El fruto de la oración es el amor

martes, 26 de noviembre de 2013
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26/11/2013 – Que hoy puedas recibir este sentir interior: “Te amo con amor de locura de cruz, desde siempre te pensé”. Yo no oro por mi hermano porque soy superior, sino porque lo que le pasa a él me pasa a mí. Tenerlo incorporado a mi oración supone tener la conciencia clara de que nos pertenecemos, que tenemos un mismo Padre.

 

El fruto de la oración es el amor

La oración compasiva, que da frutos de misericordia hacia los demás, tiene un lugar central en la Biblia. Abraham intercede a favor de Sodoma y Gomorra y, así, los salva de la ira de Dios (Gn 18,32). Cuando los israelitas quiebran la alianza con Dios en el monte Sinaí, y adoran el becerro de oro, sólo la intercesión de Moisés los protege de su aniquilación (Cf. Ex 32,11-14).


Como discípulos del Señor compasivo que se humilló y, por nosotros soportó la muerte, no existen fronteras para nuestra oración. Dietrich Bonhoeffer lo expresa de manera impresionantemente simple, al decir que la oración para los demás significa “concederles el mismo derecho que hemos recibido, de colocarnos frente a Cristo y participar de su misericordia”. Es tan sano orar por otros. Se amplían los horizontes del corazón, y Dios inspira en nosotros el orar intercediendo por otros. Nos toca acariciar con la misma fuerza a quienes llevamos junto a Él. La experiencia del amor sanador de Dios es tan real y directa, que a veces lo sentimos de modo patente en los demás, incluso cuando corporalmente están lejos. La oración nos pone cerca de quienes están lejos.


Si nos dirigimos a Dios con las necesidades del mundo, el amor sanador de Dios que nos toca y acaricia, se dirige con la misma fuerza a cuantos llevamos frente a Él. La experiencia del amor sanador de Dios puede ser tan real, tan directa, que a veces percibimos la gracia sanadora de Dios en el cuerpo de los demás, inclusive cuando éstos se encuentran física, mental y espiritualmente lejos de nosotros.


De tal modo, la oración compasiva no nos alienta a huir de las personas y sus problemas concretos ni encapsularnos en una especie de individualismo autosuficiente. Una conciencia profunda de nuestro dolor común nos acerca a todos en la presencia sanadora de Dios. No se limita exclusivamente a quienes amamos y honramos, sino también a quienes consideramos nuestros enemigos.


La oración y los sentimientos hostiles no pueden coexistir. El fruto de la oración es siempre el amor. En la oración, donde Dios toma la iniciativa, están todos presentes. Él hace salir el sol sobre buenos y malos, por lo tanto en la oración que nace del amor de Dios, están todos incluídos. En la oración ni siquiera el dictador más malvado ni el verdugo más horrendo pueden seguir siendo objeto de nuestro temor, nuestro desprecio y nuestra venganza. Ya que, si rezamos nos encontramos en el centro del gran misterio de la compasión divina, Dios que se goza en su infinita misericordia.

 

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Rezar unos por otros
Muchas veces nos preguntamos qué podemos hacer por los demás, sobretodo cuando sentimos que la realidad del dolor, la pena y la angustia nos desborda. ¿Qué hacemos frente a las injusticias y catástrofes?. Oremos. No es signo de debilidad decir: “¡Debemos rezar los unos por los otros!” Rezar unos por otros significa, en primer lugar reconocer ante la presencia de Dios que nos correspondemos como hijos de un solo y único Dios. Sin este reconocimiento de la solidaridad humana, lo que realizamos en favor de los demás no nace de lo que somos en verdad. Yo no oro por mi hermano porque soy superior, sino porque lo que le pasa a él me pasa a mí. Tenerlo incorporado a mi oración supone tener la conciencia clara de que nos pertenecemos, que tenemos un mismo Padre. Es encontrarnos en una profunda comunión en donde el que nos hermana es el Padre bueno.


Les cuento una experiencia personal. Cuando fue la elección de Francisco, sentí que un regalo grande Dios nos iba a hacer un regalo grande en el nuevo Papa. Sentí que se venía el regalo grande que Dios tenía preparado para nosotros. Cuando escuché la palabra “Jorge Mario Bergoglio”, rompí en llanto porque sentí en una manera profunda y concentrada de que venía una explosión de gracia para todos nosotros. No hice más que llorar mientras iba de la Plaza San Pedro al lugar donde paraba el cardenal Karlic. Y en el camino sentía en mi corazón “cuánto te amo hijo”. Eso es la oración, experimentar el amor profundo de Dios para con nosotros.


Que ese amor llegue a tu corazón y que sientas que te dice “sos mi hijo muy querido”. Que puedas recibir en esta mañana este sentir interior “te amo con amor de locura de cruz, desde siempre te pensé”. Seguramente tu vida puede pasar por momentos de contradicción, de vacíos, de dolor… Te pido que por un momento te liberes de esos sentimientos y realidades, y te quedes delante del Padre Dios que te dice “sos muy especial para mí. Yo entregué mi vida por vos”.


El amor de Dios nos hace sólidos. Cuando experimentamos que en las pupilas de sus ojos estamos nosotros, entonces nos sentimos que tenemos la espalda cubierta y que el camino es firme. Y no nos alcanzan ni las palabras, ni los gestos ni los tiempos, para dárselo a conocer a otros. Por eso también nos ponemos frente a Él en adoración y alabanza. Cuando desde ese lugar contemplativo nos abrimos en servicio a quienes más lo necesitan, esa capacidad se amplía.

 

Incorporar a los demás al amor de Dios
Rezar significa escuchar  atentamente la voz que nos dice: “Tu eres una persona amada”. Significa experimentar que esta voz no excluye a nadie. Donde yo resida, allí reside Dios conmigo, y donde Dios vive conmigo, allí encuentro a todos mis hermanos. De esta manera, el vínculo y la solidaridad con todas las personas presentan dos aspectos de vivir el momento presente, que nunca pueden ser separados. Rezar por los demás: los invitados al centro de nuestro corazón.


Rezar por los demás significa hacer que ellos sean parte de nosotros mismos. Rezar por los demás significa permitir que sus dolores y sufrimientos, sus necesidades y su soledad, su vergüenza y sus temores, resuenen en nuestro interior. Rezar, es, por lo tanto, una identificación con aquellos por quienes rezamos. Rezar significa solidarizarse con nuestros semejantes tan profundamente, de manera que puedan ser alcanzados por la fuerza sanadora del Espíritu de Dios. Oremos. Dejemos que el corazón se nos llene de los rostros de los que más sentimos que necesitan elevar el clamor de que Dios se fije en ellos.


Si como discípulos de Cristo somos capaces de soportar la carga de nuestros hermanos y hermanas, de manera tal que quedemos marcados por sus heridas y dolidos por sus pecados, nuestra oración será su oración, nuestro pedido de misericordia será su pedido. En la oración compasiva llevamos ante Dios no sólo a aquellos que padecen “en algún sitio por allí”, no simplemente “hace mucho tiempo”, sino aquí y ahora y en lo profundo de nuestro ser.


Y así sucede en nosotros y a través de nosotros, que otros a su vez sanan; sucede en nosotros y a través de nosotros que ellos reciben otra vez luz, esperanza y valor; sucede en nosotros y a través de nosotros que el Espíritu de Dios los toca con su presencia sanadora.

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Mi compasión por el otro es un regalo de Dios
Si de verdad incorporo a lo profundo de mi ser a mis amigos y a los muchos por quienes rezo, si incorporo sus dolores, sus luchas, sus gritos en mi propia alma, por así decirlo, me perderé yo mismo y tendré compasión. La compasión forma el núcleo de nuestra oración por nuestros semejantes. Si rezo por el mundo, mi alma se expandirá y querrá abarcar a todos y colocarlos ante la presencia de Dios. Pero en medio de esta experiencia reconozco que la compasión no es una obra mía sino el regalo que Dios me entregó a mí. No puedo abarcar al mundo, pero Dios sí puede. Ni siquiera puedo rezar, pero Dios puede rezar en mí. Cuando Dios llegó a ser lo que es en nosotros, es decir, cuando Dios nos permitió a todos ingresar a su vida más íntima, se nos hizo posible participar de su infinita compasión.


Cuando rezo por los demás el amor de Dios me encuentra en ellos, este amor que abarca a la Humanidad toda en un único gran abrazo de compasión.

 

Padre Javier Soteras