Estamos invitados a ser Familia de Jesús

viernes, 6 de marzo de 2009
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Llegaron la madre y los hermanos de Jesús y llegándose afuera lo mandaron a llamar. La multitud estaba sentada alrededor de Él, y le dijeron:  “Tu Madre y tus hermanos te buscan, ahí, afuera.  Él les respondió:  “Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”.  Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de Él, dijo:  “Estos son mi madre y mis hermanos, porque el que hace la voluntad de Dios ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.

Marcos 3, 31 – 35

En el primer versículo leíamos que, al lugar donde estaba Jesús predicando ante una multitud, llegaron la madre y los hermanos de Jesús. En versículos de días anteriores, veíamos cómo sus parientes se habían acercado donde estaba Jesús y lo querían guardar, llevarlo a su casa, esconderlo, ponerlo a resguardo, porque se decía que era un exaltado, que estaba loco. Después contemplábamos cómo los fariseos, venidos de Jerusalén, decían que estaba poseído.

Ahora está ahí  Jesús, en plena actividad apostólica, en plena predicación. Una multitud sentada alrededor de Él, y llegan su madre y los hermanos de Jesús. En este versículo y en otro del capítulo 6, donde Jesús vuelve también a su casa, sus parientes y sus vecinos se escandalizan de Él, y -por los signos que hacía- se decían: “No es éste el hijo de María?”

Son las dos únicas menciones que el evangelio de Marcos hace de la madre de Jesús. Así es que tenemos una bibliografía muy incipiente, donde muy pocas veces se nombra a María, pero muy elocuente.

Aquí están la madre y los hermanos de Jesús, han venido y están donde están todos, escuchando a Jesús, su hijo, su pariente. ¿Cómo estaría , en este momento el corazón de María, la madre de Jesús? Ha escuchado hablar tanto, últimamente, de su Hijo. Aquel que empezó su vida pública de predicación, después del bautismo.

Evidentemente se alejó de su casa y María quedó en su casa, donde es, ya, viuda (No se lo menciona a José, por lo que podemos imaginar que ya no está). Ella estuvo a cargo de la crianza de su hijo hasta al momento en que ya es independiente y empieza esta vida pública, de predicación, de estos signos donde inaugura este Reino y esta convocación a otros a seguirlo y a estar junto a Él. María estaba más relacionada con los parientes.

Y decíamos que se iban levantando esos nubarrones, estas resistencias, resistencias activas a Jesús, porque no solamente se resistían internamente, sino que se unían, se confabulaban para acabar con Él. Hasta se tomaron el trabajo de hacer llegar estas noticias a Jerusalén. Evidentemente, también sembraron sombras de duda en el orden familiar. Algunos parientes de Jesús querían esconderlo, porque decían que estaba exaltado, estaba fuera de sí, que estaba medio loco.

María debe de haber escuchado todas estas cosas, y se lo deben de haber dicho. Me imagino diálogos como éstos: “María, mirá lo que está haciendo tu hijo, aquel que criaste con tanto trabajo, desde la ausencia de José. Mirá que le va a ir mal. Nos está haciendo quedar mal parados. Desde Jerusalén vienen a escuchar lo que Él dice.

Evidentemente, María tuvo que escuchar cosas, que salen desde la resistencia del corazón humano, respecto de su Hijo. El Hijo de las promesas. El Hijo, cuyo nacimiento para ella era un signo de esperanza y de acción de Dios sobre su vida. El Hijo que ella empezaba a ver que obraba las cosas que en su corazón intuía, por la fe, de que debía realizar esta actividad profética.

Pero también en su corazón, María tuvo que guardar estas palabras hirientes, de risa, de ironía, de agresividad respecto de su Hijo. Y nos podemos atrever a preguntarnos, descalzándonos, porque estamos tocando Tierra Santa -que es el corazón de la Madre- si esta maledicencia de la gente habrá sembrado alguna duda en su corazón. Se habrá dicho: “¿Tendrán razón?, porque tanto suena el río que agua debe llevar, dice el dicho”.

¿Habrá cruzado en el cielo interior de María una duda?. No lo sabemos. El texto no lo dice.

Nosotros podemos decir que si eso hubiera sucedido, en nada menguó la fe de María, sino que -al contrario- la exaltó, porque es una fe probada. Es una fe como la nuestra, o mejor dicho: la nuestra tiene posibilidades de ser como la de Ella. Una fe que no es sorda a otras voces, porque es una fe que vive en medio de este mundo.

Nos debe haber sucedido a más de uno de nosotros, que -acerca de Jesús- se han escuchado, también otras voces. Que acerca de los amigos de Jesús -que es la Iglesia- también se han escuchado otras voces. Hoy se levantan tantas críticas, tantas interpretaciones diversas, se ve tanto, se lee tanto, se ve tanta película, tanto cine, tanto libro -con posibilidad de escribir de todo, sobre todo y de cualquier manera-, que en nuestro corazón creyente también aparecen estas otras interpretaciones. O porque las fuimos a ver, o porque leemos el libro, o porque participamos en reuniones de amigos de trabajo donde se dicen las otras cosas.

Y también nuestro corazón frágil se puede preguntar: “¿Habrá algo de cierto de todo lo que se dice?” Y desde ahí, decimos que esta posibilidad pudo haber caído en el corazón de María, y decir de todo esto: “ Voy a ver a mi Hijo ¿ será cierto todo lo que dicen de Él? Esto la agranda a nuestros ojos, la acerca a nuestra realidad humana y -a nosotros- nos da la posibilidad de decir: María, danos el corazón entero que vos tuviste, para que -escuchando y viviendo en este mundo y escuchando todo lo que aquí se dice- tu fe haya crecido, que no se haya visto menguada, que no haya entrado en crisis, sino que -o entrando en crisis, por las cosas que escuchamos- salga fortalecida.

Tenemos entonces en este primer versículo, a María, que escuchó cosas contrarias de la misión y de la vida de su Hijo. Y que en su corazón de madre tuvo que hacer la síntesis y la aceptación de fe de las promesas de fidelidad con las que Dios le había anunciado en su vida, el nacimiento de este Hijo. Y a la par de María estamos nosotros -los parientes, los amigos de Jesús, los que creemos en Él- que también tenemos nuestras dudas acerca de Jesús, de su misión, de la Iglesia a la que Él convocó, para ser partícipes de esa vida, de esa misión: custodios de esa Palabra.

Le pedimos al Señor el don de la fidelidad: que las turbulencias de este mundo -en el cual tenemos que vivir, del cual tenemos que participar, del cual no podemos aislarnos- estén siempre fortalecidas por la presencia de Jesús; que aquello que escuchamos no desvanezca nuestra fe, sino que la fortalezca; que aquello que vemos no haga decaer nuestra esperanza, sino que la haga más esperanzada, más centrada en Jesús y no en nosotros.

Así como María, que también en nosotros crezca nuestra fe, ante las insidias del mal que quiere hacernos descreer de Jesús y de su presencia salvadora. Que María nos ayude a crecer en la fe.

Podemos afirmar que María, escuchando todo eso de su Hijo, no dudó. Quizás nunca haya dudado, pero sí se hizo cargo de la duda de sus parientes. Estaba ya ejercitando esta Maternidad ampliada, en la que su Hijo la iba ir preparando. Y acogió la duda de sus parientes -de los parientes de Jesús- y los acompañó en esto de ir a comprobar aquello, que ella en su corazón ya sabía, pero acompañó el camino de fe de los parientes, de los otros.

Entonces tenemos una imagen de María caminadora, junto con los otros, de nuestras dudas, de nuestras esperas, de nuestras inquietudes. Una María que no necesita comprobaciones, pero sí acompaña nuestro peregrinar en la fe, nuestro crecimiento. Se pone en camino, al lado y está ahí: “Vení, vamos, mirá lo que hace mi Hijo, hacé la experiencia de escuchar su Palabra, de ver sus gestos…”

María, que caminó allá y que también está caminando hoy con este pueblo sufrido -este pueblo probado, este pueblo en crisis de fe, este pueblo que escucha sobre Jesús tantas cosas, tantas cosas contradictorias- nos indica el camino. Su presencia, su caminar cercano, nos dice cuál es el camino, cuál es el camino para resolver tanta palabra contradictoria acerca de Jesús, tanta imagen diversa. Y es la de guardar las cosas en su corazón, la de tamizar lo que se ve con la fidelidad de Dios, en la que ella ha puesto su propia fidelidad, ha puesto su propia esperanza.

Entonces, ahí la tenemos a María, que se puede poner en camino para acompañar la necesidad de los que están cerca de ella, a los que Ella está cuidando por ser parientes de su Hijo. Y a los que la están cuidando por haber visto que quedó sola por la misión de su Hijo: “Llegan la Madre de Jesús y sus hermanos y, quedándose afuera, lo mandan a llamar”.

Acá sí podemos notar cierta distancia: ¿por qué se quedan afuera? Quizás porque habría mucha gente entre Jesús y ellos, o porque necesitarían cierta privacidad, no querían hablarlo en medio de tanta multitud… Lo cierto es que lo esperaban afuera, lo esperaban en algún lugar aparte para hacerle algún planteo, o porque necesitaban -como familia- algún momento para decirle: “¿Qué está pasando aquí? ¿qué es esto que está sucediendo? ¿qué es esto que nos dicen? Mirá que hasta las autoridades nos dicen cosas…” Una especie de apriete a la familia de Jesús para aquietarlo a Jesús, ya que con Él no podían, porque siempre los dejaba mudos. Entonces se atrevieron a presionar a la familia, para que sea la familia la que lo silencie.

La cosa es que están ahí los parientes: aquellos que los unía a Jesús la carne, la sangre, la tradición, el linaje… se quedaron afuera, a cierta distancia y lo mandan a llamar. No son aquellos que van hacia Jesús a escuchar su Palabra, sino son aquellos que quieren que Jesús venga hacia ellos. Quizás se sientan con ciertos privilegios por ser parientes de Jesús: son parientes del famoso, así es que lo llaman.

Dice el texto bíblico: “La multitud estaba sentada alrededor de Él”. Esta imagen me despierta la imagen del Evangelio de Lucas, donde estaban Marta y María -en Betania- cuando Jesús fue a comer con ellas. Y mientras que Marta estaba ocupada en los quehaceres de la casa, preparando las cosas para recibir a Jesús, María estaba a sus pies escuchándolo.

En Lucas era una persona: María, la que estaba a los pies de Jesús escuchándolo. Aquí es una multitud a los pies de Jesús escuchándolo, alrededor de Él. Y podemos hacer nosotros, un ejercicio de imaginación de ver a Jesús, quizás sentado en un lugar más alto para ser visto por todos, para que su palabra tenga cierta amplificación; o de pie y –alrededor- toda esta gente sentada. los ojos expectantes hacia Jesús. Y Jesús, en su conversación, mirando a uno, a otro… Y en este ejercicio de imaginación, de pronto nos vemos a nosotros. Ese puede ser nuestro lugar, sentados, mirándolo a Jesús y escuchándolo. También podría ser nuestro lugar el estar de pie y afuera, mandándolo a llamar, porque tenemos con Él algunas cosas que resolver.

Dos posturas: de pie y más lejos, hasta podríamos decir conversando entre nosotros, afinando la serie de preguntas y de planteos que le queremos hacer a Jesús, que nos aclare -antes de confiar y creer en Él, tengo que hacerle estas preguntas- entonces, está la distancia prudente; o sentado a sus pies, con la confianza de quien mira hacia arriba y no quiere perder palabra, no quiere perder gestos…

¿Qué inquieta nuestro corazón? ¿está quieto, expectante de las palabras que salen del Maestro, o será un corazón que tenga vaivenes en el momento de esta quietud de estar sentado y plácido a los pies del Maestro, con cierta lejanía, de brazos cruzados y afinando preguntas para ser contestadas por Jesús, por Dios, por la Iglesia? “No me voy a entregar, no voy a confiar mientras no se me resuelvan estas dudas”

Porque estas son las dos posturas que podemos asumir en este ejercicio de imaginación que hacemos en este versículo: ¿dónde estamos, y dónde queremos estar? Pidamos al Señor que aquiete nuestro corazón, que no haya preguntas que intenten desvanecer nuestra fe, que nuestro corazón sea corazón de discípulo, confiado en su Palabra. Que, sentados en medio de una multitud, podamos nosotros nutrir nuestro corazón, y saber que nuestro corazón está quieto y en reposo porque escucha su Voz, porque ve sus gestos de salvación.

Le dijeron a Jesús que su Madre y sus hermanos estaban afuera y que lo buscaban, y -siguiendo este juego de imaginación- veo a esta multitud absorta, escuchándolo a Jesús, pero no tan volada de la realidad que no viesen a este grupo, que estaba ahí, como más alejado, y con esta actitud de cierta reticencia frente a lo que a ellos les llenaba el corazón. Y le hicieron saber a Jesús, así como que fue pasando de boca en boca esto: “Mirá, allá hay un grupo que te busca, está afuera y te buscan”.

¿Qué apertura manifiesta esto, a nivel de Iglesia? Es una Iglesia que no sólo se mira hacia adentro, y está contenta de un cierto intimismo, de una palabra que me habla, sino que es una Iglesia que también mira y escucha a los que están afuera, los que están al borde, al margen y los quiere incorporar. Y traen estas inquietudes al centro: al Corazón de Jesús, y se lo dicen. Entonces, es una multitud que está como pendiente de las palabras de Jesús, pero también es una multitud que está pendiente a los reclamos de los hermanos, de los que están más alejados, de los que todavía están afuera y llaman.

Ahora centramos nuestra mirada en esta multitud que está aquí, como mediadora entre la Palabra de Dios que tiene que llegar cada vez a más personas, y entre las preguntas de las personas que tienen que resonar en el Corazón de Dios. Una Iglesia mediadora, intercesora. No nos quedamos contentos porque la Palabra llena mi corazón, sino que también escucho las palabras de mis hermanos que todavía no están plenamente en comunión, por diferentes razones: porque no entienden, porque tuvieron experiencias negativas, porque no han recibido la posibilidad de una formación cristiana, o porque la experiencia de Iglesia que recibieron fue tan negativa que les evita el contacto con Dios y con su gracia. ¡Tantas posibilidades!

Pidamos al Señor que tengamos una mirada contemplativa. En esto que estamos imaginando, vemos una Iglesia que escucha las dos voces, que está atenta a todo: atenta al Jesús que habla, que nos habla del Reino, y atenta al reclamo de los hermanos. Esa es la Iglesia. Mediadora .

Y fíjense, que es la misma actitud que veíamos en María: María ha escuchado estas voces disonantes, se hizo cargo y los acompañó para que escuchasen de primera voz, en primera persona; para que estuvieran ahí, donde la palabra de Jesús resuena, donde los gestos de Jesús se celebran, para que hagan la experiencia y  no se dejen llevar por lo que otros dicen o por lo que alguna vez pasó, sino que tengan una experiencia viva –hoy- de este Jesús, que en medio de su pueblo, hace resonar su Palabra y está dispuesto para generar gestos de salvación y de misericordia.

Entonces, a la vez que vemos a una Iglesia misionera e intercesora, también descubrimos la imagen de la Madre de Jesús, misionera e intercesora. Intercesora entre el dolor del pueblo, el dolor de muchos, y la palabra Redentora de su Hijo.

¿Cómo son nuestros grupos, nuestras familias? ¿Formamos comunidades que están sentadas a los pies de Jesús escuchando su Palabra, pero sin perder la atención de los reclamos,  de lo que no deja tranquilo al pueblo, trayendo las inquietudes de los hermanos a nuestra oración, a nuestro encuentro con Jesús? María las trajo. Podríamos decir que la actitud de María se asemeja a la que nos relata Juan en las bodas de Caná, donde -sin previo aviso- trae un grupo de personas y los pone delante de Jesús, sin haberlo acordado antes.

Como que no saben qué va a hacer el uno o el otro, pero es tanta la confianza de María en los gestos salvadores de su Hijo, que no necesita saber, previamente, qué va a hacer. Solamente saber que lo que Jesús va a hacer va a estar muy bueno. Como esa confianza que solemos tener muchos de nosotros cuando llevamos a un amigo a nuestra casa: no sabemos si hay de comer o no, pero sabemos que está nuestra mamá, y que de alguna manera se las va a arreglar para que todo esté bien. Y caemos, sin avisar previamente, con alguien, y sabemos que va a estar todo bien, porque está ella. Así, de alguna manera, es María con su Hijo.

Este grupo de personas está inquieto, no sabe qué hacer. Ella no sabe qué gesto, qué palabras, qué va a hacer su Hijo; pero sabe que lo que su Hijo haga, va a estar bien, y le va a hacer muy bien a esta gente. Entonces, sin problemas, sale de su casa, junta todos los parientes que no entienden mucho de la misión de su Hijo, y parte para allá. Y deja actuar. María que confía en el corazón de su Hijo, María que sabe que su Hijo está respondiendo a la promesas del Padre, como que se tira ala pileta, y nos invita a nosotros, como Iglesia, a tirarnos a la pileta.

No sabemos qué va a hacer Jesús, no sabemos cuáles son las respuestas de Él para este grupo de personas que está padeciendo esta situación en particular, pero sabemos que lo que Jesús haga, va a estar bien, va a ser lo mejor, va a ser lo adecuado. Nosotros, solamente, presentamos: este grupo de disidentes, este grupo de no creyentes, este grupo de heridos, este grupo de personas alejadas, este grupo que tiene tantos interrogantes, este es Jesús. Y ahí lo dejamos, en contacto directo, que Jesús haga lo que Él sabe hacer. Que su corazón misericordioso, que hace nuevas todas las cosas, doblegue nuestras durezas para que dejemos penetrar al Espíritu Santo.

Pidamos este don para nuestras Iglesias, nuestras comunidades, nuestras familias: que acojan el dolor de las personas y se lo ofrezcan a Jesús, con la confianza en que Jesús sabe qué hacer, aunque -frente a ciertos planteos- nosotros no sepamos qué responder. Entonces, nuestra misión es la de recibir y la de ofrecer. Una Iglesia oferente: recibimos el dolor, recibimos los interrogantes, recibimos las inquietudes y se las presentamos a Jesús. Recibimos a las personas que tienen estas inquietudes y se las presentamos a Jesús: que ellos hablen, que ellos dialoguen, que ellos se encuentren… que de Jesús y de sus labios salgan palabras de vida que las sanará.

Pidamos ser -como Iglesia y como familia- intercesores, oferentes: una Iglesia abierta a los reclamos de la gente y una Iglesia con los ojos atentos a la voluntad y a las palabras de Jesús. Y ahí está María, que nos enseña a ser una Iglesia que no dogmatiza, que -frente a las dudas de las personas- no baja letras, no baja líneas, sino ser una Iglesia que -de la mano de María- ayuda a ser proceso, que toma las inquietudes de la gente y las lleva a la fuente inagotable de respuesta y de sentido que es el mismo Jesús. No da respuesta por sí misma, sino que provoca el encuentro: que favorezca el proceso de fe de las personas.

Y ahí están los que creen, sentados y escuchando; y los que dudan, de pie y esperando. Y Jesús que enseña, que dice su frase matadora, que nos explica cómo entender la cuestión. Empieza con una pregunta: “¿Quiénes son mi Madre y quiénes son mis hermanos?”. Y miren qué bonito esto, que lo podemos nosotros, también imaginar: Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de Él”. Imaginarnos que estamos ahí, sentados a los pies de Jesús, y que Él nos mira, sentir sobre nosotros la mirada misericordiosa de Dios, esa mirada llena de ternura y amor que nos dice: “Levántate y trabaja. Inténtalo de vuelta”. Esa mirada cómplice en la vida… 

Jesús mirando a los que estaban sentados alrededor de Él, dijo: “Estos son mi Madre y mis hermanos”. Estamos invitados a ser familia de Jesús. Fíjense, que no hay privilegios de antemano, no hay privilegios por parentesco, no hay privilegios por rango, no hay privilegios por clase social, no hay privilegios de razas, no hay privilegios de género, no hay privilegios de edades… sino el privilegio heredado por la voluntad del Padre: “aquellos que hacen la voluntad de mi Padre”, éste es el nuevo parámetro. El nuevo paradigma del Reino que trae Jesús es la voluntad del Padre: quien la escucha, quien la ejerza, quien la viva, quien la realiza, ese es el pariente de Jesús. No es una competencia, no es hereditario, es decisión personal. Es aquella acción que brota de haber escuchado la Palabra de Jesús y de ponerla en práctica. Este es el parentesco de Jesús.

En esa línea, María no es privilegiada por haber concebido en su seno a Jesús, sino por haberlo engendrado en su corazón, por haber escuchado la Palabra de Dios y haberla acogido en su corazón, queriendo hacer su voluntad. Esto es lo que la hace grande a María. Y esa posibilidad la tenemos todos. Fíjense que Jesús no restringe a su madre biológica, ya que no dice “Mis hermanos van a ser éstos”, sino que dice “Mi madre y mis hermanos”. Es decir,todo lugar dentro de la Iglesia, dentro del Reino, está disponible para aquel que haga la voluntad del Padre.

El hacer la voluntad de Dios no es un privilegio, es un derecho que tenemos. Todos tenemos el derecho de hacer la voluntad del Padre, por eso es un deber de la Iglesia el evangelizar para que el derecho a hacer la voluntad de Dios, que nos hace parientes de Jesús, pueda ser ejercido por todas las personas. Podemos decir que es un derecho de la humanidad el hacer la voluntad de Dios. Por eso. se convierte en deber de la Iglesia y de los creyentes, de los discípulos, estar sentados escuchando la palabra de Dios, para poder proclamarla.

Pidamos al Señor la docilidad esa, de ser nosotros también hacedores de la voluntad de Dios y, por eso, sentirnos parientes de Jesús. Renunciar a todo parentesco que venga del lugar que ocupamos, del rango que tengamos, del ministerio que ejerzamos, de la cantidad de ejercicios espirituales o de experiencias religiosas que hayamos tenido, del colegio donde hayamos participado, de cuantas generaciones de nuestra familia fueron a tal o cual colegio: el privilegio de ser parientes de Jesús nos viene solamente de la voluntad del Padre, y eso está disponible, a disposición de todos. Quizás, los más abiertos a este parentesco sean los humildes y sencillos de corazón, que reciben la Palabra de Dios, disfrutan de escucharla y piden la gracia de vivirla.