25/04/2025 – El padre Javier Rojas junto a Paula Torres reflexionaron sobre cuando sufrir parece más fácil que ser feliz y por qué cuesta tanto habitar la alegría. “Estamos en la Octava de Pascua. La liturgia canta el Aleluya con fuerza, nos invita a vivir como resucitados, a dejarnos renovar por la alegría de Cristo Vivo. Pero no siempre esa alegría nos habita con facilidad. A veces, cuando todo va bien, cuando sentimos gozo o paz, algo dentro nuestro se incomoda, se pone en guardia, como si no fuera del todo legítimo disfrutar, agradecer, soltar el peso del sufrimiento. A veces parece más seguro sufrir que ser feliz. ¿Será que aprendimos a confiar más en el dolor que en la alegría? ¿Será que creemos, aunque no lo digamos, que sufrir es más espiritual que ser feliz? ¿De dónde vienen esas creencias, esas resistencias, esas sospechas que nos impiden entregarnos con confianza a la plenitud que Dios desea para nosotros? Nuestra historia familiar y cultural muchas veces nos marcó con una pedagogía del esfuerzo, del sacrificio, del merecimiento. La alegría, si no es “ganada con sudor”, parece sospechosa. La felicidad, si llega sin lucha, nos inquieta. A esto se suma un registro inconsciente que proviene de nuestras propias heridas: tal vez alguna vez fuimos felices y luego algo se quebró; entonces, el alma graba la ecuación equivocada de que la alegría es peligrosa, que no dura, que trae consecuencias”, indicó Rojas.
“Desde la neurociencia, se sabe que el cerebro humano está orientado a la supervivencia, no al bienestar emocional profundo. La amígdala y el sistema límbico están diseñados para detectar amenazas y protegernos. Por eso nos enfocamos más en lo que falta, lo que duele, lo que puede fallar. Esta activación constante del sistema de alarma genera un estado de alerta que muchas veces nos impide relajarnos, confiar, celebrar. Como si bajar la guardia nos hiciera vulnerables. Como si disfrutar fuera exponernos al riesgo de perder. Sin embargo, el Evangelio nos propone otro camino. No es la espiritualidad del miedo ni la cultura del castigo lo que Jesús trae. Él viene a anunciar vida, vida en abundancia, vida plena. Esa alegría no es un premio por buen comportamiento, sino fruto de una relación viva con Él, de saberse amado, perdonado, habitado por Dios. San Pablo, escribiendo desde la cárcel, en medio de las dificultades, exhorta con fuerza: “Estén siempre alegres en el Señor; se lo repito, estén alegres”. No es una alegría superficial, sino una actitud interior que brota del encuentro con el Resucitado. Como María Magdalena al escuchar su nombre. Como los discípulos de Emaús cuando se les abren los ojos. Como Tomás cuando toca las llagas y se rinde ante la evidencia del amor”, dijo el sacerdote jesuita.
“La Pascua es justamente esto: dejar que el gozo se nos meta dentro, aun con las heridas a cuestas. No porque todo esté bien, sino porque Dios está presente. Porque la vida se impone a la muerte. Porque la última palabra la tiene la luz. La alegría cristiana es pascual: viene después de haber atravesado la noche. Es una alegría humilde, serena, profunda. No niega la cruz, pero sabe que no es el final. No se apoya en que las cosas salgan como queremos, sino en que estamos acompañados, sostenidos, habitados por un amor más grande que nuestros miedos. En este tiempo pascual, el Señor nos invita a revisar nuestras creencias sobre la felicidad, el sufrimiento, la fe. ¿Qué idea tenemos de Dios? ¿Un Dios que castiga la alegría o un Dios que se alegra con nosotros? ¿Un Dios que prefiere el sufrimiento o el gozo de sus hijos? ¿Qué idea tenemos de nosotros mismos? ¿Creemos que merecemos vivir con gozo o nos sentimos más cómodos en el peso del sacrificio perpetuo?”, se preguntó el padre Javier.