Entregar nuestra vida a Dios, a ejemplo de Francisco de Asís y en oración con María

jueves, 5 de octubre de 2006
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Mientras iban de camino, uno le dijo: “Te seguiré a donde quiera que vayas”. Jesús le dijo: “Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza”.
A otro le dijo: “Sígueme”. Pero este contestó: “Señor permíteme primero ir a enterrar a mi padre”. Y Jesús le dijo: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Y otro le dijo: “Te seguiré, Señor, pero primero permíteme despedirme de los de mi casa”. Jesús le dijo: “Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios”.
Lucas 9, 57 – 62

Hoy la Iglesia celebra el día de San Francisco de Asís. Su vida es un ejemplo para todo cristiano, porque descubrió lo más importante para un ser humano: el amor de Dios. Él se abrazó a la cruz y, a pesar de poder proyectarse humanamente, de estar rodeado de seguridades, sintió una voz en el corazón, un espectacular llamado, tal como la gracia que Dios le entregó para poder responder. Francisco era rico y pudiente y si bien durante algún tiempo vivió unido al mundo, al fin eligió la pobreza.

Así también nosotros, hoy recibimos esas palabras de Jesús que nos dice “Ven y sígueme” y Él mismo es quien nos regala la gracia para escucharle y responderle. Esta invitación excede la profesión y oficio de cada uno, ya que esa vocación a la fe se desarrolla en el mundo en el que uno se encuentra, rodeado de las personas con las cuales se comparte la vida diaria. En medio de esta realidad, el Señor nos llama a vivir en el amor, en el espíritu de las bienaventuranzas… Bienaventurados los pobres de alma, como dice el Evangelio, porque ellos heredarán el reino de Dios.

Francisco tomó en serio este fragmento de la Palabra del Señor y quiso imitarlo en la pobreza, en la “hermana pobreza” como decía este santo del siglo XII.
Una de las enseñanzas más hermosas que dejó el santo de Asís es que debemos ser sencillos, humildes y puros; él decía: “qué dichosos y benditos son los que aman al Señor y cumplen lo que dice el Evangelio: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y a tu prójimo como a ti mismo”. Amemos pues nosotros a Dios, adorémoslo con un corazón y con una mente pura, ya que Él nos hace saber cuál es su mayor deseo cuando afirma que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en verdad.

San Francisco enseña también que no se debe ser sabio y prudente en la carne, sino mantenerse en la sumisión y no estar por encima de los demás, sino a ejemplo de Jesús, vivir como servidores de toda humana criatura, movidos por el amor de Dios. El Espíritu del Señor morará sobre los que así obren y perseveren hasta el fin, Él los convertirá en el lugar de su estadía y su morada. Serán hijos del Padre Celestial, cuyas obras imitan, ellos son los esposos, los hermanos y las madres de nuestro Señor.

Himno de laudes – San Francisco
Cuenta la historia que en una oportunidad, el santo de Asís salió por el campo con sus hermanos y había por allí hermosas flores silvestres. Él, con su intuición y ese gran sentido de la presencia de Dios en la vida, se tapó los oídos mientras caminaba con sus seguidores y gritaba: “¡Basta, basta, no me hablen más de Dios!”. Estaba aturdido, pues escuchaba que hasta las plantas le revelaban al Señor. Locura esta incomprensible para nosotros, pero un don sobrenatural que maravilla y nos hace pensar qué grande es el mundo de la fe, cuánto puede expresar el corazón humano y qué poco explotamos la capacidad humana de amor, de bien y de paz cuando no estamos en la presencia de Jesús.

Así como Francisco de Asís eligió el camino de Dios, María cumplió en su vida de manera entregada la voluntad del Padre. En este mes del santo Rosario no puede dejarse de lado a la Virgen. Para aprender aun más sobre la presencia de nuestra Madre evocamos al siempre vivo Juan Pablo II, quien marcó nuestro tiempo y nos dejó varias tareas por delante. Una de las cosas más hermosas de Karol es que enseñó a vivir la gracia del Concilio. Él hablaba en su carta Rosarium Virginis Mariae – cuyo tema era el Santo Rosario y fue dirigida al episcopado, al clero y a los fieles- que por su naturaleza, el rezo de esta oración mariana exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso que favorezca, en quien ora, la meditación de la vida del Señor. Supone una manera de pronunciar las palabras de la oración vocal que permita ver qué tiene el alma humana cuando es actuada por el Espíritu Santo. En este momento de oración, la vida de Jesús se contempla desde el corazón de María, ya que Ella es quien estuvo más cerca de Dios. Debe a la vez, develarse la insondable riqueza del Rosario – expresión esta tomada de la carta apostólica Marianis Cultus-.

También es necesario reflexionar, como decía el papa, sobre Cristo junto a su Madre. La contemplación de María es ante todo un recordar, traer a la memoria y a la expresión ya que en el Rosario, el evocar las oraciones y pronunciar las palabras que las componen hace que esta se transforme de algo mecánico y repetitivo en la manifestación del alma que contempla. Así, quien se aburre rezando el Rosario es porque aún no sabe rezarlo. Hablar con Dios nunca cansa. Puede ser que sienta su ausencia o sequedad espiritual, pero no experimentar fastidio ante esta oración mariana. Meditar los misterios ilumina cosas concretas de nuestra vida y a la vez suscita nuevas inspiraciones, deseos y decisiones. Esto es muestra del poder maravilloso que tiene el encuentro con el Señor. Juan Pablo II decía que “contemplar a María es ante todo un recordar; conviene entender a esta palabra en el sentido bíblico de la memoria, que actualiza las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. La Biblia es narración de acontecimientos salvíficos, que tienen su culminación en el propio Cristo”. Estos acontecimientos no son parte del ayer, sino del hoy de la salvación. Somos abrazados en la cruz de Cristo y despertados a la luz de la resurrección en nuestros días. El papa continuaba diciendo que esta actualización tiene lugar en la liturgia: lo que Dios ha llevado a cabo hace siglos, no concierne solo a los testigos directos de los acontecimientos, sino que alcanza con su gracia a los hombres de cada época.

De todas formas, mientras se reafirma con el Concilio Vaticano II que la liturgia, como ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y la fuente de donde mana toda su fuerza, es necesario recordar que la vida espiritual no se agota solo con la participación en la sagrada liturgia. El cristiano, llamado a orar en común debe, no obstante, entrar en su interior para orar al Padre que ve en lo escondido. Más aún, según enseña el apóstol, debe orar sin interrupción – como bien aparece en la carta a los Tesalonicenses-. El Rosario pertenece a este variado panorama de la oración incesante y si la liturgia es acción salvífica, el Rosario, en cuanto meditación sobre Cristo y con María, es contemplación saludable.

En efecto, adentrarse de misterio en misterio en la vida del Redentor, hace que cuanto Él ha realizado y la liturgia actualiza, sea asimilado profundamente y forje la propia existencia, así como afirmaba Karol Wojtyla.

En este fragmento del Evangelio, aparecen hacia el final las condiciones que Jesús pone para su seguimiento. Aquí se pone de manifiesto que mantenerse unido a Él no se trata de cualquier cosa. Hay un relato muy interesante en la Palabra de Dios, donde Jesús se encuentra con un joven admirado por la manera de obrar del Maestro. El muchacho, que tenía muchos bienes, le pregunta acerca de qué debe hacer para heredar la Vida Eterna. Jesús le responde que debe cumplir los mandamientos (amarás al Señor tu Dios, honrarás a tu padre y a tu madre, no matarás, no robarás…) y el joven lleno de entusiasmo le dice que él se ha comportado según esos preceptos – casi considerándose su discípulo- pero el Señor lo miró con profundidad y lo amó, llamándolo a su seguimiento, y le dijo: “Si quieres ser feliz y pleno, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres. Luego ven y sígueme”. El muchacho se retiró entristecido, porque tenía muchos bienes.

Seguir a Jesús implica darle la vida, entregarse de manera confiada y permanente a Él. Esto puede hacerse solo luego de haberse encontrado con su mirada maravillosa y por tanto con el corazón de Dios encarnado que, lleno de compasión y de misericordia, nos invita a ser partícipes de ese mirar. “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino que Yo los elegí, los destiné para que vayan y den fruto y este sea verdadero” dice el Señor y deja en claro que tenemos que ser como Él, aprender a vivir en manos de la providencia. Confiar en la Palabra del Maestro significa poner la vida en Él, vivir de sus impulsos, de su estilo, de su manera de pensar y de sentir, con un corazón abierto a la voluntad del Padre. Por eso, para ser su discípulo, hay que aprender el camino de la confianza, donar gratuitamente nuestra vida, identificándonos con el Hijo de Dios que nos amó y se entregó por nosotros, como cantaba Pablo, enloquecido.

En nuestro tiempo, tenemos una profunda necesidad de elegir nosotros mismos y esto, si bien es legítimo, cuando sentimos el llamado que Dios nos hace, debemos comprender que la elección que hacemos es por esa voz del Señor que dice nuestro nombre. Si esta no existiese, no podríamos elegir, ya que muchos son los que quieren seguir a Jesús de cerca, pero pocos los elegidos. Es más, no todos los signos externos son pruebas del llamado de Dios, sino que conviene hacer un buen discernimiento y escuchar la voz del Padre.