El camino de la penitencia interior

viernes, 9 de marzo de 2007
Entonces dirás: Así habla el Señor: -“Yo voy a tomar a los Israelitas de entre las naciones donde se habían ido, los reuniré de todas partes, los llevaré a su propio suelo. Haré de ellos una sola nación en la tierra, en las montañas de Israel. Y todos tendrán un sólo rey. Ya no formarán dos naciones ni estarán más divididos en dos reinos. Ya no volveré a contaminar con ustedes con los ídolos. Los salvaré de sus pecados, sobretodo de apostasía, los purificaré. Ellos serán mi pueblo, Yo, su Dios.

Ezequiel 36, 24 – 28

 

El tiempo de la Cuaresma, como tiempo de Gracia, de llamado a la conversión, tiene una particular capacidad de recibir los mensajes que el Señor nos envía invitándonos a modificar nuestro modo de actuar, que nace, primero, de una manera de percibir la realidad, de verla, de pensarla, de interactuar con ella, de pararnos frente a ella. “Tengan ustedes los mismos sentimientos de Cristo” dirá Pablo metiéndonos en esa corriente de Gracia de conversión. El apóstol nos dice que para vivir en Cristo hace falta tener la mentalidad de Cristo, el sentir de Cristo, el actuar de Cristo. Este proceso de conversión al que nos lleva la Cuaresma, en el libro del profeta Ezequiel, desde donde hemos tomado el texto que hoy nos abre a la catequesis, se llama “Cambio del corazón”, o podríamos decir nosotros “Transplante de corazón”.

En torno a los versículos que hemos compartido, este recoger de Dios de distintos lugares a los que se han perdido en el camino de El, dirá Dios: “Para que esto ocurra definitivamente yo voy a sellar un pacto de Alianza con ustedes, y ese pacto más hondo, más profundo, éste pacto del corazón, va a ser porque Yo les voy a arrancar lo que en ustedes está endurecido, su corazón de piedra, les voy a dar un corazón de carne. Yo voy a infundir mi Espíritu sobre ustedes y ustedes serán pueblo mío y yo seré el Dios de éste pueblo”. A éste camino de transplante de corazón, a ésta mano de Dios que se tiende sobre nuestra interioridad y nos arranca de adentro lo más duro que hay en nosotros para ponernos sus propios sentimientos, su manera de mirar, de pensar la realidad, y de actuar en torno a ella, a ésta acción del Espíritu le llamamos: “Penitencia interior”.

En el Catecismo de la Iglesia Católica, cuando se habla de los Sacramentos de la sanación, es decir, el Sacramento de la Reconciliación y el de la Unción de los enfermos, se introduce éste camino en el proceso de la conversión que llamamos “Penitencia Interior”. De esto habla la Palabra, particularmente en los Profetas, cuando Dios por boca del profeta se dirige al pueblo invitándolo a volver a El. “Ni saco, ni ceniza” como signo exterior de la conversión, ni tampoco la ofrenda de animales que eran utilizados para el culto a la hora de manifestar la decisión de el que celebra de consagrarse a Dios sino un corazón abierto interiormente, dispuesto a cambiar, contrito, humillado, que se abre al querer de Dios y a su voluntad. En los Profetas se siente fuerte éste llamado, y en Jesús se repite cuando inicia su ministerio y dice “Conviértanse”.

La conversión a la que invita Jesús es al Reino que viene: “Porque el Reino de Dios está cerca” , es decir, hay una propuesta de vida delante de ustedes a la que el Padre invita que se adhieran de todo corazón por lo cuál tienen que salir de ese modo que tienen de vivir, ese modo que tienen de actuar.

La conversión sólo se da cuando entendemos la propuesta del Reino de Jesús, si no entendemos la propuesta del Reino de Jesús vamos a tener “algunas acciones” que nos acercan más o menos a un modelo moral, ético, filosófico, de lo que entendemos es lo que Jesús nos dice, pero no estaremos entrando en esa corriente de vida a donde verdaderamente nos conduce Dios cuando nos llama a la conversión. Convertirse no es portarse un poco mejor, que sería cambiar una conducta.

Tampoco es pensar como Dios dice que tenemos que pensar en la Palabra, lo cuál sería entender que el llamado a la conversión es un cambio de pensamiento filosófico. Es cambiar de conducta, es pensar de una manera nueva, pero la motivación es la presencia de un modo de Vida, con mayúscula, que se nos ofrece en la Persona de Jesús. Nace del vínculo con la Persona de Jesús.

El corazón que se le va a arrancar al pueblo es el corazón endurecido, el que se niega a Dios, el que resiste a Dios y a su proyecto, y el que se le va a implantar es el Corazón de Jesús que late al ritmo de la voluntad del Padre. A éste camino lo llamamos “Penitencia Interior”. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: La Penitencia Interior es una reorientación radical de toda la vida, es un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión al mal con un sentimiento de repugnancia hacia las malas acciones que podemos haber cometido apartándonos del proyecto de Dios. Al mismo tiempo, la conversión interior o penitencia interior comprende el deseo y la resolución de vivir de una manera distinta.

La esperanza está puesta en Dios y su Misericordia, en Dios y su iniciativa. Cuando vos te das cuenta que la cosa no va más decís : Tengo que cambiar. Pero después que intentaste una y otra vez y te das cuenta que no va, que a pesar del intento, no alcanza, que no llegas que te repetís, que en la misma piedra vuelves a tropezar, tu temperamento, tu carácter, tus gestos, tus actitudes, tu forma de pensar, tus prejuicios, tus juicios apresurados, tu manera de vincularte a vos mismo y a los demás, tu intolerancia…, cuando descubrimos que a pesar de todos los intentos no nos alcanza, entonces Dios dice: “Déjame que Yo ponga la mano. Déjame a mí que Yo puedo lo que vos no puedes”.

La Conversión Interior es la que hace esto. No es un intento o un esfuerzo nuestro. Es una Gracia de Dios que toma la iniciativa para cambiarnos: “Yo arrancaré un corazón de piedra, Yo les daré un corazón de carne”.

¿Qué es lo que  te parece que tenés que cambiar por dentro? ¿Una tristeza, una mirada oscura hacia el futuro, un “no animarse” por miedo a fracasar? ¿Un derrotismo interior propio de experiencias de fracaso no elaboradas?

El camino de la Penitencia Interior puede tener expresiones muy diversas. La Escritura y los Padres de la Iglesia insisten sobretodo en tres formas: El ayuno, que es la privación del alimento y de la bebida de algún modo, para el dominio de nosotros mismos. La oración, que nos pone en contacto personal con el Señor en diálogo de amistad. Y la limosna o gesto de caridad dónde nosotros reconocemos la presencia de Jesús escondido en el rostro de los más débiles y de los más frágiles, de los pobres. 

Estos caminos se hacen desde la Palabra, en la interioridad. “Cuándo des limosna, que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda, cuándo ores entra a tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre que ve en lo secreto, y tu Padre en lo secreto te recompensará. Cuando ayunes no pongas cara triste como hacen los que quieren poner una máscara en su vida, los hipócritas, sino cuando te prives de algo perfúmate, muestra el rostro de la alegría que surge de un corazón que se ofrenda, que se entrega”.

Junto a la purificación más honda, radical, que opera el Bautismo, está éste otro camino que nace del andar con Dios, por iniciativa de El desde un mayor dominio de uno mismo, desde una mayor capacidad de entrega en la oración y de ofrenda a Dios en la caridad. La conversión se realiza en lo cotidiano, en lo de todos los días mediante gestos de reconciliación en la atención a los pobres, en el ejercicio y en la defensa de la justicia, del derecho, por el reconocimiento de nuestras faltas delante de los demás.

Cuando uno sabe decir “me equivoqué, pido perdón, yo pensé que era así y por eso actué de éste modo, o cuando actué de tal o de cuál manera no estuvo bien y la intención con la que hice lo que hice, dije lo que dije, no fue de las mejores, me movió más el odio, el espíritu de venganza, pido perdón”. Cuando crece la conciencia de ser hermano de otros uno se pone en el camino para andar con otros y entonces se permite ser corregido y es capaz también de animarse a corregir a otros.

Esto colabora con la penitencia y la conversión interior. También cuando nosotros ponemos nuestro camino de búsqueda de Dios y de su voluntad a la consideración de quien nos puede verdaderamente aconsejar, la Dirección Espiritual se manifiesta y se encuentra en ella un espacio para la renovación interior.

También cuando nosotros nos abrazamos fuerte a la cruz en los momentos de mayor dolor, cuando nos toca pasar por una enfermedad delicada, cuando tomamos la cruz de cada día, esa que se nos ofrece cada jornada como un desafío para vivir en comunión con Dios en el trabajo de todos los días, en la atención de la vida familiar, en la oración, en todo y en cada una de las cosas donde la vida tiene ese rasgo de sufrimiento, cuando tenemos que asumir el estudio y sabemos que no es tan simple, que no es tan fácil, que nos cuesta, que nos parece que no nos da la vida y a pesar de que intentamos, avanzamos muy poquito, esa cruz que asumimos en ese momento y la abrazamos es camino de cambio interior, de transformación.

Tomar la Cruz de cada día y seguir a Jesús en el camino de la conversión nos devuelve la alegría, nos trae la alegría, porque, para nosotros, la cruz es anticipo de la resurrección, no es una realidad que nos destruye, es una realidad donde Jesús hace nuevo todo, lo transforma todo. Cuando yo vivo el dolor que me toca vivir, entregado en Dios, puesto en Dios, Dios libera los camino para mí y para otros.

El Señor transforma mi propio corazón y, como una corriente de Gracia hace que al mismo tiempo otros encuentren un espacio desde adentro para vivir de una forma nueva y distinta. Es contagioso el camino de la transformación. Cuando uno ve a una persona bien le hace bien y uno quiere estar bien. El Señor quiere que hagamos esto con espíritu de alegría, perfumada la cabeza.

Con gozo nos quiere el Señor recorriendo éste camino, no con un gozo inventado sino con ese mismo gozo que brota del amor que es el que mueve el corazón para que cambie, para que acepte, para que ore, para que ayune, para que de y se de en lo que entrega en gesto de caridad. El tiempo de la Cuaresma es un tiempo para camibar de fondo, de adentro, del corazón. “Penitencia Interior” le llamamos a esto, que junto a la Eucaristía y a la Penitencia también vamos asumiendo esa determinación de Dios que quiere que sea nuestra de hacer verdaderamente nuestra vida a la altura de lo que está llamada a ser según el proyecto del Padre.

Cuando nosotros participamos del Sacramento de la Eucaristía, verdaderamente ahí, nos alimentamos para recorrer éste camino exigente por la fuerza del amor de Dios llamado a la penitencia de la conversión, en la Eucaristía tomamos la fuerza que nos hace falta para poder dejarle a Dios que haga lo que tiene que hacer en nosotros para no resistir a su intervención a nuestra vida. Dios se nos acerca y por distintos motivos es como si buscáramos la forma de escaparle. La Eucaristía, que nos pone en comunión con Dios en la persona de Jesús, lejos de hacernos escapar de El nos permite unirnos más a El.

Por eso en la Eucaristía encontramos una fuerza especial y un antídoto, dice el Concilio de Trento, que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales, es decir, de aquellas negaciones de Dios que rompen la amistad con El.

También lo es la Sagrada Escritura, la Oración de la Liturgia de las Horas, la Oración del Padrenuestro. Todo acto sincero de entrega interior a Dios, de un modo u otro reaviva el espíritu de la Conversión, nos pone en contacto con Dios, su deseo, su querer, su anhelo de nosotros, porque en definitiva lo que Dios hace cuando nos convierte interiormente es lo que la Palabra dice en el Evangelio de San Juan: “Hace brotar de adentro de nosotros un torrente de agua que fluye hasta la vida eterna”.Un torrente de agua que fluye hasta la vida eterna es un símbolo que utiliza la Palabra de Dios para mostrar la sobreabundancia de la presencia de Dios en nosotros dándonos todo aquello que reaviva nuestro ser.

Lo hace Jesús a esto cuando se vincula con la samaritana, le dice: “Dame de beber”. Ella está sacando agua del pozo, sin embargo, Jesús que tiene sed y quiere beber del agua que ella saca de ese pozo, tiene igualmente sed y quiere beber el agua que ella no ha sacado todavía, la que le va a encontrar Jesús que está adentro de ella, que le va a clarificar la vida, que le va a purificar la vida, que le va a renovar la vida de ella. El Señor comienza hablando con la samaritana del agua que está en el pozo de Jacob pero termina hablando del agua que brota desde adentro de ella.

El Señor tiene sed de nosotros y eso hace que nosotros podamos encontrar el agua para El en nosotros. Cuando así lo hacemos saciamos también nosotros nuestra sed porque el agua, símbolo de la vida, la vida plena que está en nosotros, tal vez aplastada, tal vez marchita, tal vez olvidada, envejecida, arrugada, esa vida que hay en nosotros un poco deteriorada se renueva, nos rejuvenece y rejuvenece ella cuando se encuentra la Vida con mayúscula, con Jesús, Dios, que se hizo uno de nosotros y se quedó con nosotros para darnos vida en plenitud. Una vida que no está fuera de nosotros sino dentro nuestro y que surge en el contacto con el Señor.

El Señor tiene sed de esa vida en nosotros y nosotros comenzamos a descubrir todo lo que hay escondido dentro de nosotros, lo bueno, lo hermoso, lo bello que hay en nosotros, que todavía no ha aparecido, cuando en el encuentro con El le permitimos a Dios que actúe de eso que el sabe hacer, de Dios.

Cuando Dios comienza a ser Dios en mi vida, el que marca el rumbo, el que marca los criterios, el que me enseña a ver las cosas de una manera distinta, lo mejor de mi comienza a aparecer, y Dios empieza a beber, comienza a saciarse de mi y nosotros en El dándole lugar a que aparezca lo mejor que hay en nosotros, que aún desconocemos. Esa es la conversión. Nos convertimos interiormente cuando le damos lugar en nuestro ser a lo mejor que hay en nosotros.

Por sólo decir algo de lo que pasa en la vida intelectual, utilizamos sólo el 6 % de nuestras capacidades intelectuales sobre un 100%. Algo parecido podríamos decir de nuestra capacidad afectiva, de nuestra capacidad relacional, de nuestra capacidad laboral, de nuestra capacidad de transformación de la realidad y de comprensión de la misma. Utilizamos sólo un porcentaje.

Cuando vamos verdaderamente transformando nuestro ser, transformando nuestra vida, convirtiéndonos, vamos sacando de adentro lo que es dureza y vamos dejando que se refresque nuestra interioridad desde la vida que Dios nos propone, entonces Dios empieza a ser Dios y nosotros, los que estamos llamados a ser un proyecto suyo, hermoso, en el que El Padre pone sus ojos y nos bendice y nos acompaña y nos fortalece, nos sostiene, nos consuela, nos alienta, y permite que suframos y en el sufrimiento nos hace crecer, no nos hunde.

¿Qué de nuestro corazón tiene que cambiar en el encuentro con Dios? ¿Qué sentimos que Dios nos está pidiendo que le entreguemos de nosotros para que las cosas comiencen a ser distintas? Este “no aparecer lo mejor de nosotros” es porque hay algo que lo está tapando. Lo tapa tu mal humor, tapa lo mejor que hay en vos tu modo de reaccionar violento, tapa lo mejor que hay en vos ese mecanismo de defensa que tenés para con los demás cuando le ponés un límite a los otros a partir también en una sonrisa muy rápida pero que en el fondo está diciendo “no te metas conmigo” y sonreís y decís “todo bien” y realmente no apareces porque aparece una máscara tuya, no apareces vos ni delante de vos mismo ni delante de los demás. Hay algo que tapa lo mejor que tenemos para dar, es bueno hacerlo conciente, es bueno que aparezca, que lo podamos entregar, que lo saquemos del medio de nosotros para que surja lo mejor, lo que todavía no apareció.

Hay una realidad que suele ser muy “tapón” por decirlo de algún modo y es el no perdonarnos. Es el auto castigarnos que surge de un sentimiento de culpa psicológico que hay en nuestro corazón. Entreguemos lo que tenemos que entregar, saquemos el tapón que tenemos que sacar y dejemos que Dios haga brotar de nosotros lo mejor que tenemos para darle, esa agua que El quiere que surja de lo más hondo de nosotros para refrescar toda nuestra vida.

Al proceso de conversión interior y de penitencia ayer lo compartíamos maravillosamente descrito por la Palabra en la Parábola del Hijo pródigo. En el centro de éste texto se encuentra sin duda la Misericordia del Padre.

La fascinación de una “libertad ilusoria” del hijo “Dame la herencia que me corresponde”, el abandono que hace de la casa del Padre, la miseria externa de llenarse con lo que comían los cerdos, las bellotas, de haber perdido todo, de haber abandonado todo, la humillación profunda de verse obligado a alimentarse con lo que comen los cerdos, la de desear las algarrobas que comían ellos, la reflexión sobre los bienes que perdió: “cuántos jornaleros de la casa de mi padre tienen de sobre y yo aquí muriéndome de hambre”, el arrepentimiento, ésta decisión de declararse responsable ante su padre del error que ha cometido, el camino de retorno, la acogida generosa del padre, la alegría del padre. Todos éstos rasgos son propios del proceso de transformación interior, todos y cada uno de ellos. En el centro de éste proceso está el padre, el Padre Misericordioso.

Compartiendo pastoralmente con una persona a la que acompaño llegábamos a ésta conclusión: “ Cómo el vínculo con Dios, el Padre, está condicionado por el modo de vínculo que uno tiene con su propio padre, y justamente parte del proceso de conversión es encontrar el rostro verdadero del Padre bajo la figura de la misericordia y de la justicia combinadas al mismo tiempo”.

Para eso Jesús nos invita a hacer una experiencia de encuentro con El que nos trae el rostro verdadero del Padre, que nos acerca la imagen verdadera del Padre, de allí, que la conversión, que tiene en el centro el rostro del Padre supone un encuentro personal con Jesús. El que nos muestra el Rostro del Padre es Jesús. “Yo hago lo que le veo hacer a El y les acerco lo que aprendí de El” dirá Jesús. Su voluntad es hacer la voluntad del Padre y éste es su alimento.

Jesús lo que hace en el encuentro con nosotros es ponernos dentro, en el eje de nuestra vida, el Rostro Misericordioso del Padre y a partir de allí, éste que es el anuncio del Reino, el Padre, que es el Padre de la Misericordia, comienza nuestro proceso de transformación. Por eso, después de haber analizado que es lo que hay que cambiar, que es lo que debe transformarse en mi vida, que es lo que debo sacar como obstáculo que impide que aparezca lo mejor que hay en mi, después de hacer éste proceso de reconocimiento del propio terreno, es en el encuentro con Jesús, en el silencio de la oración, en el cara a cara con El dónde, si lo escuchamos y lo recibimos, si lo nuestro no es un monólogo sino un diálogo abierto primero a la escucha y su iniciativa, y de respuesta a su querer, entonces se nos instala dentro la Misericordia que es el lugar desde donde se hace el proceso de transformación interior, de penitencia interior.

Es la Misericordia la que lidera la transformación de la vida. ¿Yo quiero cambiar?, ¿yo quiero ser distinto?, ¿a mí me parece que la vida como va no tiene más sentido?, que, a pesar de mis esfuerzos, no logro alcanzar lo que hay de expectativa grande en mi corazón?, entonces te invito a que te abras a un encuentro con Jesús que te rebele la Misericordia del Padre. Todo el mensaje de Jesús tiene un sólo cometido, instalar en el corazón de la humanidad el rostro del Padre, y el Padre es el Padre de la Misericordia.

Que haya un renacimiento en nosotros a la vida nueva en el Espíritu, ese Espíritu que Dios nos regala y que hoy en La Palabra, en Ezequiel 36 el Señor nos promete para un tiempo de conversión, un tiempo nuevo. “Les voy a arrancar un corazón de piedra y les voy a dar un corazón de carne, lo voy a hacer por la Gracia del Espíritu que va a establecer una Nueva Alianza con ustedes, Yo voy a ser el Dios de ustedes y ustedes serán un pueblo”.

Que el Señor nos de ésta Gracia de Conversión por la obra del Espíritu en nuestro corazón.