el Señor te va diciendo hay sin duda mucho de la actitud de los ciegos. Queremos ser salvados por su amor.

El Adviento nos invita a abrir los ojos, a esperar y permanecer en búsqueda continua. A decir desde lo hondo de nuestro ser: Ven Señor, Jesús. A dejarnos salvar y a salir al encuentro del verdadero salvador que es Jesucristo. Sea cual sea nuestra situación personal y comunitaria, Dios nos alarga su mano e invita a la esperanza porque nos asegura que él está con nosotros.

La Iglesia peregrina hacia delante, hacia los tiempos del adviento. Se nos invita tanto a vivir en vigilancia y en espera. Exclamando aquellas palabras que la liturgia y los toman tantas veces: Maranatha – Ven Señor, Jesús. Al inicio de la eucaristía, en el acto penitencial tomamos este esquema. Usamos y repetimos la suplica de los ciegos: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”.

Para que él nos purifique interiormente, para que nos preste su fuerza, para que nos cure de nuestros males y para que nos ayude a celebrar cada vez que lo hacemos con el corazón limpio, la Eucaristía. Es una súplica muy breve pero con tanta intensidad. Señor, ten piedad de nosotros.

Esta súplica tan breve e intensa, podríamos llamarla, oración propia del Adviento. En ella pedimos la venida de Cristo a nuestras vidas. Esta vida de Cristo que nos salva y fortalece. Que nos devuelve la luz en medio de tanta oscuridad. En este Adviento se tienen que encontrar nuestra miseria, nuestro pecado y la repuesta salvadora de Jesús, que supera todo lo que podemos pensar y todo lo que podemos decir. Jesús obra los prodigios y los milagros a partir de la fe de aquellos que van al encuentro de él. De acuerdo con esa falta de fe, esa gente no siempre ve la gloria de Dios. Casi todos los que acudían a él tenían la fe puesta en su obra, en lo que él significaba para el pueblo. Por eso lo llaman “Hijo de David”.

El episodio nos muestra una señal muy particular. Dos ciegos lo siguieron después de que escucharon que él había recuperado la salud de la hija del jefe del pueblo. Lo podes leer y seguir. Escucharon que había hecho otro milagro. Es raro ver a dos no videntes ir detrás de una persona. Pero la necesidad que ellos tenían de recuperar su visión pudo más que sus limitaciones. Sin embargo, Jesús no obra la señal a la vista de todos, a la vista de la multitud. Lo fue escuchando seguro todo el camino.

Hasta podemos imaginar que por momentos podrían haberse puesto molestos. Sin embargo, Jesús los espera. No hace este signo a la vista de toda la multitud. Se dirige a la casa y allí, llegan los dos ciegos para buscarlo. Jesús después del sermón de la montaña, en el Evangelio se escapa de la multitud que lo aclama como liberador nacional. Como aquel que lo quieren proclamar rey. El continua haciendo el bien pero de modo sumamente discreto. Sabe que sus contemporáneos buscan un líder para proclamarlo rey. Él no es partidario de seguir esas aspiraciones populares. Él sabia bien que convirtiéndose en el gobernante de una aldea o de una región no iba a cambiar las cosas.

Pues la práctica de Jesús nos muestra que él quería cambiar las cosas desde abajo. Desde la base, desde las comunidades concretas de hombres y mujeres. Es lo que hoy tantas veces no terminamos de entender los argentinos. Exigimos y exigimos pero también tenemos que descubrir que el cambio, la actitud nueva, la patria de hermanos, la civilización del amor que nos hablaba Pablo VI., la vamos construyendo desde abajo. Si Jesús hubiera cedido a estas presiones de sus contemporáneos le hubiera tocado aceptar algún cargo. Seguro alguna jerarquía en aquel sistema pero él escoge espacios discretos y desde allí continúa su obra transformadora.

Todavía no nos hemos adentrado mucho en este texto para ir contemplando versículo por versículo. Pero si puedes ir adelantándote a la pregunta que el texto en algún momento nos hará comprender. Esta pregunta que yo me hacía hace un momento ¿Es verdad que queremos ser sanados? Nos damos cuenta de que necesitamos ser sanados. Tenemos en claro cuales son los indicativos que en nuestra vida necesitan ser salvados.

Es que estamos también nosotros frente a Jesús. ¿Estamos dispuestos a seguir entonces a Jesús como los ciegos suplicándole que los ayude? ¿De que ceguera nos tiene que sanar Jesús? ¿En que Dios, me ayudó a reordenar mi vida? Vamos a desgranar este texto breve del Evangelio de hoy pero que tiene tanta riqueza para nosotros.

Dos ciegos que siguieron a Jesús gritando: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”.Jesús iba caminando y los ciegos salen a su encuentro. Animarnos a detenernos en esta escena para imaginarla, para ser parte nosotros también de este momento ¿Qué oración nos sugiere a nosotros? A estos dos hombres: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”. El tono de los gritos, la palabra que están diciendo a mi corazón.

Mi grito también es convencido de que quiere ser sanado mi corazón. Esta estampa tan propia del Adviento, la de los ciegos que están esperando y están esperando por que también a ellos no les quedaba mucho. Estar ciegos era para la época terminar mendigos. Cuando se enteran de que viene Jesús, alguien que los puede sanar no les queda otra. Gritar fuerte “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”

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Los dos desean, buscan, piden a gritos la curación. Alguna vez nos pasó a nosotros. Clamamos a Jesús, le pedimos pero cuando el Señor obra, cuando el Señor se manifiesta ¿Nos damos cuenta que aquel a quien nos dirigíamos es más grande de lo que pensamos? A veces descubrimos que Dios supera ampliamente lo que podemos pensar. Una vez más demuestra la verdad, de esta afirmación del mismo Jesús “yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas”

. La oración de los ciegos es la que ha tomado la liturgia de la Iglesia para el acto penitencia. Para el pedido de perdón al comenzar la Eucaristía, para comenzar cualquier momento de oración. Lo sabemos rezar pero hay una manera muy particular: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”. Pero a los gritos.

El grito es signo de una necesidad muy fuerte o de un sufrimiento muy intenso. Signo de una sensibilidad afectada por lo que vivo. Una necesidad sentida, real aunque más no sea de tipo humano. Un sufrimiento físico y/o moral. La necesidad de la amistad, la necesidad de una vida mejor, la necesidad de la seguridad, de la salud o de que me atiendan. Pero esta necesidad de tipo humana solamente es el punto de partida, es el inicio de una búsqueda de Dios.

El grito brota del sufrimiento, es simple “Ten piedad de nosotros”.

No te animas a pensar en los gritos actuales y cuantos hay. Acaso no pensaste que la violencia que las peleas, el alcohol, las drogas, las discusiones, la búsqueda del placer sin compromiso, sin amor no son gritos del tiempo presente. Pensaste alguna vez cuales están cerca de ti y necesitan una respuesta. Que gritos experimentaste últimamente vos.

No solamente vamos a terminar “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”

¿y los demás? No siempre es mi grito, mi necesidad. Los demás también están gritando tantas veces en casa. Los gritos más profundos, los del corazón, los gritos que te invito a que puedas escuchar respecto de tus hijos, hermanos, vecinos, esposa/o.

De los jóvenes del barrio, de aquellos con quienes compartís tu vida en la parroquia. Escuchar los gritos. Que importante tener como Jesús, el oído atento para escuchar los gritos actuales y descubrir al Señor que también grita. Pero su grito es distinto. Esos gritos que en casa cuando no sabemos poner orden y serenidad, por ahí nos quitan la paz. Queremos tranquilidad y silencio. El grito de Dios pasa por allí, es un grito de amor, es un grito que serena el corazón. Es fácil de distinguir. Cuando es un grito de Dios o cuando es un grito de los hombres. Por los frutos que quedan en mi corazón.

En el Evangelio aparece Jesús con este título “Hijo de David” que es un título propio del Mesías pero aceptado y como limitado al ambiente de los judíos. Se aplica a Jesús en el Evangelio, en este ambiente un poco cerrado que no pasa la frontera de los paganos, de los que creían en otros dioses o no creían directamente en el Dios de Israel. Este título “Hijo de David” designaba un Mesías que todos esperaban y se fundaba en los antiguos vaticinios, en las antiguas palabras de los profetas.

En los que se describe al Mesías como otro David. Miren al profeta Jeremías: “Vienen días en que suscitaré a David un germen justo”. Jesús acepta con reserva dicho título de “Hijo de David”. Ya que implicaba una concepción demasiada humana del Mesías. Un guerrero vengador. Alguien que instalaría a su reino por la fuerza.

De allí, el comprender de manera errónea de los apóstoles. El querer sentarse a la derecha y a la izquierda, o quien es el mayor entre ellos. Por eso Jesús prefiere tantas veces “Hijo del Hombre”. Sin embargo, lo escucha pero no le da esa trascendencia. Los dos ciegos piden la curación y se la piden reiteradamente a Jesús.

Él pregunta si realmente los podía curar. Es que con esto Jesús pretende mostrar a los mismos ciegos, a los que estaban alrededor de ellos que para conseguir una gracia de Dios se requiere como previa condición, un fe llena de confianza. Jesús se tiene que haber dado cuenta de la fe de estos hombres. A parte sabemos que conoce nuestros corazones. Tantas veces adivinó la intensión. Imaginemos que en el camino y en medio de la multitud, dos ciegos con lo que significaba esto. Seguramente atropellando y pisando a algunos en el camino y a los gritos “ten compasión de nosotros”.

Eso ya estaba hablando de fe. Sin embargo, les pregunta: “¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?”.

La fe llena de confianza. Ellos responden que sí. Con lo cual reciben el don de ser curados. La fe produce en los ciegos, una liberación de la esclavitud de las tinieblas. En ellos la acción de Dios se manifiesta como revelación de un nuevo Éxodo, de un nuevo camino. Un nuevo acto creador de Dios capaz de separar como dice en el Génesis, la luz de las tinieblas. Los ciegos obtienen así, la misma respuesta que había obtenido el centurión.

En ambas respuestas se hace patente el cumplimiento de las promesas ligadas a la fe. Jesús tocó los ojos de los ciegos y al instante, ellos vieron. Muy a menudo los evangelistas colocan a Jesús tocando a los enfermos y cuando los toca quedan sanos. Hoy cada uno de nosotros necesitamos que se abran nuestros ojos para ver mejor las cosas de Dios. Con frecuencia nuestros ojos se cierran para las cosas del espíritu. En otra parte del Evangelio, Jesús advierte que para ver las cosas de Dios se necesita un corazón limpio.

En tu oración de cada día no dejes de pedirle al Señor que te descubra y te haga conocer los secretos del reino.

El Señor es quien más nos conoce y sabe que nos hace falta. Sabe cuanto nos hace falta mejorar y cuanto nos quiere dar. Por eso lo único que nos pide es humildad para reconocernos necesitados. Acercamos más a Jesús aunque sea a los saltos. Pedirle a los gritos como los ciegos: “ten piedad de nosotros”. La manera de pedir esto es con una mayor vida interior, la del corazón, la del espíritu, la de la oración, la de Señor auméntanos la fe.

La debilidad de Cristo entre tantas, es la fe. Cuando ve a alguien con fe se admira. Se admiró de la fe de un centurión. Cuando encuentra a alguien con fe es raro que no se vea un milagro. Siempre se le roba uno. Todo el Evangelio esta salpicado de hechos milagrosos en que Cristo es llevado a favorecer al necesitado a fuerza de fe. A ciegos, a pecadores, a leprosos, a poseídos, Cristo les concede su curación y casi siempre después de estas curaciones “anda, tu fe te ha salvado”. La fe de las almas mueve a Cristo a dar no sólo lo que piden, ya sea un beneficio físico, del corazón sino a ir mucho más: “Tu fe te ha salvado”.

Un beneficio y un regalo espiritual. Pero Jesús les agrega algo “cuidado que nadie lo sepa”. Alcanzó para que les diga eso para que salgan a difundir su fama por toda aquella región. Porque Jesús prohibe que se divulgue la noticia de este milagro. Es que Israel debe saber que es la ley de la apertura a todos los pueblos y no la exclusividad la que mueve a Jesús a ir anunciando el Reino de Dios. Jesús comienza entre sus pueblos. Comienza el anuncio en el pueblo de Israel.

Pero Jesús sabe que hay una comunidad mucho mayor que también tiene que escuchar la Palabra. De pronto si este “Hijo de David” que hace referencia a esta intimidad del pueblo de Israel hace estos milagros con ellos puede hacer que se vayan cerrando más todavía. Estaban encerrados en sí mismos. Por eso tantos no lo entendieron a Jesús y se corría el riesgo de que se siguieran encerrando. No digan nada. Todo a su tiempo. Parece que la fe y no el simple contacto de la mano de Jesús, fue lo que curó a los ciegos. La fe que es confianza.

La fe que hace que el bien venza el mal. La fe que hace que podamos descubrir que Dios es mayor que nuestros males. Dios es mayor que nuestros egoísmos y que nuestros pecados. No nos dejemos enceguecer por esto. Jesús exige a los ciegos curados que no divulguen el milagro. Jesús fue hecho en secreto, no hubo testigos.

Este Jesús no quiere una falsa propaganda. La de ser equiparado a un simple curandero, un mano santa. Jesús quiere ser recibido como Hijo de Dios y no por los poderes que tiene. Pero los ciegos no pueden callar. Divulgaron la noticia por toda la región. No la noticia del milagro solamente sino la noticia de que podían encontrarse con alguien tan compasivo y misericordioso. Alguien tan poderoso que podía curar la ceguera y sorderas. De asumir la defensa de los pobres y de los oprimidos. De castigar a los jueces y los gobernantes corruptos.

En Jesús encontramos a un Dios compasivo y misericordioso. Alguien tan poderoso que es capaz de curar toda ceguera y sordera, de asumir desde la cruz y del aparente fracaso, la defensa del pobre y del oprimido.