“Lo que en tu bella faz aprendo y busco,mal lo comprende el ingenio humano:Quien saberlo quiera, ha de morir entonces”
Miguel Ángel Buonarroti. Soneto XVI.
“La desnudez de la cruz es abandono de Dios, humillación. El dolor desapropia, la herida desnuda. No se trata aquí de la herida ontológica que es herida penúltima, sino de la herida del amor que derrocha vida, herida originaria y por ello fuente a la que toda otra herida remite. Es esta herida la que en su desnudez patentiza el lenguaje del amor que se dona”.
Cecilia Avenatti de Palumbo- Juan Quelas (coords.), Belleza que hiere. Reflexiones sobre belleza, estética y teología, Ágape, Bs. As., 2010, 227-228.
Texto 1.
Si uno va al salón de la embajada de Italia, en Roma, frente a la Santa Sede, puede apreciar una pequeña escultura de un Cristo crucificado con la cabeza inclinada, de un poquito más de 39 centímetros de altura, tallado en madera de tilo. Lo particular de esta escultura es la serena belleza de un Crucificado que está enteramente desnudo. No tiene ningún adorno. No tiene nada que lo cubra. Hasta casi pareciera que no posee las marcas lacerantes de la cruel pasión. Solamente está expuesto en una entrega extrema, en una ofrenda calma y en una singular y total desnudez que es mucho más que la metáfora del abandono y desamparo que sufrió el Señor Crucificado.
Sobre esta pequeña y particular escultura -que no ha tenido ningún prejuicio de mostrar a un Dios humano, totalmente desnudo, sin suavizar, ni insinuar ninguna de las formas, sino mostrándolas tal cual son en la anatomía humana- se ha abierto un debate desde hace unos años que todavía no ha cerrado. La cuestión no está centralizada en la desnudez de la imagen religiosa sino en que el Estado italiano –al cual actualmente pertenece- está convencido de que el pequeño crucifijo -presentado en 2004 al museo de Florencia- tiene como autor, nada menos, que a Miguel Ángel Buonarroti (1475- 1574), el genial escultor, pintor y literato del Renacimiento, el mismo que pintó la Capilla Sixtina e hizo la Pietá y el Moisés entre otras colosales obras.
A la presunta autoría de esta hora se llega mediante un estudio comparativo con el Cristo, de tamaño natural, también en madera de tilo que se encuentra en la sacristía de la Basílica del Santo Espíritu en Florencia. Se sabe que Miguel Ángel después de venir de la Corte de los Médici, luego de la muerte de su gran mecenas Lorenzo el Magnífico, estuvo estudiando la anatomía de los cadáveres en dicho convento. Este tipo de investigaciones estaba prohibido, por lo cual, Miguel Ángel consiguió un permiso del prior para hacer sus experimentos y estudios con los cadáveres provenientes del hospital del convento. Estas actividades las hacía generalmente en secreto, solitariamente y de noche, a la luz de las velas. Muchas horas de la noche, Miguel Ángel las pasó trozando cuerpos en descomposición -entre el hedor y la sangre- para estudiarlos, copiarlos y dibujarlos.
Como agradecimiento a la hospitalidad recibida, realizó un crucifijo en madera de un Cristo desnudo con el cuerpo de un adolescente y el rostro de un adulto, realizado con colores muy tenues.
La escultura se dio por perdida durante muchos años hasta que apareció y se recuperó en el año 1962. Estaba en el mismo convento, cubierto con una espesa capa de pintura que lo hacía, casi irreconocible.
Hacia el final de su vida, ya anciano, el genial escultor hizo una serie de esculturas con el motivo de la Piedad que no terminó. La llamada “Piedad de Rondanini” -denominada así porque fue adquirida por el marqués de Rondanini- en 1952 fue adquirida por el ayuntamiento de Milán. Es considerada la última obra esculpida por Miguel Ángel, encontrada en su estudio después de su muerte. La imagen de María, apenas esbozada, sólo el Cristo está más terminado. Está como de pie, casi colgado, un Cristo muerto y totalmente desnudo, sin ocultar nada.
Estas hermosas y sugestivas esculturas de Miguel Ángel donde aparece la desnudez de Jesús, nos dan motivo para reflexionar en este tema que tan poco consideramos desde nuestra fe: ¿cuántas veces rezamos frente a un Crucifijo y reparamos en el misterio de la desnudez de Jesús?; ¿qué significa?; ¿qué nos dice?; ¿qué valor de redención tiene?; ¿qué secretos encierra?, ¿por qué quiere mostrarse así?; ¿qué nos desea enseñar?
A Miguel Ángel le atraía el estudio del cuerpo humano y su desnudez. Muchas de sus obras y esculturas así lo testimonian. Recordemos el conflicto que se suscitó, aún en vida del mismo pintor y escultor, al terminar los frescos de la Capilla Sixtina. El maestro de ceremonia del Papa Pablo III cuando fue a ver el fresco –antes de estar terminado- replicó que creía indecoroso el exponer tantas figuras desnudas en una pintura sagrada y que aquél arte era más propio de un lugar destinado al libertinaje que a la Capilla del Papa.
Antes de la muerte de Miguel Ángel, se encomendó a su discípulo, Daniele da Volterra, que pintara ropas a las figuras. La obra de Miguel Ángel sufrió así un daño irreparable. Algunos, al contemplar la desnudez de Cristo en un cortejo de santos y mártires igualmente desnudos, acompañados de una muchedumbre de hombres y mujeres en tal estado, se sentían heridos en su sensibilidad religiosa. Consideraban que la obra era casi un espectáculo herético, inmoral y libidinoso donde no se podía distinguir a los santos de los pecadores, ya que ambos estaban en iguales condiciones de desvergüenza. Incluso la Inquisición puso sus sospechas por pintar desnudos y porque, además, por el taller del pintor desfilaban hombres y mujeres de toda clase y condición, de cualquier edad y constitución física que hacían de modelos.
La restauración de los frescos de la Capilla Sixtina impulsada por el papa Juan Pablo II hizo recuperar la belleza y la forma original de la Obra de Miguel Ángel. Ciertamente, el desnudo en el arte sagrado fue poco comprendido, tanto teológica como artísticamente. Regía una concepción negativa y acomplejada, culpabilizada y vergonzosa de la desnudez humana. En las primeras páginas del libro del Génesis se dice que “vio Dios que todo cuanto había hecho era muy bueno” (1,31); “y que el hombre y la mujer no se avergonzaban el uno del otro” (2,25).
Enfatizamos el “pecado original” cuando –en verdad- lo primero fue la “gracia original”. Para Miguel Ángel la representación de la desnudez del cuerpo humano revelaba las actitudes interiores, las pasiones, deseos y afectos del alma.
La intuición del artista es muy aguda: en el Juicio del Último Día, en el momento de toda la desnudez universal en su exposición, el mismo Divino Juez está desnudo. Todo ha quedado, definitivamente, a la vista. Toda la humanidad -hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños y ángeles, santos y pecadores, bienaventurados y malditos- están en una suprema desnudez, ya que en el día del Juicio todo saldrá a la luz, sin ocultamientos: la desnudez humana en la desnudez de Dios; la desnudez de lo divino en la desnudez de lo humano; la desnudez de los santos en la desnudez de Cristo.
Esto nos da pie para preguntarnos: ¿qué nos enseña la desnudez del misterio de la Encarnación de Dios y qué nos revela de condición humana?; ¿cómo podemos contemplar espiritualmente la desnudez de Dios?; ¿cómo la podemos conciliar con tantas desnudeces que cotidianamente se ven en la televisión, en los medios gráficos, en Internet?; ¿hay una desnudez honesta y otra deshonesta?; ¿hay un criterio artístico para la desnudez?; ¿cuál es la relación entre ética y estética?; ¿cómo podemos contemplar no sólo la desnudez, producto del consumismo y de la moda que nos imponen sino, la “otra dolorosa desnudez” que no queremos ver: la miseria, la pobreza, el hambre, la desnutrición, el abuso, la marginación, la exclusión y el desamparo?…. ¿cómo nos habla la desnudez de Dios y de Jesús en la desnudez de la dignidad ultrajada de los seres humanos humillados?; ¿qué vemos en la desnudez de Dios?: Allí lo que se muestra es lo que aparece. Lo que hay, es lo que ves.
Texto 2.
Cuando Dios contempla la desnudez de su creatura, como lo hacía con Adán en el Paraíso, es para amarla, nunca para juzgarla. Dios no mira para juzgar, controlar o vigilar sino para amar y purificar. Su mirada es sanante, iluminativa y curativa. Dios nos ama en toda nuestra desnudez y debilidad. Nos ama tal como somos, en lo más frágil y vulnerable que tenemos. Somos nosotros los que no estamos acostumbrados a una mirada de amor que cubra toda la vergüenza de nuestra desnudez, precisamente, porque nos revestimos de una desnudez de ocultamiento. Si fuera una desnudez de transparencia y lucidez, de belleza y gracia, no tendríamos por qué ocultarnos. Lo que escondemos son las heridas que no pueden exponerse al sol; las cicatrices abiertas. Lo que se abre a la mirada del amor de Dios queda transfigurado y purificado.
Dios está, también, desnudo, no tiene nada que ocultarnos. Se ha revelado totalmente. No es “un Dios escondido” (Cf. Is 45,15). Es un Dios que quiso nacer desnudo con la desnudez humana, cumpliendo así el destino que afirma el Libro de Job, en el Antiguo Testamento: “desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él” (Jb 1,21).
La vida humana oscila entre dos "desnudeces"; la original con la que llegamos al comienzo y la última, que se nos dará al final. El seno de nuestra madre, como tierra del barro primordial de la Creación (Cf. Gn 2,7; Sal 50,7), se prolonga en el seno de la tierra que, en su propio barro, nos vuelve a triturar en simiente. Venimos de un seno para pasar a otro; de un barro nos vamos convirtiendo en otro; de una semilla, nos transformamos en otra; de una desnudez -lo único que nos queda al final- es otra desnudez.
Hay santos que han comprendido esta condición existencial. San Francisco de Asís, comienza su conversión radical en el seguimiento de Jesús pobre con el gesto profético de su desnudez frente a todos. Hacia el final de su vida, precisamente en el momento de su encuentro con la “hermana muerte”, San Francisco “pide a los frailes que lo coloquen desnudo sobre la tierra”. 1———————- 1 Cf. 2 CELANO, 214.
Siempre ante Dios estamos desnudos. Hay que reconquistar la armonía de la inocencia; sentir la paz de estar limpios; volver al gozo de sentirnos libres, siendo definitivamente nosotros mismos. Es preciso llegar a la humildad -y, a veces, hasta la humillación- de la propia verdad, para volver a tener la transparencia del ser.
La desnudez es metáfora de nuestra esencia más profunda, aquella que no se puede esconder, ni enmascarar. Nos ocultemos o nos descubramos, estamos tal cual somos ante Dios. Ante Él siempre permanecemos despojados y desprovistos. Dios –en nuestra más íntima verdad- nos hace de “espejo”; Él es, en definitiva, nuestra desnudez, nuestro brillo y resplandor más secreto. En Él nos encontramos con nuestra verdad reconciliada y aceptada. Conviene recordar la advertencia de Jesús en el Evangelio: “si la luz que hay en ti se oscurece. ¡Cuánta oscuridad habrá!”(Mt 6,25).Jesús, Dios verdadero, ha sido también hombre como nosotros. Como todos los seres humanos, nació desnudo y quiso también morir desnudo. Entre el Belén y el Gólgota, el Pesebre y la Cruz, se encuentra toda la desnudez del Hijo de Dios. El arte escultórico y pictórico de la Antigüedad y del Renacimiento han tenido un pudoroso respeto representando al Señor Crucificado sólo cubierto por un lienzo.
Jesús, como cualquiera de los ajusticiados a muerte por la pena capital del Imperio Romano, fue crucificado desnudo –como era la brutal costumbre- para que la humillación y la ignominia pública resultaran totales. La brutalidad de la crucifixión romana incluía el despojo total de las ropas y las pertenencias de quien era sentenciado. De hecho, el Evangelio testimonia que a Jesús se le quita la túnica y se la quedan los soldados romanos, cortándola en pedazos. El Señor está desnudo ante todos. Ante su Madre y sus discípulos al igual que ante los extraños y los que se burlaban, incluso ante sus compañeros de suplicio, los dos crucificados que lo acompañaban.
La crucifixión, aparte de tener casi siempre un cartel público con el nombre del ajusticiado y los cargos o crímenes cometidos, constaba además de una exhibición ritual y popular de desnudez degradante y humillante. Esa desnudez ritual –formaba parte de todo lo que se consideraba el rito de la tortura- representaba la muestra de autoridad del estado romano sobre la persona a la cual había despojado de todo: bienes, honor y vida. No queda nada. Los verdugos se repartían sus ropas, las últimas posesiones que revelaban su dignidad y su pertenencia social. La culpa, la vergüenza, la ofensa y el escarnio público formaban parte del ritual de una desnudez deshumanizada.
El cuerpo humano -por la desfiguración de la tortura y la desnudez a la que era sometido- quedaba despojado de todo derecho y reconocimiento social y se le quitaba sentido sagrado en una especie de profanación del cuerpo humano. La tortura de crucifixión aniquilaba el cuerpo hasta dejarlo casi irreconocible y la desnudez social implicaba la aniquilación moral de la persona: dejaba de existir como perteneciente a esa sociedad. Las miradas de los extraños que curioseaban morbosos esos espectáculos públicos, invadían el cuerpo totalmente expuesto de aquél que pendía crucificado. Las miradas y las burlas constituían una violación a la intimidad y a la privacidad. El cuerpo torturado y desnudo revelaba todo el saqueo, exterior e interior a la que era sometida la persona: la desnudez del horror y el despojo total, el anonimato y la inexistencia social, el oprobio y la afrenta. La desnudez a la que todos tenían derecho de ver, escupir, arrojar piedras e insultos. El cuerpo desnudo del crucificado revelaba la total despersonalización del sujeto.
En la crucifixión romana, ni la edad, ni la religión, ni el sexo de los condenados eran respetados. También a las mujeres se las crucificada exactamente con la misma brutalidad y escarnio que a los hombres. Ellas eran flageladas y desnudadas públicamente como sucedió en la persecución a los cristianos por parte de los emperadores romanos.
Durante los primeros siglos del cristianismo, por todo esto, la cruz no fue el símbolo de identidad de los cristianos. Los fieles -horrorizados y traumatizados por la tortura de la Cruz- no adoptaron tan fácilmente ese símbolo de maldición. Hasta el siglo IV o V no aparece la Cruz como distintivo cristiano. Luego se usa la Cruz sola, lo más estilizada posible. Cuando comenzaron a poner a Jesús en la Cruz, mostraban a un Señor vivo, vestido y coronado como un soberano victorioso. Recién a partir del siglo XII comienza a aparecer el Crucificado doliente o muerto pero siempre cubierto con un paño atado a la cintura, ya que representar la desnudez del Señor se consideraba poco respetuosa de su sagrado cuerpo. En el siglo XIV se generaliza la representación de Jesús sufriente y sólo mucho más tardíamente y en contadas ocasiones excepcionales se lo hace Crucificado y desnudo.
Durante siglos, el trauma de la crucifixión en el inconsciente colectivo y en el imaginario de los cristianos estuvo muy presente sin poder ser asumido y sanado. Estuvo vedado y prohibido por eso gradualmente se fue construyendo la principal representación simbólica de nuestra fe: primero fue la cruz sola, luego la cruz con el cuerpo de Jesús, después la cruz con el cuerpo de Jesús martirizado y –por último- la cruz con el cuerpo de Jesús torturado y desnudo. Los cristianos tuvimos que superar, sublimar y espiritualizar durante muchos siglos las imágenes del horror de la crucifixión para comenzar a contemplar la representación de la Cruz tal cual fue.
Ciertamente se entiende este proceso. Sin una visión de fe, venerar un instrumento de tortura y el cuerpo destrozado y desnudo de una persona atormentada, puede parecer algo patológico, sadomasoquista o morboso. Nosotros ya estamos acostumbrados a ver la Cruz y a Jesús crucificado pero esto ha llevado siglos poder ser asumido. Es como si hoy venerásemos las imágenes de los torturados por la cámara de gas, la guillotina, la inyección letal, la silla eléctrica y ponerlos a todos desnudos en medio de esas masacres. Ciertamente son imágenes de horror. Precisamente eso es lo que sentían los primeros cristianos respecto a la Cruz.
Nosotros, en cada viernes Santo, en la celebración del triduo pascual, hacemos la adoración de la Cruz que, en verdad, es la adoración del Crucificado. La Iglesia para llegar a eso tuvo que pasar siglos. Ahora nos paramos frente al crucifijo y pocas veces contemplamos esa desnudez que se nos regala. De tanto mirar no logramos contemplar. De tanto ver no alcanzamos a observar. Tenemos que pedirle al Jesús desnudo de la Cruz que nos mire profundamente a los ojos, quizás así nosotros entonces podamos mirarlo a Él.
Texto 3.
En la Crucifixión de Jesús, el velo del Templo se rasgó (Cf. Mt 27,51); Dios quedó totalmente desnudo, definitivamente develado y mostrado a los seres humanos. Los Evangelios dicen que -en el momento de la Crucifixión- a Jesús lo despojaron de cuanto tenía puesto (Cf. Mc 15,24; Mt 27,35; Jn 19,23-34). Sólo el Evangelio de Juan, se detiene en el relato del despojo de las ropas, especificando algunos detalles que los otros Evangelios no tienen. Nos dice, por ejemplo, que la túnica era de una pieza sin costura; nos relata la torpe repartición de la ropa para cada soldado, el sorteo de la túnica y la profecía cumplida del libro de los Salmos que dice: “se reparten entre sí mi ropa y sortean mi túnica” (Sal 22,19). El Cuarto Evangelio es el que más acentúa la realidad carnal de Jesús. De hecho desde el comienzo, en su prólogo afirma que la Palabra de Dios se hizo carne (Cf. 1,14). El Evangelista en la Cruz confiesa haber visto el Corazón abierto del Señor, traspasado por la lanza del soldado. Primero contempla la desnudez del Cuerpo entregado. El Cuerpo ofrecido es anticipo del Corazón traspasado. La desnudez del Cuerpo es signo de la desnudez del Corazón. El Cuerpo desnudo y el corazón partido. Todo ha quedado entregado. Todo es ofrenda, sacrificio y oblación. Jesús estuvo desnudo por amor a cada uno de nosotros. Su desnudez nos ha cubierto y nos ha lavado de nuestros pecados, vergüenzas y culpas. Su despojo ha amparado nuestra propia desnudez. Nos ha bañado de luz y de misericordia. Jesús no tuvo vergüenza de mostrarse desnudo porque era inocente, sin pecado alguno. Sólo la culpabilidad engendra vergüenza; el que es inocente no tiene nada que ocultar, no esconde nada de qué avergonzarse. No tiene mancha alguna (Cf. 1 Pe 1,19). La infinita desnudez de Dios, es para nosotros, misericordia. La desnudez humana que tanto se explota con un sentido de consumo en nuestra cultura actual carece de una mínima ética de dignidad. La sociedad ha desacralizado y deshumanizado la desnudez sagrada del ser humano, su intimidad y privacidad. La ha prostituido haciéndola un objeto de deseo y consumo. Sólo la fe y el verdadero arte pueden salvar la desnudez desde una actitud humana y sagrada. La fe con su mirada evangélica y espiritual y el arte con su mirada humana y estética. Cuando la fe se desencarna y el arte se comercializa, la desnudez humana se envilece y degrada.
Aquellos que tenemos fe sabemos que después de esta vida, veremos a Dios tal cual es. Dios se nos revelará, se nos mostrará, se desnudará en el interior de cada corazón con un nuevo lenguaje de amor. Mientras tanto debemos despojarnos de nuestras armaduras, máscaras, maquillajes y disfraces para que nuestra verdad sea cada vez siempre más límpida y despojada. Es cierto que ciertas verdades duelen cuando se desnudan. Ese puede ser el precio de una verdad que libere. Tenemos que ser compasivos. Hay corazones destrozados, corazones abiertos, corazones pisoteados, corazones en llagas como el de Jesús…
Texto 4.
En la Cruz, Jesús asumió y redimió -en su desnudez- la vergüenza y la culpa de todos nuestros pecados. Allí, su desnudez fue la nuestra. La desnudez de Jesús crucificado reflejaba la humillación lacerante de todos nuestros pecados a la luz. La humillación que conlleva el confesar nuestros pecados es la vergüenza de nuestra desnudez ante Dios, el cual -en la Cruz- aceptó la desnudez de su Hijo humillado. Cuando nos humillamos a exponer nuestros pecados, lo que sentimos -como vergüenza de nuestra culpabilidad- es una aproximación a la vergüenza inocente de Jesús en la Cruz. En la desnudez de Jesús está la crucifixión de todos nuestros pecados y la absolución misericordiosa del Padre.
Adán en el Paraíso -una vez que hubo pecado- se ocultó de la mirada de Dios que lo buscaba. Eso es lo que siempre hacemos los pecadores. Pretendemos escondernos de la mirada de Dios. La excusa que Adán le dio a Dios por su ocultamiento es que estaba desnudo y sentía vergüenza. Más que la vergüenza por la desnudez, experimentaba la vergüenza de la culpabilidad. Jesús Crucificado, distinto de Adán, no ocultó su desnudez. En la desnudez del Crucificado se encuentra toda la nostalgia de nuestra belleza perdida. En la Cruz hay un misterioso intercambio entre la desnudez de Adán y la desnudez de Jesús. La desnudez de la culpa y la desnudez de la inocencia. La desnudez de la vergüenza y la desnudez del perdón. La desnudez del pecador y la desnudez del amor. La desnudez del ocultamiento y la desnudez de la exposición. La desnudez del Paraíso perdido y la desnudez del Paraíso recobrado. La desnudez del ser humano y la desnudez de Dios.
La desnudez de Jesús en la Cruz era -como dice el libro del Profeta Isaías- “sin belleza, ni hermosura” (53,1-12). A tal punto que muchos se asombraron de «tan desfigurado que estaba su aspecto no parecía humano» (52,14). En esa desnudez se revelaba toda la infinita misericordia de Dios. Si humillante fue la desnudez de Adán; más humillante fue la desnudez de Jesús, la desnudez de los inocentes que no pueden defenderse; los ultrajados que no saben resguardarse; los que martirialmente sufren siendo justos (Cf. 1 Pe 4,15-16); los que pueden llorar sólo en silencio, los que no tienen voz. El Hijo quiso estar –por ellos y por todos- desnudo en la Cruz: “sus heridas nos han curado” (Is 53,5; 1 Pe 2,24).
Una vez Jesús dijo en su Evangelio: “estuve desnudo y me vestiste” (Mt 25,36). Sólo el amor cubre la desnudez del otro. Esa desnudez que es desamparo e indefensión, desvalimiento y orfandad, aislamiento y exclusión, pobreza y marginación.
La desnudez no es pecaminosa, lo pecaminoso son nuestras miradas de la desnudez. El Nuevo Testamento dice que “para los limpios todo es limpio. En cambio para los impuros, nada hay limpio. Su mente y su corazón están contaminados» (Tt 1,15). Jesús nos ha enseñando que es del interior del corazón humano que brota toda impureza (Cf. Mc 7,14-23). Sólo «los puros de corazón verán a Dios» (Mt 5,8) porque son los únicos que pueden, sin la opacacidad interior del pecado, contemplar en todas las realidades humanas -también en la desnudez- un destello diáfano de la belleza de Dios que “todo lo hizo bueno” (Gn 1,31).
Esa belleza está para nosotros restaurada. La belleza de Dios cura. Tenemos confianza que nuestro corazón va a sanar. Las lágrimas que van al cielo, vuelven a los ojos desde el mar. El tiempo se va y regresa. El corazón se restaura y se vuelve a quebrar. Mientras dure la vida, se sana y se lastima y vuelve a empezar, para de nuevo quebrarse, así será mientras le toque latir y pulsar las fibras del alma. Es así la frágil desnudez del corazón humano.
Texto 5.
¡Gracias Señor Jesúsporque no sólo experimentaste todo el horror de la Cruzsino que también quisiste vivir la total desnudez de tu cuerpo ensangrentado y de tu alma martirizada!
Nada te guardaste para vos.Todo lo entregaste, absolutamente todo, hasta tu túnica.
Una vez en tu Evangelio dijiste: “al que te pida la túnica, no le niegues también el manto” 2
Eso es lo que literalmente hiciste.No quisiste que ninguna ropa te cubriera.Desnuda el alma y desnudo el cuerpo.Desnuda la piel y desnudo el corazón.Desnudo el exterior y desnudo el interior.Desnudo frente a Dios y desnudo frente a los hombres.
Sólo teniéndote a vos mismo,mostrando así todo tu señorío, aún en tu máxima desposesión.
Desnudo frente al mundo y para todos lo que quisieran verte.Algunas miradas eran de burla y risa;Otras de llanto y dolor, de vergüenza y aflicción.Algunas de lástima y compasión.
También allí estaba la mirada de amorde María, tu Madre.Desde lo lejos, ella te guardaba, te abrazaba sin rodearte,te cubría y te protegíacomo cuando eras pequeño,en sus brazos y en su corazón.Para ella ninguna de esas miradas extrañaste tocaban.
Ella te cuidaba.Su llanto era bálsamo y un bautismo que te lavabade tanta sangre derramada y tanta herida provocada.
La dulzura de la mirada de María te cubría, te acariciaba, te calmaba, te daba paz, confianza y seguridad.
La mirada de Juan, tu único discípulo fiel,era también una contemplación de amor y silencio.Un profundo respeto nacido del abismo de dolor.
Todas las otras miradas eran ajenas,curioseaban y profanaban.
Vos –sin embargo- no esquivabas ninguna.Toda daban en el blanco y en el centro.
Mostrabas el alma, exponiendo tu cuerpo.Todo en un único misterio.
Vos recibías cada mirada,Algunas te laceraban,Otras te veneraban.
Vos dejabas que todas se posaran.Comprendías y perdonabas.
Ninguna podía llegar a lo hondo de tu corazón partido y traspasado.Colgado entre el cielo y la tierra,suspendido entre el silencio y el abismo vos amabas a cada uno que pasaba y te miraba.
Devolvías la miradacon la misma mirada de amor que le regalaste al joven rico,con la mirada con la que contemplabas las multitudes y sanabas,con la mirada con la que buscabas a María y -en silencio- te consolabas.
Jesús, en las miradas de los seres humanos buscabas la mirada de Dios.En la ausencia del Padre, su presencia,en el dolor, su compasión.
Ofrecías tu desnudez como Eucaristía.Tu Cuerpo hecho sacrificio,la suave y tibia desnudez del pan que se parte.
Ofréce Jesús en tu desnudez también la mía.Ofréceme también como Eucaristía:Desnudez compartida,abrazo partido.
Cuando tomo tu Eucaristíacomulgo con tu desnudez bendita.Acaricio y beso tu sagrado Cuerpo.Nos damos un misterioso abrazo.
Beso con mis labios, acaricio con mis manos, palpo con mi tactotu blanca desnudez enrojecida.
Gracias Jesús porque en la desnudez de tu Cruzcontemplo la total desnudez del amor de Dios por nosotros.Amén.