17/03/2025 – En el séptimo día de los ejercicios espirituales de San Ignacio tomamos el texto de Lucas 1, 4-9.14 y pedimos la gracia de poder adentrarnos en el misterio que se nos revela en el Nacimiento de nuestro Señor. Que podamos dejarnos alcanzar por el amor del Dios que se nos da en Cristo Niño y que podamos acompañar a María y José en este momento.
El capítulo 2 de Lucas recoge los hechos históricos ciertos, pero los reviste del ropaje midráshico con los que los ha revestido la comunidad judeocristiana. Podemos, leerlo, distinguiendo en él dos planos: los hechos históricos, y el ropaje midráshico.
“Mas tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de dominar a Israel y cuyos orígenes son antigüedad, desde los días de antaño”.
El relato del nacimiento es introducido solemnemente en el estilo de la Biblia:
“Y sucedió que, mientras ellos (María y José) estaban allí, se le cumplieron los días de alumbramiento y María dio a luz su hijo primogénito” (Lc 2, 6-7)
Jesús está sujeto a la ley de Augusto y a la ley de la naturaleza: es obediente a Dios y a los hombres.El nacimiento se refiere con sobriedad, con sencillez, objetivamente, en pocas palabras: “Dio a luz a su hijo”. María trajo al mundo a su hijo con verdadera maternidad: de Isabel se dijo que “tuvo un hijo” (Lc 1, 57); de María, que “dio a luz a su hijo”.
La concepción virginal resuena en todas partes. Dio a luz a su hijo primogénito. ¿Se dice esto porque fuera Jesús el primero de varios hijos varones? La palabra no exige necesariamente esta interpretación. Una inscripción funeraria del siglo V d.C., hallada en Egipto, da buena prueba de ello. Una joven mujer, difunta, se expresa así: “En los dolores de parto del primogénito, me condujo el destino al término de la vida”.Lucas elige este título de “primogénito” porque Jesús tenía los deberes y los derechos del primogénito (Lc 2, 23) y porque era el portador de promesas.
María presta a su Hijo los primeros servicios maternos: “Lo envolvió en pañales” (Lc 2, 7). Los niños recién nacidos se envolvían fuertemente en jirones de tela a fin de que no pudieran moverse, porque se creía que así crecerían derechas sus extremidades. “Lo acostó en un pesebre”, como en el que comen los animales. Este detalle de que el Niño recién nacido tuviera como primera cuna un pesebre es explicado por Lucas con estas palabras: “porque no tenían sitio para ellos en el alojamiento”.María y José, llegados a Belén, habían buscado alojamiento en un albergue de caravanas. Era este un lugar, por lo general al descubierto, rodeado de una pared con una sola entrada. En el interior a veces había un pórtico o corredor de columnas alrededor, que en algún tramo podía estar cerrado con pared, formando un local grande o varios pequeños. En medio, en el patio, estaban los animales; las personas se cobijaban en el pórtico, estando reservados los espacios cerrados a los que podían permitirse aquel “lujo”. Cuando María sintió que se acercaba su hora, no había allí lugar para ella. Se fue a un sitio utilizado como establo; en efecto, donde había un pesebre, debía haber un establo.Así el Señor prometido es un niño pequeño, incapaz de valerse por sí mismo, acostado en un pesebre. Se despojó, se humilló y tomó la forma de esclavo. Como dice san Pablo: “conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo: cómo por nosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros fuerais enriquecidos con su pobreza” (2 Cor 8,9).
Ignacio añade (EE 264, 3er punto) que “llégose una multitud del ejército celestial que decía: gloria a Dios en los cielos” (Lc 2, 13-14).
Al mensaje del nacimiento, se añade la alabanza angélica: un responsorio hímnico de una multitud de los ejércitos celestiales. Los ejércitos celestiales son –según la concepción de los antiguos- las estrellas, ordenadas en gran número en el cielo y trazando sus órbitas, pero también los ángeles que las mueven. Los ángeles forman la corte de Dios, que es llamado “Dios Sebaot (de los ejércitos)”.
Al introducir al Primogénito en el mundo, dice Dios: “Adórenle todos los ángeles de Dios” (Heb 1, 6). Los ángeles se interesan vivamente en el acontecimiento salvífico: son “espíritus seguidores (de Dios) con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación” (Heb 1, 14).
El canto de los ángeles es una aclamación mesiánica: no es de deseo, sino proclamación de la obra divina; no es ruego, sino solemne homenaje de gratitud. En dos frases paralelas se expresa lo que el nacimiento de Jesús significa en el cielo y en la tierra, para Dios y para los hombres. Dado que el cielo y la tierra están afectados por este nacimiento, tiene este un alcance universal.
“Gloria a Dios en las alturas”: Dios habita en las alturas; y en el nacimiento de Jesús, Dios mismo se glorifica. En él da a conocer su ser: Jesús es revelación acabada de Dio, reflejo de su gloria (Heb 1, 3). Él anuncia la soberanía de Dios, la trae y la lleva a su perfección. En él se hace visible el amor de Dios (Jn 3, 16). Al final de su vida podrá decir: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar” (Jn 17,4).
“Y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace”. En la tierra viven los hombres y por el recién nacido reciben la paz. Jesús es Príncipe de la paz (Is 9, 5). La paz encierra en sí todos los bienes salvíficos (Is 11,6). La paz es restauración con creces de todo lo que los hombres habían perdido por el pecado. Es fruto de la alianza que había concluido Dios con Israel y que es renovada por Jesucristo.
Los hombres reciben paz porque Dios les ha mostrado su complacencia, su favor, su amor. Jesús garantiza a los hombres la complacencia y el amor de Dios: sólo por él puede salvarse el hombre. El himno angélico extiende la complacencia divina a todos los hombres.
El anuncio solemne del ángel exalta al recién nacido como Rey-Mesías, como príncipe de la paz, que reconcilia y reúne el cielo con la tierra. Y este canto angélico dice relación con la aclamación del pueblo que acompaña a Jesús en su entrada a Jerusalén al comienzo de su pasión: “Bendito el rey que viene… paz en el cielo y gloria en las alturas” (Lc 19,38).
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