La fiesta de reconciliarse

jueves, 8 de marzo de 2007
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Un hombre tenía dos hijos, el menor de ellos dijo a su padre: “padre dame la parte de la herencia que me corresponde, y el padre le repartió sus bienes. Pocos días después. El hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso a servir a uno de los habitantes de la región que lo envió a su campo para cuidar cerdos.

El hubiera querido calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces, recapacitó y dijo: .Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia y estoy yo aquí muriéndome de hambre.

Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. Entonces partió y volvió a la casa del padre. Cuando todavía estaba lejos su padre lo vio, se conmovió profundamente y corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo, pero el padre dijo a los servidores; traigan enseguida la mejor ropa, pónganle sandalias en los pies, un anillo en el dedo. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos porque este hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado y comenzó la fiesta.

Lucas 15, 11 – 32

El texto de la Palabra en el evangelio de Lc 15, 11,, nos ofrece desde la Biblia, el marco justo para abordar el sacramento de la reconciliación, sacramento de la penitencia, también llamado sacramento de la confesión.

En la palabra que hemos compartido están todos los elementos que corresponden a los distintos pasos que estamos llamados a dar para vivir la fiesta de este sacramento.

Lo primero que se da es una ruptura con el proyecto de Dios Padre, por no escuchar, por no estar atentos, por tener el corazón endurecido a su proyecto. En este lugar de ruptura la decisión es apartarnos del querer, de la voluntad, del designio de Dios, para recorrer nuestro propio camino y en todo caso, autogestionarnos nuestra propia felicidad. Sin preguntarle a aquel que me creó, verdaderamente, qué es lo que me haría feliz.

Es como si una fuerza- rebeldía tomara nuestro corazón y nos hiciera ir en contra de lo que Dios soñó, pensó, esperó, proyectó para nosotros. Es un movernos sin Dios, sin referencia a Dios como Padre.

Es un vivir “autónomamente”,  con la autonomía que cierra y hace de la trascendencia, del ser para Dios una cosa lejana para nosotros.

Es hacer la de uno, sin tener otra referencia más que el sí mismos, más que lo que me parece, lo que me gusta, lo que quiero. Que no está mal, pero no está bueno.

Si esto no es lo que se constituye en un proyecto de vida que me hace verdaderamente feliz. ¿Quién determina? ¿Quién marca el rumbo de lo que verdaderamente me toca para ser feliz? ¡Yo decido!. “Yo soy artífice de mi destino”!.

Y es verdad, es cierto esto, por las opciones que va haciendo en la vida. Pero ¿Cómo hago las opciones que me hagan verdaderamente feliz y que no me quede encerrado en la posible equivocación? En errar el camino. Justamente viviendo según el querer y la voluntad de Dios.

Cuando se produce la ruptura con este querer y esta voluntad de Dios, entonces andamos como pifiando el camino. En este pifiar, errar, perder el camino, comenzamos a vivir según los criterios en los que se mueve la mayoría. Y empieza a estar bien o a estar mal, lo que todo el mundo dice que está bien y está mal.

Y las cosas cambian tanto que, no está del todo mal que una persona del sexo masculino o del sexo femenino, empiece a tener otro sexo. Porque de algún modo el travestismo ya lo ha incorporado a la sociedad como algo que ocurre en medio de nosotros y hasta capaz que un hombre que pasa a ser mujer, pasa a ser modelo de mujer. Como hemos dicho, por ahí ocurre. Y este desfasaje es propio de los que deciden vivir según sus criterios según su parecer, su sentir, su gusto, o según lo que cada uno determina. A esto Benedicto XVI le llama, la tiranía de la relatividad.

Sacale punta al lápiz y anotalo. Hay como un cierto dogma planteado por lo relativo. Yo defino el mundo en el que quiero vivir; y yo digo lo que está bien y lo que está mal. Esta autonomía o autodeterminación sin trascendencia, sin Dios, con un rostro ausente de lo paterno, hace que comencemos a perder el rumbo y nos pasa como el hijo pródigo. Empezamos a sentir la nostalgia por la casa del padre, por la presencia de Dios.

¿Cuántos jornaleros de mi padre que viven mejor que yo y yo revolcándome por la vida? Sin terminar de encontrarle el rumbo a mi historia. Sólo cuando se toca este fondo, y se llega a este reclamo existencial, de decir,¿Qué estoy haciendo? ¿Para donde estoy yendo? Se puede empezar uno a preguntar; ¿Y por dónde habría que ir para volver y encontrar el camino que realmente hace el proyecto de vida?

Eso es preguntarse, por dios, su querer, su voluntad, su ley. Su marca en el camino, su rumbo. Eso es preguntarse por donde ir.

“Volveré a la casa de mi padre”.

¿Cómo habrá hecho para encontrar el camino? Seguramente es ese ir por esos lugares, se le habrá perdido el camino, para decir, “ahá, por acá”-

Hasta que le encontró la vuelta y pudo encontrarse rumbeando para la casa del Padre.

Después vamos a ver como así en el sacramento hace falta este encuentro con el sí mismo empobrecido, con el sí mismo frustrado. Con el sí mismo que se da cuenta que no puede con él mismo. Con ese encuentro con nosotros, donde nos damos cuanta que la misma vida no me da para llevarla solo. Que de verdad me hace falta un rumbo, y que no es suficiente lo que los otros dicen.

Porque Vicente no se acostumbra a ir por dónde va la gente sin que algo dentro suyo le reclame algo distinto. Este algo distinto que le reclama dentro de si la vida es justamente la marca que Dios te puso, que Dios nos puso. Para que seamos nosotros mismos. No según lo que a otros les parece, lo que otros quisieran, lo que a mi me gustaría llegar a ser porque tengo gusto por esto; sino porque hay un dedo de Dios que se ha puesto sobre lo más hondo de tu ser y te dio una marca, un camino. Encontrarlo es vivir reconciliado con uno mismo.

Sólo cuando se ha hecho la experiencia de esta profunda soledad de sí mismo y este haber perdido el rumbo aparece la nostalgia del Padre y el deseo de volver a su casa. Que no es un hecho biológico, es el Padre. Es Dios el Padre. ¿Cómo se pega la vuelta a la casa del Padre? Dejando que aparezca en el corazón la saludable nostalgia, es eso no? Se vea que duele.

En ese sentido, sería caer en la cuenta o un examen de conciencia, de que “así la cosa no va” empieza como a punzarnos por dentro un dolor, que es difícil de expresar en palabras, pero que en el fondo reviste este anhelo por la felicidad no alcanzada.

Y entonces, ese dolor hondo, profundo, esa compunción interior, que no es un sentimiento de culpa, sino que es un dolor porque se perdió, (lo que la tradición llama dolor por el pecado), pone de cara a movernos a ir hacia donde Dios no quiera verdaderamente pleno y felices. Es el dolor del pecado. Que no es el sentimiento de culpa psicológico que hunde, sino que te pone en marcha.

Te hace salir de vos mismo. Nos pone en situación de “así la cosa no va más”, “tengo que cambiar”. Pero no es una idea vaga que da vueltas por mi cabeza y me hace decir lo que debería ser,  es la fuerza del cambio que nace de un sentir profundamente que así ya no va más. Y que la vida pasa por otro lugar que no es por donde yo ando.

Esto es lo que pasa el hijo pródigo: “volveré a la casa de mi padre” No es un deseo vago, dice, “volveré” y vuelve. Y le diré: padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo” Está abriendo lo más hondo de su interioridad para encontrarse con él mismo y desde ese lugar poder reverenciarse al Padre. Y pega la vuelta el hijo. Y vos también y yo también.

En este tiempo de cuaresma nos viene bien que hay cosas que como van no van. Lo que pasa es que uno no quiere terminar de convencerse porque es como que se apega a sí mismo, tal vez por el miedo a lo que no conoce.

Uno termina adueñándose aun de los propios errores,  justificarse, darse razones y no terminar de entender que por ahí no va. Sólo cuando decimos “por acá no va”, con dolor de decir “erré el camino”, no con un dolor que hunde, sino con un dolor que te catapulta, que te mete para adelante, que te saca hacia fuera, puede uno empezar a recorrer un camino verdaderamente de reconciliación.

Y entonces los caminos que conducen a la casa del padre, en principio son senderos, después son atajos. Por allí son caminos rectos, y por allí sinuosos, por ahí viene como una bajada, tiene una curva: es un camino irregular. Como el corazón del hombre es irregular, el corazón de la mujer. Como es incomprensible para nosotros mismos “por qué vivimos como vivimos cuando podríamos vivir mejor”.

Sin terminar de encontrar por donde ir. Este camino sinuoso es el camino; porque Dios quiere la reconciliación de nosotros caminando nuestros propios caminos. Y son así. Son nuestros propios caminos. Son un poquito tortuosos, son un poquito difíciles. En este ir empezamos a encontrar un discurso semejante al del hijo pródigo. Tengo que hacer esto y debería hacer aquello otro. Que es lo mismo que decir; “padre pequé contra el Cielo…”

Empezamos como a querer rearmar la propia historia, el camino. Esta es la vocación del que está llamado a vivir en comunión con Dios y para estar en paz con uno mismo.

En este recorrer el camino con el discurso “tengo que ir cambiando en el camino”, nos vamos preparando para el abrazo de la paz, de la armonía, de la felicidad plena, del encuentro con lo que perdimos, de lo que olvidamos en el camino y con lo más importante: descubrirnos en ese abrazo del padre que somos nosotros mismos y que lo mejor que nos puede pasar es ser uno mismo.

Que se descubre sólo cuando se produce este encuentro con el padre, que ve a lo lejos y dice: “allá viene mi hijo, el que perdí en el camino”.

Este encuentro de reconciliación que es Gracia de Dios que nos rearma con su amor, es el que nos permite aflojarnos por dentro y celebrar.

Celebrar desde la pobreza desde el reconocimiento de la propia miseria, la misericordia y el amor que supera todos los obstáculos. Que acorta todas las distancias. Que nos permite caminar rápido los caminos más difíciles, los más complicados. Que pone luz donde para nosotros sólo hay sombras.

La misericordia de Dios, la incomprensible Misericordia de Dios, la que hoy sale de la lógica de nuestro caminos, la que se mueve con otros códigos, con otros parámetros, que están más allá de la ley, de cómo tendrían que ser las cosas, de lo que yo soñé, pero frustré.

No es que esté más allá que no me incluya, sino que incluyéndolo lo supere. Superándolo te propone algo superior a lo que debería haber sido, lo que vos soñaste y sentís que frecasaste, el cristal que se te rompió de la autoimagen que tenés de vos mismo, y que ahora Dios la recupera para hacerla mucho mejor de lo que vos la cuidaste con tanto esmero. Y de repente, se te partió. Abrite a la misericordia de Dios. Dejate abrazar por el amor de Dios. Esto es el sacramento.

El sacramento de la reconciliación no es otra cosa que caer en la cuenta que “así no va más”; que tengo que empezar a caminar por otro camino, que la vida no me da con lo que voy haciendo, que se me abre dentro de mi un dolor que no me puede hundir. El verdadero dolor del pecado es el que me saca de mi mismo, en la otra es una culpa psicológica malsana, que me hunde, que me entristece y esa Dios no la quiere.

Cuando yo descubro en ese dolor que me saca, que tengo que recorrer un camino, lo recorro si, con cierta dificultad, pero, al final me espera este encuentro de amor con un Dios que me quiere dar un abrazo de perdón. Ese es el sacramento. Que en un momento determinado supone que yo diga mis faltas pero no se resuelve allí, no es mágico, es todo proceso, todo este otro camino que se celebra en el sacramento.

Hemos cosificado el sacramento y hemos olvidado el proceso. Hemos como disociado el sacramento de la vida y del camino de todos los días, donde para esto que hemos descrito a la luz de la Palabra.

Y entonces, salimos de ciertas normas, pautas y de ciertas leyes y rápidamente nos vamos a confesar porque no corresponde a lo que debería ser. Entonces nuestras confesiones son leguleyas, pero no existencialmente transformantes.

Cuando en verdad lo que nosotros no nos animamos a encontrarnos definitivamente. Que es nuestra propia pobreza, la que merece ser transformada. “El padre lo abrazó, no sólo lo abrazó, armó la fiesta; “pónganle un vestido nuevo, anillo en el dedo, sandalias en los pies; maten el ternero, hagamos una fiesta; este hijo se había perdido y volvió.

Está en casa, merece que hagamos una fiesta. Hay más alegría en el Cielo por uno de estos que se recupera para la vida, que por cientos de miles a os que no les hace falta. Porque creen que nos les hace falta convertirse, dice Jesús.

Así que si vos te sentís entre aquellos que, a la vida no la tienen tan resuelta, bendito sea Dios. Porque lejos de la culpa y de machacarte la cabeza, de que así no va a nadar la cosa, dejate caer hasta donde tenés que caer, y sabé que después de una caída viene el rebote, para ir hasta donde tenés que ir. Es a casa del Padre. Donde (Jesús lo ha dicho), hay muchas habitaciones. Es decir; “Mi proyecto es grande y hay lugar para todos.

El Señor te permita en este tiempo de cuaresma ir sobre ese lugar. Del encuentro con lo que verdaderamente tiene que cambiar, y sobre ese otro lugar que se llama el corazón del Padre, donde todo tiene una lógica distinta hasta donde vos, aquí, has entendido.

¿Dónde anda, donde tu proceso de conversión?

Lamentablemente nuestros procesos de evangelización han centralizado su mirada en la sacramentalidad.

Hemos perdido eso justamente, el proceso de evangelización. Y el sacramentalismo se ha llevado a una serie de celebraciones tradicionales. El contenido de lo que verdaderamente celebramos, cuando celebramos el sacramento. Y esa cosificasión se da cuando la celebración de la que participamos, se hace una costumbre o tradición.

Por ejemplo; gente que se casa porque, y bueno, soy cristiano y en mis casa siempre fuimos católicos. Pero, verdaderamente ¿Sabés que vas a celebrar cuando celebrás el sacramento del matrimonio?.¿Sabés lo que significa, importa lo Gracia que allí se juega?

O un niño que se bautiza, pero los padres no tienen un compromiso de vivir una fe en profundidad con Jesús. Entonces tenemos un montón de gente pasada por agua, pero no bautizada. No con la posibilidad, porque el ambiente familiar así lo decidió, de vivir los valores del evangelio.

Tenemos hermanos que… ¡Cuantas primeras y últimas comuniones! Lo mismo pasa con el sacramento de la reconciliación.

Yo creo que el precepto de confesarse, al menos una vez al año, hace como que vivamos una fe como de mínima. Y entonces, para cumplir con el precepto, nos confesamos al menos una vez al año. Pero sin terminar de entender qué significa esto de confesarme; qué significa esto de casarme por la Iglesia; qué significa esto de estar bautizado en Jesús; qué de vivir el sacramento de la comunión; de la eucaristía.

Me decía una vez un chico, sólo me falta la confirmación, las otra las tengo todas; como si estuviera llenando una libreta… ¡Pobre!

Yo creo que él expresaba lo que se vive a veces no? Como un tradicionalismo, o una tradición vacía de contenido.

Esto no puede pasar en los sacramentos, puesto que son Gracias que Dios nos da, no posibilidades que nosotros tenemos de aprovechar una cosa que está allí, ofrecida, como si fuera un Free Shop la Iglesia. Y yo me tomo de algún valor espiritual que allí se nos da para estar un poquito mejor yo. Calmar mi conciencia o lo que sea.

Yo creo que el proceso de secularización y el vaciamiento de la Iglesia, colabora.

Empecemos a pensar en que hay qu volver a evangelizarm porque ciertas tradiciones a las que he hecho mención, van cayendo. Por ejemplo: en Córdoba se hizo una encuesta sonde un altísimo porcentaje de jóvenes ya no decide casarse por la Iglesia. Decide simplemente juntarse o casarse por civil. Altísimo es el dato que se da en este sentido.

Eso creo que es parte de l proceso de la ausencia de Dios en la vida y en las costumbres. Antes no estaba tan presente, eh: había más tradiciones a las que nos aferrábamos pero verdadera vivencia de la presencia de Dios, y… hay que dudar, porque si hubiera sido así, no estaríamos en el estado en el que estamos.

La secularización ayuda en cuanto que nos hace caer en la cuenta que no está en el número ni en la cantidad; ni en la costumbre, ni en la vivencia a fondo de nuestra fe donde encuentra sentido verdadero, el que Dios quiere que tengamos en nuestra vida.

Justamente es a ese lugar donde nos conduce Dios; cuando nos llama a reconciliarnos con ÉL; son nosotros mismos y con nuestros hermanos.

Este camino, que es personal, no se resuelve con; “me voy a confesar”. Quisiera ser muy cuidadoso en lo que voy a decir, pero, quiero que quede claro que no es un trámite que tengo que hacer. Es un proceso que debo respetar. Y a nadie se le puede obligar quer vaya- Ni invitar a que lo haga. Es más, si no tengo calro para qué, mejor que no vaya.

Y entonces, no se confiesa más la gente… Y yo me pregunto, antes la gente se confesaba? En cuanto que hacía proceso profundo de conversión? Que hacía verdaderamente? Un proceso de transferencia a la vida?

No estoy diciendo con esto que hay que confesarse más o menos. Yo estoy diciendo con esto que no es “yo voy, me confieso delante del cura, y ya está mi vida cambió”, ¡No es así!

Sacramento es el término, el culmen del un camino.

También puede ser el principio de una verdadera transformación pero no todo se resuelve en ese lugar.

Si no hay este otro proceso, que tan claramente relata la Palabra, este caer en la cuenta, este decirse a sí mismo, así no va; como una fuerza de adentro, que hace ir por otro camino, que busca y que vuelve por otro camino, a la casa del Padre. Este decir, me equivoqué, este reconocerlo, este abrazo de Misericordia … Ese es el proceso completo de la conversión que se celebra en el sacramente.

Me parece que por ahí nos da vergüenza acercarnos al sacramento de la Reconciliación, porque en realidad todavía no nos hemos animado a decirnos a nosotros mismos; que es lo que nos pasa.

Si tuviéramos más claro que es y donde tiene que ir nuestra vida, hacia donde debe darse el verdadero cambio, no nos daría tanta vergüenza porque tendríamos el perdón más asumido de que se trata. Iríamos realmente a celebrar el perdón. A celebrar la reconciliación. ¿Es verdad que hy la gente se confiesa menos? Es cierto. La pregunta que yo me hago es; ¿Antes la gente se confesaba más’ ¿ Si, se confesaba más o declaraba sus culpas?

Me parece que hay un estilo tradicional de costumbre, donde no era tan clara la determinación de cambiar.

El sacramento es el final de un proceso. Por eso, mamá, papá, a los educadores en general, No hay que obligar a la gente a que se acerque a celebrarlo, si no hay un proceso. No está bien, no es bueno. “Andá a confesarte!; ¡Y este año, cuando te vas a confesar?; discurso dicho así, brutalmente como lo acaba de expresar, o muy solapadamente, sutilmente sugeridos.

No va por ahí el camino. No hay magia en el sacramento. Hay Gracia, que celebra un proceso de reencuentro con uno, con Dios, con los demás.