Día 22: La entrada de Jesús a Jerusalén

jueves, 30 de marzo de 2017

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30/03/2017 – Estamos ingresando en la 3º semana de los ejercicios donde contemplamos la entrega de Jesús en la cruz por nosotros. Hoy Jesús nos invita a entrar con Él a Jerusalén. Tomamos el texto de Lc 19, 28-44.  Pedimos gracia de “interno conocimiento de nuestro Señor Jesucristo que por mis pecados va camino a la cruz”. Que todo nos sirva para adentrarnos en el texto y poder ver a Jesús entrando pobre, sencillo como Rey, Señor y Mesías.

 

Jesús entra en Jerusalén decidido. Es la determinación del Señor de hacer la voluntad del Padre. En el evangelio de Lucas es el Espíritu Santo el que guía la vida de Jesús desde el comienzo, y es quien lo conduce a Jerusalén. Por lo tanto, podemos decir que en el Espíritu Jesús está llegando al término de su hoja de ruta que es Jerusalén. Ahí le espera la entrega de la vida. Es la voluntad de Dios y su determinación de ir por encima de las circunstancias para entregar su vida en ese lugar, desde donde la cruz se manifestará su señorío. Este señorío ya se ve cuando los discípulos van a desatar la burra para el Señor, ahí dirán “el Señor la necesita”. Nadie responde nada a los discípulos. 

Seguramente nosotros también en nuestro itinerario recibiremos una llamada de Jesús a seguirlo: “El que quiera seguirme que cargue con su cruz y que me siga”. En estas horas tendremos que elegir si vamos con Él hasta el final, para ver confirmada nuestra decisión de seguimiento o no. La primer semana de ejercicios es para darle forma a lo que estaba deformado en nuestras vidas; la segunda semana para conformar nuestra vida detrás de Jesús para hacer la voluntad de Dios y la tercer semana para confirmar y sellar lo que se va ordenando. Esa confirmación la da el Señor detrás de su gran señal que es la cruz.

Lo asumido es redimible, dicen los padres de la Iglesia. En la medida que nos hacemos cargo de nuestra propia historia el sentido de las cosas se plenifican. Cuando podemos hacernos cargo de nuestro propio destino, es cuando maduramos. En cambio cuando postergamos las decisiones nos hundimos, y la vida nos atropella. Cuando el Señor nos invita a cargar con la cruz es para que no sintamos que estamos a la deriva y que nuestra existencia está tirada como una moneda al aire. El Señor sabe que nuestra vida tiene un valor inmenso, y que el sufrimiento es un lugar importante. Nos invita a cargar con lo que nos toca, es decir, a hacernos responsables de nuestra propia existencia. De todo lo que hemos recibido como herencia, con dolores de infancia y sufrimiento que nos llegan desde generaciones anteriores o esos otras en torno a nuestra sociedad, o los dolores propios por los yerros de nuestras vidas. 

De ahí que el Señor nos invita a cargar nuestra propia cruz. En ese contexto vamos a Jerusalén. El Señor no entra solo, sino que nos invita a ingresar con Él a la ciudad donde entregará su vida. 

“¿Ustedes pueden beber el cáliz que yo beberé?”, preguntó Jesús a los hijos de Zebedeo ante la intervención de la madre de los apostóles. “Sí, podemos”, contestaron. Beber ese cáliz es compartir su suerte. Es entrar por el camino de la pascua, ingresar con Jesús a Jerusalén y ahí adentrarnos en la pascua. El Señor nos quiere entrando con determinación. No se puede abrazar la propia cruz y lo que el Señor nos confía, que siempre va conforme a nuestras posibilidades, sin esta actitud interior que es gracia suya de estar determinados y con Él ser colaboradores en el misterio de la Pascua. Nosotros podemos compartir con Él pero la gracia de la redención es del Señor, y Él nos la comparte. 

-Me amó y se entregó por mí-

Eligiendo cruces – Por P. Mamerto Menapace

Es de tiempo viejo esta historia cuando Dios se revelaba en sueños. O al menos la gente todavía acostumbraba a soñar con Dios. Y era con Dios que nuestro caminante había estado dialogando toda aquella tarde. Tal vez sería mucho hablar de diálogo, ya que no tenía muchas ganas de escuchar sino de hablar y desahogarse.

El hombre cargaba una buena estiba de años, sin haber llegado a viejo. Sentía en sus pierna el cansancio de los caminos, luego de haber andado toda la tarde bajo la fría llovizna, con el mono al hombre y bordeando las vías del ferrocarril hacía tiempo que se había largado a linyerear, abandonando, vaya a saber por qué, su familia, su pago y sus amigos. Un poco de amargura guardaba por dentro, y la había venido rumiando despacio como para acompañar la soledad.

Finalmente llegó mojado y aterido hasta la estación del ferrocarril, solitaria a la costa de aquello que hubiera querido ser un pueblito, pero que de hecho nunca pasó de ser un conjunto de casas que actualmente se estaban despoblando. No le costó conseguir permiso para pasar la noche al reparo de uno de los grandes galpones de cinc. Allí hizo un fueguito, y en un tarro que oficiaba de ollita recalentó el estofado que le habían dado al mediodía en la estancia donde pasara la mañana. Reconfortado por dentro, preparó su cama: un trozo de plástico negro como colchón que evitaba la humedad. Encima dos o tres bolsas que llevaba en el mono, más un par de otras que encontró allí. Para taparse tenía una cobija vieja, escasa de lana y abundante en vida menuda. Como quien se espanta un peligro de enfrente, se santiguó y rezó el Bendito que le enseñara su madre.

Tal vez fuera la oración familiar la que lo hizo pensar en Dios. Y como no tenía otro a quien quejarse, se las agarró con el Todopoderosos reprochándole su mala suerte. A él tenían que tocarle todas. Pareciera que el mismo Tata Dios se las había agarrado con él, cargándole todas las cruces del mundo. Todos los demás eran felices, a pesar de no ser tan buenos y decentes como él. Tenían sus camas, su familia, su casa, sus amigos. En cambio aquí lo tenía a él, como si fuera un animal, arrinconado en un galpón, mojado por la lluvia y medio muerto de hambre y de frío. Y con estos pensamientos se quedó dormido, porque no era hombre de sufrir insomnios por incomodidades. No tenía preocupaciones que se lo quitaran. En el sueño va y se le aparece Tata Dios, que le dice:

Vea, amigo. Yo ya estoy cansado de que los hombres se me anden quejando siempre. Parece que nadie está conforme con lo que yo le he destinado. Así que desde ahora le dejo a cada uno que elija la cruz que tendrá que llevar. Pero que después no me vengan con quejas. La que agarren tendrán que cargarla para el resto del viaje y sin protestar. Y como usted está aquí, será el primero a quien le doy la oportunidad de seleccionar la suya, vea, acabo de recorrer el mundo retirando todas las cruces de los hombres, y las he traído a este galpón grande. Levántese y elija la que le guste.

Sorprendido el hombre, mira y ve que efectivamente el galpón estaba que hervía de cruces, de todos los tamaños, pesos y formas. Era una barbaridad de cruces las que allí había: de fierro, de madera, de plástico, y de cuanto material uno pudiera imaginarse.

Miró primero para el lado que quedaban las más chiquitas. Pero le dio vergüenza pedir una tan pequeña. El era un hombre sano y fuerte. No era justo siendo el primero quedarse con una tan chica. Buscó entonces entre las grandes, pero se desanimó enseguida, porque se dio cuenta que no le daba el hombro para tanto. Fue entonces y se decidió por una tamaño medio: ni muy grande, ni tan chica.

Pero resulta que entre éstas, las había sumamente pesadas de quebracho, y otras livianitas de cartón como para que jugaran los gurises. Le dio no sé qué elegir una de juguete, y tuvo miedo de corajear una de las pesadas. Se quedó a mitad de camino, y entre las medianas de tamaño prefirió una de peso regular.

Faltaba con todo tomar aún otra decisión. Porque no todas las cruces tenían la misma terminación. Las había lisitas y parejas, como cepilladas a mano, lustrosas por el uso. Se acomodaban perfectamente al hombro y de seguro no habrían de sacar ampollas con el roce. En cambio había otras medio brutas, fabricadas a hacha y sin cuidado, llenas de rugosidades y nudos. Al menor movimiento podrían sacar heridas. Le hubiera gustado quedarse con la mejor que vio. Pero no le pareció correcto. El era hombre de campo, acostumbrado a llevar el mono al hombro durante horas. No era cuestión ahora de hacerse el delicado. Tata Dios lo estaba mirando, y no quería hacer mala letra delante suyo. Pero tampoco andaba con ganas de hacer bravatas y llevarse una que lo lastimara toda la vida.

Se decidió por fin y tomando de las medianas de tamaño, la que era regular de peso y de terminado, se dirigió a Tata Dios diciéndole que elegía para su vida aquella cruz.

Tata Dios lo miró a los ojos, y muy en serio le preguntó si estaba seguro de que se quedaría conforme en el futuro con la elección que estaba haciendo. Que lo pensara bien, no fuera que más adelante se arrepintiera y le viniera de nuevo con quejas.

Pero el hombre se afirmó en lo hecho y garantizó que realmente lo había pensado muy bien, y que con aquella cruz no habría problemas, que era la justa para él, y que no pensaba retirar su decisión. Tata Dios casi riéndose le dijo:

-Ven, amigo. Le voy a decir una cosa. Esa cruz que usted eligió es justamente la que ha venido llevando hasta el presente. Si se fija bien, tiene sus iniciales y señas. Yo mismo se la he sacado esta noche y no me costó mucho traerla, porque ya estaba aquí. Así que de ahora en adelante cargue su cruz y sígame, y déjese de protestas, que yo sé bien lo que hago y lo que a cada uno le conviene para llegar mejor hasta mi casa.

Y en ese momento el hombre se despertó, todo dolorido del hombro derecho por haber dormido incómodo sobre el duro piso del galpón.

A veces se me ocurre pensar que si Dios nos mostrara las cruces que llevan los demás, y nos ofreciera cambiar la nuestra, cualquiera de ellas, muy pocos aceptaríamos la oferta. Nos seguiríamos quejando lo mismo, pero nos negaríamos a cambiarla. No lo haríamos, ni dormidos.

 

 

Padre Javier Soteras