La celebración eucarística

viernes, 2 de marzo de 2007
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Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes, y por todos los constituidos en autoridad.

1 Timoteo 2 , 1 – 2

Vamos a ir siguiendo paso a paso todo lo que tiene que ver con la Liturgia Eucarística, con los distintos momentos que se dan en ésta celebración en la que participamos. Si no has participado  porque perteneces a otro culto cristiano, intentaremos introducirte dentro de lo que es nuestra experiencia de celebración de Acción de Gracias en torno a Jesús.

Todo comienza antes de la celebración, con la preparación de nuestro corazón para participar en el Misterio. Cuando uno va una reunión importante o cuando participa de un encuentro con la comunidad, uno se dispone, se prepara, hasta se viste de una manera distinta para darle valor, importancia, al significado que tiene aquel encuentro en el que va a participar. Así también, cuando nosotros vamos a éste encuentro, al encuentro con el Señor, todo empieza antes.

Empieza con la preparación del corazón, con la disposición. Claro, si uno tiene la Celebración Eucarística como “la obligación”, como cuando uno hace algo apurado, llega como puede, no se prepara interiormente, no se dispone. Por eso todo empieza antes, tal vez empieza el día antes disponiéndose en silencio en el corazón y decir mañana tengo un encuentro más que importante y entonces a la hora de levantarse, arreglarse, desayunar, también el corazón puesto, después de hacer las cosas que uno hace habitualmente cuando se despierta, tener también el corazón bien dispuesto para decirse así mismo: “me voy a encontrar con el Señor y el Señor se va a encontrar conmigo”.

Decirse esto y también orar y disponerse al encuentro y llegar al templo. Nuestros templos no tienen aquello que en otra época sí tenían que era a alguien que te recibía en la puerta y te daba la bienvenida. En algunos lugares, en algunas parroquias esto se da y realmente es muy bueno, muy saludable que haya uno de la comunidad que te diga: “Bienvenido hermano, hermana, a la Casa de Dios”.

Esto no es porque vayamos a participar de un espectáculo o que el lugar donde estamos pueda ser tenido como cualquier otro lugar. No, este es un lugar sagrado. En verdad que todos los espacios en los que vivimos en el mundo son sagrados y merecen nuestro respeto y nuestra actitud de adoración a Dios presente en todos y cada uno de ellos, pero éste, particularmente, nos recuerda esa condición de que todo lo que Dios ha tocado a partir de la Encarnación ha quedado transformado por El.

Entramos al templo con aquella buena disposición que nos ha generado en el interior la presencia de Dios que sale a encontrarse con nosotros y entregarse con su cuerpo y su sangre en lo que yo daría a llamar la silenciosa expectativa de dos cosas que son claves en la Celebración Eucarística y que están en el corazón de la misma: el alimento de la Palabra y el alimento de la Eucaristía.

Toda la Celebración gira en torno a éste doble alimento. Jesús que nos alimenta en el anuncio de la Palabra, Jesús que nos alimenta entregándose en su Cuerpo y en su Sangre. Una vez ahí dispuestos con la oración preparatoria, llegando cinco o diez minutos antes para que la preparación inmediata sea para poner verdaderamente toda nuestra atención en aquello tan importante que va a ocurrir, es desde esa preparación desde donde se saca el mejor fruto de la Celebración.

Esto que digo es valioso para, también en el clima comunitario, guardar el silencio que se merece en el templo para recibir a Aquél que vine. El silencio es porque lo que vamos a escuchar no es cualquier palabra, no es cualquier mensaje, no nos están por dar una noticia como la que vemos en televisión, en el diario, o registramos en el noticiero de la radio. Lo que se nos va a decir es Palabra de Dios, merece de parte de nosotros una apertura muy particular, un corazón bien dispuesto que quiera recibir a Este que viene y necesita de nuestro acallar interiormente las propias voces, las voces de otros, para que su Palabra suene en lo más hondo.

El silencio en el templo no es un lugar común de respeto, el sentido no el que le da el tener que ser “respetuoso” del lugar donde estamos, silencio formal, externo, vacío de contenido, no nos ubicamos desde ahí sino es la interioridad que se abre a la escucha de una Palabra de Vida que se nos quiere ofrecer en lo más hondo del corazón para renovarnos, para fortalecernos, para alentarnos, para consolarnos, para despertarnos a la esperanza.

En la Celebración Eucarística todo se inicia con los “Ritos iniciales” que están precedidos por el canto que abre el encuentro con el Señor disponiendo desde éste modo de orar, que es como dice San Agustín “el que canta y ora reza dos veces”. Con ésta oración hecha desde el canto se dispone el corazón para recibirlo a Jesús. Se da después de una introducción que hace el guionista el “Inicio de la Celebración” invocando el Nombre de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso decimos: “En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

El Ministro que preside la Eucaristía, el Obispo o el presbítero que participa del ministerio sacerdotal del Obispo, saluda al pueblo dándole bienvenida a todos los que nos hemos reunido en asamblea en torno a Aquél que invisiblemente, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, preside la Eucaristía, Jesús, el único sacerdote del que todos participamos en el sacerdocio de intercesión ante el Padre por la humanidad toda, en el Espíritu. Por eso invocamos el Nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. En esa invocación de la Trinidad, en ese saludo del sacerdote que recibe a los que van a participar de la Celebración Eucarística nos conduce Dios a reconocer que estamos delante de El y que eso merece de parte nuestra una actitud humilde, sincera, de arrepentimiento, pero por sobre todas las cosas de una decisión de caminar por donde Dios nos quiere llevar, de conversión. A ese momento de “pedido de perdón” nos introduce una “monición”.

Una monición es una pequeña frase de invitación al recogimiento, algo así por ejemplo: “Antes de comenzar nuestra Celebración Eucarística pidamos perdón por todos nuestros pecados”, y con esa pequeña introducción vamos hacia el encuentro de Aquel que tiene el Poder en su misericordia de perdonarnos a nosotros y a los hombres todos, porque introducimos en éste momento de la celebración ya comenzada, a la humanidad toda que busca reconciliarse en la persona de Jesús, con el Padre, en la persona del Espíritu Santo. Es de un valor inmenso éste momento de la Celebración.

Entonces uno pide perdón por uno porque uno mismo se reconoce pecador, que su propia naturaleza se resiste, se revela, no termina de entrar en la dinámica de Dios, en el egoísmo, en el orgullo, como las grandes raíces del pecado que destruyen el corazón y la vida y ahí mismo se pone en contacto con toda la humanidad igualmente pecadora y en ese momento del perdón recibimos la gracia de reconciliarnos con el Padre, en el Espíritu Santo, por la presencia de Jesús que intercede por nosotros.

Esta gracia de reconciliación, si los pecados que hemos cometido, aquellos de los que somos concientes, aquellos que son veniales, es decir, lesionan la amistad con Dios pero no la rompen, es un momento de reconciliación muy grande, muy fuerte, que Dios nos ofrece.

El momento del perdón de los pecados a través de la reconciliación en el Rito Introductorio es un momento de una Gracia muy especial, por eso no hay que dejarlo pasar así nomás. Hay que estar realmente metidos en aquello. Entonces decimos: “Señor (Padre), ten piedad, Cristo, ten piedad, Señor (Espíritu Santo), ten piedad”.

Ten piedad de nosotros. Esta oración cuya actitud interior debe ir sosteniéndola desde aquella imagen bíblica del publicano en el templo. Ese que permanecía detrás, junto al fariseo que decía: “Te agradezco Señor porque no soy como todos éstos que están aquí, como el publicano”. Mientras que el publicano se decía a sí mismo: “Ten piedad de mi Señor, soy un pecador”.

Esto que está tan presente en el camino de la interioridad del “Peregrino Ruso” en la oración que hacía por miles de veces durante el día solo repitiendo una y otra vez, desde un corazón convencido y en camino de conversión: “Señor Jesús ten piedad de mi que soy un pecador”.

Después de ésta oración que llamamos “Kirie” u “Oración de reconciliación” o “Señor ten piedad”, oración de súplica por la misericordia de Dios, durante la celebración dominical habitual, que no es la de Cuaresma justamente, ni la del Adviento, tiempos fuertes de preparación a la Pascua y a la Navidad respectivamente, después de esto, en la celebración dominical viene el Gloria a Dios en el cielo. Aquél canto de los ángeles ante el nacimiento del Hijo de Dios en la tierra, Paz a los hombres que ama el Señor. Este glorificar, bendecir, alabar a Dios. Este ponernos en contacto con Dios por Dios mismo, por lo que importa Su Persona para nuestra vida, éste Gloria a Dios es la elevación de todo nuestro ser a Su Persona que nos convoca para reconstituirnos, rearmarnos, hacernos de nuevo.

Después de la oración del Gloria los Ritos de Iniciación terminan con una oración que llamamos “Colecta”. Es interesante el nombre que tiene la oración. Es colecta porque el sacerdote dice “oremos”, en el momento de decir ésta oración lo que busca el que preside la celebración, el presbítero o el Obispo que preside a la comunidad en la Asamblea Litúrgica, es recoger, recolectar, las intenciones de todos los presentes.

Suele, con mucho tino en las Celebraciones Eucarísticas Parroquiales, ubicarse en el guión de la Misa las intenciones en éste momento que es el momento más apropiado si no fueran muy largas, si no fueran muchas las intenciones se dice “ofrecemos ésta misa por esto, por esto y  por las intenciones de todos los allí presentes”,  y allí se recoge las intenciones y se eleva una súplica al Padre en Persona de Jesús, por la presencia del Espíritu que obra en nuestro corazón y está presente en la Asamblea toda. Con ésta oración Colecta se cierra el primer ciclo dentro de la Celebración que llamamos Ritos Iniciales y nos abrimos al segundo ciclo o segundo momento que es la Liturgia de la Palabra de Dios.

Abrimos el corazón después de haberlo preparado “remotamente” el día anterior, “remotamente” entrando al templo cuando hicimos un momento de silencio y de preparación, guardando el silencio no como respeto a un lugar sagrado sino como búsqueda de interioridad para escuchar la Palabra de Dios, después de haber entrado a la celebración por el Saludo Inicial, la bienvenida, el Kirie “Señor ten piedad”, el gloria, ahora sí estamos dispuestos para escuchar la Palabra. Hemos creado el ambiente para la escucha de la Palabra de Dios. Esta es la pedagogía que tiene la celebración litúrgica.

Es el camino que nos va introduciendo a éste alimento, dice el Concilio, que guarda la misma importancia o valor que el tercer momento de la celebración que es la Liturgia Eucarística donde se va a hacer presente Jesús ya no en su Palabra sino en su Cuerpo y en su Sangre.

Los Ritos de Iniciación nos abren al encuentro con La Palabra de Dios. La Palabra que lo que dice lo hace, que es como espada de doble filo, que es como la lluvia que cae del cielo, empapa la tierra, la riega y la enriquece y hace que ésta produzca su fruto. La Palabra de Dios que como dice por allí un canto es “querendona”, busca hacer nido en nuestro corazón, a habitar entre nosotros y desde ese lugar traernos luz, encender un fuego, dejarnos una actitud interior abierta al querer de Dios, que nos ofrece discernimiento de la vida. La Palabra pronunciada en la Liturgia y explicada en la Homilía es confrontación del Misterio de Dios, su voluntad y su querer con mi camino de todos los días. Es desde éste lugar desde donde la Palabra viene a mi encuentro, sale a mi búsqueda, sale a dónde estoy más agobiado, más perdido, más desesperado, más angustiado.

Allí donde la vida se me hace dura, difícil, cuesta arriba, dónde el sentido de la existencia o del dolor, del sufrimiento, de la muerte, del trabajo, del cansancio, de la injusticia, no encuentra respuesta, allí La Palabra viene a consolar, viene a fortalecer. La Liturgia de la Palabra, como se le llama a éste momento que va desde el cierre de los Ritos Iniciales en la oración colecta, hasta el momento de la presentación de las ofrendas, éste momento está iniciado por el guionista que invita a abrir el oído y el corazón para escuchar el mensaje con el que Dios se comunica con nosotros.

Entonces nos introduce en la Primera Lectura de la Palabra. Es muy importante que la persona que se acerca al ambón, el ambón es el lugar donde está el Libro de la Palabra de Dios, cuando se acerca a ese lugar haga una reverencia al altar porque el altar representa a Jesús, o en todo caso una genuflexión ante el Santísimo Sacramento, que suele estar en sede de quién preside la Eucaristía, allí donde se sienta el Ministro que preside. Este gesto introduce al lector en una actitud de unción.

¿Qué se hace con la Palabra allí? Se la proclama. Proclamar la Palabra es mucho más que leerla. A veces uno en algunas celebraciones litúrgicas percibe que a la Palabra se la lee como quién lee el diario, una revista, a veces por temor, por sentirse un poco desubicado en aquel ambiente, porque no es una lectura habitual que se hace, pero la Palabra no es para leerla como a cualquier texto, es para, verdaderamente, proclamarla. Es decir, anunciar a otro una noticia que es importante y merece una locución, es decir, un mensaje de voz que sea claro, transparente, de buena pronunciación, con la unción que supone saber que uno es utilizado como instrumento en su voz para que se anuncie la Palabra de Dios.

La Palabra se proclama en la Primera Lectura en la celebración litúrgica dominical desde el Antiguo Testamento, allí donde están las promesas que Dios hace al pueblo, allí donde se revela la historia comprometida de Dios con su pueblo donde Dios nos habla en los Profetas y en la Ley. Donde el señor nos acerca su mensaje en la Sabiduría y en todo lo que esconde el mirar de Israel sobre su Dios tan cercano, tan amigo, tan justo, tan compañero, tan guía. Desde ese lugar recibimos la Palabra de Dios, desde ese espacio donde el Señor viene a decirnos algo que sí, ocurrió hace mucho tiempo, pero que ser Palabra de Dios tiene actualidad en otro contexto en éste tiempo, como diciendo “No hay nada nuevo bajo el sol, escuchen porque tengo algo que comunicarles”, en este sentido, desde ahí la recibimos.

Desde ese lugar a lo antiguo, como una novedad que la trae Dios, se nos dice que lo pasado tiene una significación importante en el presente que estamos viviendo. Después, el que la explica, contextualiza en el momento en que se dijo aquella palabra, en que momento de la historia de Israel Dios la pronunció y desde allí el Señor deja su mensaje.

Después de la proclamación de la Primera Lectura de la Palabra de Dios viene un momento que quisiera explicarlo con detenimiento. Le llamamos Salmo Responsorial. Los Salmos fueron los modos sabios con que Israel aprendió a orar a su Dios. Hay salmos de acción de gracias, salmos de alabanza, hay salmos de lamentación, hay salmos de súplica. Los Salmos tienen sentidos distintos según sea el ánimo del caminar del pueblo.

Cuando aparece en éste ámbito de la Liturgia se traduce en un modo de responderle a lo que Dios ha proclamado en la Primera Lectura. El Salmo es una respuesta de la Asamblea toda en la voz del salmista a un Dios que ha hablado y por eso se llama Salmo Responsorial, y es responsorial porque es respuesta, una respuesta al Dios que habla a su pueblo. El pueblo responde orando a éste Dios. El Salmo Responsorial está muy vinculado a la primera lectura y muy vinculado también a la Segunda Lectura y particularmente también al Evangelio, porque en el ordenamiento litúrgico, es decir como después del Concilio Vaticano II se han ordenado la lectura de la Palabra, esto es en tres ciclos, un ciclo A, un ciclo B y un ciclo C. Ahora estamos en el ciclo C en el 2007.

En el ordenamiento litúrgico de ciclos el Concilio Vaticano II ha puesto muy en vínculo la Primera Lectura con el Evangelio y a veces no tanto la Segunda Lectura, a veces queda un tanto “descolgada” en el actual ordenamiento pero si prestamos atención, la Primera Lectura y el Evangelio tienen una sintonía exacta, perfecta. Las promesas de Dios hechas en el antiguo testamento se cumplen en Jesús. Este es el sentido que tiene éste alineamiento de la Primera Lectura con el Evangelio. En otro momento vamos a explicar que es esto de los ciclos litúrgicos de la Palabra.

En el Salmo Responsorial el salmista inicia con una antífona por ejemplo en el Salmo 22 “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar”. Seguramente ese texto de respuesta supone una lectura donde David aparece como pastor, rey de Israel, y Jesús va a aparecer en el Evangelio como el Buen Pastor en el capítulo 10 del Evangelio de Juan. 

Entonces está todo en el Salmo como una respuesta, el pastor que se me anuncia es mi Señor y yo respondo a este pastor diciéndole “tengo certeza de que en tu mirada, ante tu compañía, ante tu presencia, nada me va a faltar”, y lo digo, lo decimos con otros, “El Señor es mi pastor nada me puede faltar”.

Este Salmo de respuesta a la Palabra nos abre a la Segunda Lectura.

La Segunda Lectura en la Liturgia de la Palabra es del Nuevo Testamento, está entre las Cartas Apostólicas y el Libro de los Hechos de los Apóstoles. Entre el Libro de los Hechos escrito por Lucas, las Cartas del cuerpo Paulino o las expresiones de Santiago, de Pedro, del mismo Juan, del Libro del Apocalipsis, todo lo que es el cuerpo del Nuevo Testamento, no de los Evangelios donde es Jesús el que aparece como protagonista central, la Palabra hecha carne, que se proclama después de la Segunda Lectura.

El Evangelio lo lee, no un lector sino, un ministro consagrado que puede ser el Diácono, el Presbítero o el Obispo. Aquí se proclama la Palabra del Señor. En las otras decimos “Palabra de Dios, Te alabamos Señor”.

Aquí decimos “Palabra del Señor, gloria a Ti Señor Jesús”, porque en ésta el que proclama es Jesús. Jesús, la Palabra, se proclama ubicándose en el centro del anuncio, y ésta proclamación de su Palabra tiene un sentido muy fuerte, sobretodo éste Jesús que aparece particularmente exorcizando, liberando, conduciendo, sosteniendo, alentando, iluminando y fuertemente estando ahí con nosotros. Una vez que se ha proclamado el Evangelio de Jesucristo bajo la mirada de alguno de sus autores, San Juan, San Lucas, San Mateo, San Marcos, el Ministro ordenado, Presbítero, Obispo o Diácono, hace una explicación aplicada, catequística, Kerigmática de lo que allí se ha dicho, de lo que Dios dice hoy a través de ésta Palabra. Entonces, ¿en qué consiste éste espacio que llamamos Homilía?

Consiste en eso justamente, en poner al pueblo de Dios reunido en la Asamblea Litúrgica de cara a la Palabra con el compromiso de éste Dios cercano que lee la historia de su pueblo, y la ilumina con su presencia.

Entonces, el que predica, el que proclama, el que hace la homilía, tiene que tener en cuenta no solamente lo que la Palabra dice, en el contexto que se dijo para explicar por qué se dice lo que se está diciendo, y a eso le llamamos “Sitsinleven”, es decir, el contexto particular en el cuál Jesús dijo esa Palabra y a partir de allí la significación específica que guardaba en su momento, sino, como ésta Palabra es viva, es eficaz, actúa también ahora en el tiempo, esa misma Palabra tiene un contexto actual en el que ocurre.

Entonces allí se confronta la Palabra con los hechos cotidianos por los que vamos atravesando y a los que Dios viene a dejarle un mensaje. Es muy importante dentro de la Liturgia de la Palabra, éste momento, es muy importante la traducción, es decir la bajada del mensaje que Dios nos dice en éste lenguaje tan particular que tiene la Palabra de Dios al aquí y al ahora de las personas que se han reunido para recibir el alimento.

Nuestro aquí y ahora tiene connotaciones socioculturales, económicas, políticas, globales, de comunicación, familia, trabajo, de estudio, de búsqueda que son de éste tiempo al que llamamos posmoderno y que tiene unas características que lo definen como un tiempo distinto de otros y que a partir de lo que Dios dice para éste tiempo hay algo especial que dejarle como mensaje. En éste sentido el predicador, el que hace la homilía, debe saber donde está pisando él, donde pisan sus hermanos, donde Dios camina junto a su pueblo. Mientras sigamos creyendo que Dios habita entre nosotros no podemos obviar a dónde habita Dios, es decir cuál es el nosotros donde Dios se mueve todos los días.

Porque cualquiera sea la circunstancia humana por la que vamos atravesando Dios no se aleja de nosotros. Por más que nosotros queramos alejarnos de El, Dios sigue estando allí. “Tu estabas conmigo cuando yo no estaba contigo” dice San Agustín. Es decir, no hay realidad humana que no merezca ser leída a la luz de éste Dios que no se aleja, por el contrario, se compromete más a fondo con las realidades más dolorosas y las realidades humanas menos humanas. Dios humaniza, dignifica con su presencia la realidad nuestra, la de todos los días, por eso el valor de la Homilía.

Todo éste momento de la Liturgia de la Palabra se hace al final oración. Oración de fieles que está precedida por la Profesión de Fe. Nosotros rezamos el Credo en éste momento diciéndole a Dios: “Aquello que nos has anunciado lo creemos. Creemos en Dios Padre Todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra” El Catecismo de la Iglesia Católica tiene dedicado toda la primera parte a ésta oración.

Al final de la Liturgia de la Palabra está la Oración de los Fieles. La Oración de los Fieles es de éste pueblo que escuchó la Palabra, a la que adhirió con su creencia, a la que dice adherir con toda su fe,  eleva a Dios una súplica por las intenciones de todos, especialmente por los que más sufren.