La ley fundamental del matrimonio

lunes, 2 de junio de 2008
image_pdfimage_print
Después que partió de allí, Jesús fue a la región de Judea y al otro lado del Jordán. Se reunió nuevamente la multitud alrededor de Él y, como de costumbre, les estuvo enseñando una vez más. Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: “¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?”.  Él les respondió: “¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?” Ellos dijeron: “Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella.”  Entonces Jesús les respondió: “Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes.  Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne.  De manera que ya no son dos, sino una sola carne.  Que el hombre no separe lo que Dios ha unido.” Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto.  Él les dijo:  “El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquélla; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio.”

Marcos 10, 1 – 12

Si nos tomamos unos minutos y recurrimos a la Biblia, descubriremos cómo esta Palabra del Evangelio de Marcos está enmarcada entre el primer y el segundo anuncio de la Pasión. Están agrupadas una serie de enseñanzas de Jesús sobre problemas “candentes” de la vida cristiana, que nos muestra a Dios que actúa mucho más allá del grupo estructurado de los discípulos: como en Marcos 9, 38-40, en que los apóstoles le van a decir a Jesús que hay alguien que está haciendo milagros en su Nombre; o en Marcos 9, 49-50, en que los invita a guardar entre ellos la sal de una verdadera vida fraternal; también Marcos 9, 41, al aludir al vaso de agua dado en Nombre de Jesús, que no será olvidado; o el tema del escándalo, en Marcos 9, 42 – 48.

Hoy la Palabra que nos habla al corazón es sobre la ley fundamental del matrimonio y la indisolubilidad del mismo. Cuenta el Evangelio que unos fariseos abordaron a Jesús y con la intención de ponerlo a prueba le preguntaron: “¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?”

A lo que Jesús responde con una pregunta insidiosa de su parte, dado que este permiso estaba previsto por la ley de Moisés. Efectivamente, leemos en Deut. 24, 1: “Si un hombre se casa con una mujer, pero después le toma aversión porque descubre en ella algo que le desagrada, y por eso escribe un acta de divorcio, se la entregará y la despedirá de su casa.”

Los fariseos responden a su vez que Moisés manda a escribir el “libelo de repudio” (así se lo denominaba) y despedirla, de conformidad a lo que se dice en Deuteronomio.

En este contexto de la sociedad judía de su tiempo, en que el divorcio tenía esta legalidad, la respuesta de Jesús toma un relieve tanto más sorprendente: “Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes.” Así, Jesús establece una distinción extremadamente importante que debemos tener muy presente y clara: la ley del Deuteronomio 24, 1 no es un mandamiento, es un permiso. Y es un permiso concedido por Moisés, como de “mala gana”, porque no hay manera de hacerlo de otro modo, por la dureza del corazón de ellos. Dureza de un corazón herido, marcado, signado por el pecado. Pero no es, para Jesús, una abolición de la ley fundamental del matrimonio, la cual continuaba subsistiendo tanto en la época de Moisés como en la de Jesús y continúa aún subsistiendo en nuestro tiempo.

Pero al principio del mundo, cuando Dios creó a la humanidad, los hizo varón y mujer. A la ley fundamental del matrimonio hay que buscarla en este nivel: en el complemento perfecto de los dos sexos. Es una creación, es la voluntad de Dios y está escrita desde el origen en nuestra naturaleza profunda de ser hombre y de ser mujer. Por eso Jesús dice desde el origen no fue así.

Qué bueno es volver al origen, volver al principio, ante situaciones cotidianas que nos preocupan, no sólo por decisiones que tengamos que tomar para poder vivir felices y en paz hoy, sino también por decisiones que hacen a toda nuestra existencia. Volver a lo que Dios quiso desde el mismo momento en que nos creó.

“Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y los dos serán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido.”

Estas palabras, casi con seguridad, fueron escuchadas por toda mujer y varón que un día se acercaron a la Iglesia y pidieron el Sacramento del Matrimonio, sea durante la preparación para recibir el mismo, sea el día del propio casamiento en que el ministro que oficiaba hizo referencia a esto: a lo del principio, a lo del origen. Esta fórmula, sacada del Libro del Génesis (Cap. I y II) cuando se habla de la Creación, sugiere dos puntos importantes:

Primer punto: la vehemencia del instinto que empuja a un sexo hacia el otro, a unirse al otro sexo y no ser sino uno con el otro. Dejar a su padre y a su madre; romper con todo el pasado para fundar una nueva familia, una nueva historia que es también historia de salvación en ese hombre y en esa mujer que Dios había pensado desde el principio.

Estas expresiones, fuertes sin dudas, indican ya que la indisolubilidad es el voto, es el deseo más profundo del amor que nace de esta convicción.

Es Dios quien te convoca, quien te llama, quien desde antes de haber nacido ya te había pensado, feliz, cumpliendo su voluntad en tu matrimonio.

¡Qué hermoso y qué desafío es darnos cuenta que Dios haya pensado en nosotros desde antes de haber nacido! Esto que a veces nos cuesta tanto descubrir, en la vocación tanto a la vida sacerdotal y religiosa como a la vida matrimonial.

Segundo punto: recordar que Jesús va todavía más lejos: la sola voluntad de los esposos no basta para explicar el voto de fidelidad y de indisolubilidad del matrimonio, que se inscribe en el núcleo mismo del amor. Dios también está implicado en todo esto. Por lo tanto, podemos decir que no son sólo dos las voluntades que están comprometidas, sino tres. Los esposos no están comprometidos el uno con el otro solamente por una especie de contrato entre dos, semejante a un contrato civil o comercial de los que celebramos en la vida diaria. Sino que aquí hay, también, una voluntad de Dios y un compromiso ante Él. Ningún hombre, ni siquiera el mismo Moisés, según dice Jesús, puede romper la unidad básica de los dos cónyuges. Dios interviene con todo su ser para solidificar el amor.

Pero el relato no termina aquí. Dice el Evangelio que cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto.

Quiere decir que ni siquiera a los discípulos terminaba de convencer la respuesta que Jesús les había dado a los fariseos, puesto que Jesús estaba haciendo un gran cambio, dándole perfección a esta ley.

Él les dijo: “El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquélla; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio.”

La reciprocidad es total: el hombre y la mujer tienen los mismos derechos y las mismas obligaciones. El amor conyugal es un terreno privilegiado donde se juega, también y sobre todo, la venida del Reino.

Los fariseos que se acercan a Jesús lo hacen para tentarlo, es decir, para ponerlo a prueba. No se trata de una cuestión que apareció de repente porque no tuvieran otro tema de qué hablar. Sucede que en aquel momento se debatía mucho en las escuelas de los rabinos cuáles eran los motivos que justificaban el divorcio, qué es lo que permitía la ley. Entonces quieren ver hasta qué punto Jesús lo acepta o no. El repudio significaba que el hombre podía despedir a su mujer por algún motivo sin más explicación. Algunas escuelas, algunos rabinos y maestros, decían que bastaba algo pequeño o mínimo para que el hombre pudiese echar de su casa a su mujer: por no haberle gustado una comida, por ejemplo; hasta este extremo llegaba, debido al poco valor y respeto que se tenía por la mujer. Por lo tanto, estar a favor del divorcio implicaba expresar la superioridad del hombre y el dominio sobre la mujer.

Pero el ideal del matrimonio está basado en el proyecto creador de Dios, que así pensó al hombre y a la mujer. Un amor superior al de los padres, que realiza una identificación total y que exluye el dominio. Serán los dos un solo ser.

Contra toda la mentalidad y la manera de obrar de la cultura judía, Jesús afirma claramente la igualdad del hombre y de la mujer. No son válidas las leyes humanas que destruyan esa igualdad querida por Dios. La decisión de uno de ellos no basta para anular el vínculo creado en la pareja.

¡Qué profundidad encontramos en la Palabra para dar respuestas a tantas cosas que nos planteamos! Da respuesta desde lo que fue al inicio. Por eso la Palabra de Dios, al comienzo de los tiempos, creando al hombre y a la mujer como seres que se necesitan, se atraen y se ayudan, que programan la vida de los hijos, que se hacen una sola carne y un solo espíritu, no puede ser más elocuente, tanto en el Génesis como en el Evangelio leído hoy.

Matrimonio y hogar sin amor, sin amistad, sin comunicación, sin sincero encuentro, puede llegar a ser un auténtico fracaso. Y Dios no quiere ni promueve el fracaso.

Los responsables somos los hombres y las mujeres, de manera particularísima sos vos esposo y esposa, novio y novia que van preparando esta unión matrimonial para que sea fecunda, feliz, alegre, aún sin vislumbrar la posibilidad de tener que pasar por la crisis que siempre va a ayudar a crecer. Si al matrimonio le quitamos esta mirada creadora de Dios, lo convertimos en algo meramente afectuoso, que hoy está y mañana se puede ir.

¿Cómo lograr, entonces, que el hombre y la mujer encuentren en corazones divididos la paz, la felicidad? Justamente en el volver la mirada al principio de la historia, a lo que Dios pensó desde el origen para el hombre y la mujer. Y tal vez nos vienen bien estos textos de la Palabra que nos hablan especialmente en este tiempo, en el hoy de cada uno de nosotros. También me habla a mí como sacerdote, renovándome la entrega. Nos hace volver al amor del principio, descubrir que toda vocación –incluida la sacerdotal y religiosa- no es capricho del hombre sino que es regalo de Dios.

¿Te animás a pensar un momento en esta realidad desde el planteo que le hacen a Jesús; desde Jesús que retoma el primer capítulo del Libro del Génesis, lo que Dios quiso desde el comienzo?

¿Te animás vos también, esposo y esposa, a hacer esta vuelta también al inicio de tu historia y descubrir cómo Dios un día te llamó y te llenó el corazón de amor?

Reflexionemos con la mirada puesta en el Evangelio, en esta primera escena de cobardía de los fariseos que le quieren hacer pisar el palito a Jesús; y luego Jesús, que desde la Palabra y lo que fue al principio da respuesta.

Hoy también da respuesta a nuestra vida. Dejá que la Palabra te ponga frente a frente con el amor del Padre. ¿Alguna vez vos le preguntaste a Jesús esto? ¿Cómo leés esta pregunta que hoy le hacen a Jesús este grupo de judíos? ¿Qué te hace descubrir este texto que nos regala la liturgia de la Iglesia?

A esta altura, nos habremos dado cuenta ya de lo complejo, profundo y ruidoso que es el Evangelio de hoy. Máxime en este tiempo nuestro de lo descartable, de la satisfacción garantizada ante lo que te cansa o no te gusta ya que se te devuelve el dinero, de esta cultura que se va metiendo en la piel y nos va generando una manera de pensar y de obrar, moviliza tener que escuchar hoy esta Palabra de Jesús de que el matrimonio es para toda la vida, para siempre, hasta que la muerte nos separe. Esto que vivieron con luces y sombras tantos papás y mamás nuestros, abuelos y bisabuelos. Tal vez eran otras épocas, pero la verdad de Dios sigue siendo la misma.

Y hoy la invitación es nuevamente a que volvamos al principio, como dice Jesús en el Evangelio, porque la ley del amor conyugal es ley de comunión y de participación, no de dominación.

La ley del amor es exclusiva, irrevocable. Es una fecunda entrega a la persona amada sin perder la propia identidad. Un amor así entendido, en su rica realidad sacramental es más que un contrato. Tiene las características de la alianza, a semejanza de lo que aparece en el Antiguo Testamento, de la alianza entre el pueblo de Israel con Dios, como una alianza de esposos.

El amor conyugal, entendido desde la perspectiva de la revelación cristiana, encuentra su fundamento y su modelo en el amor mismo que Dios tiene con los hombres. En Cristo, además, es alianza entre Dios y su pueblo, se sella con la sangre de la nueva y eterna alianza. Aquélla que compartió también Jesús en la última cena. Por eso el matrimonio ya no es una simple costumbre que queda bien, sino que va mucho más allá. Y aunque cueste muchas veces aceptar o ayudar a otro (que tal vez está alejado de la vida de la gracia) a aceptar, debemos afirmar que el cristiano no tiene otro punto de referencia para entender la realidad del matrimonio que no sea la revelada por Dios en Cristo. “Señor, aumenta nuestra fe” tenemos que pedirle con insistencia a Jesús, para poder entender esto.

La fidelidad al amor conyugal no se apoya para el esposo y para la esposa solamente en una ley moral aprendida en casa o escuchada del sacerdote o del equipo que me preparó para recibir el Sacramento del Matrimonio. Tiene su raíz en el ejemplo de un Dios encarnado que ama hasta entregar la vida en la cruz.

Juan Pablo II nos regaló la Familiaris Consortio. El número 20 de este documento sobre la familia nos dice: “Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscripto en el corazón del hombre y de la mujer. Y en la celebración del Sacramento del Matrimonio ofrece un corazón nuevo. De ese modo los cónyuges no sólo pueden superar la dureza del corazón, sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna alianza hecha carne.”

En el Sacramento del Matrimonio, es ese amor de Dios que se manifestó en Jesús, muerto en cruz y resucitado y glorificado que viene a hacernos un corazón nuevo, que supere la dureza del corazón viejo, lleno de pecado.

Dejá que esto también te toque el corazón porque la Palabra compartida quiere tocar la vida de todos los días, y tal vez hoy tengas que mirarlo a Jesús y pedirle: “Renueva en mí este corazón. Ayudame a volver a la reconciliación, en primer lugar con vos a través del sacramento, para luego con un corazón nuevo dar vida nueva a mi matrimonio.”

El padre Leonardo Capelutti, comentando este número de la citada encíclica, dice: la fidelidad conyugal no se limita al ámbito de un simple contrato bilateral, que al ser quebrado por uno de los cónyuges deja al otro en libertad de acción para actuar de la misma manera. En la óptica cristiana, el esposo infiel no sólo ha roto esa alianza, que ha ofendido gravemente al otro cónyuge faltando a la palabra de amor dada ante el altar, sino que se ha alejado del mismo amor de Dios. Esto también implica que si uno de los cónyuges rompe su alianza con Dios, por la infidelidad a su esposo o esposa, el cónyuge herido sigue sujeto a esa misma alianza con el Señor, ya que su entrega en virtud del sacramento termina únicamente en Dios.

Dios, que ha llamado a los esposos al matrimonio, continúa llamándolos en el matrimonio. ¡Qué interesante esto para prevenir! ¡Qué bueno, para vivir esta íntima unión matrimonial, recordar que la fidelidad matrimonial se construye todos los días entre los esposos, desde el corazón nuevo que regala Dios y también desde la fidelidad a Dios, que no sólo un día te llamó a la vida matrimonial, sino que continúa llamándote día a día!

De ahí que es deber de todo cristiano, y por cierto de todo sacerdote, ver y valorar el testimonio de tantos cónyuges que, aún siendo abandonados por el otro, con la fuerza de la fe y la esperanza cristiana, no han pasado a una nueva unión. Estos constituyen auténticos testimonios de fidelidad, de los que el mundo tiene gran necesidad de contemplar.

El llamado a vivir esta plenitud del amor termina en Dios, que es quien te llamó y me llamó, por puro amor, a mí a seguirlo de cerca (mi fidelidad a la consagración pasa en primer lugar por ser fiel a lo que Dios me pide y me llama y a lo que Dios me da la gracia).

¡Qué lindo en este día poder renovar el amor esponsal, poder pedirle a Jesús –tal vez con fuertes gritos- “haceme un corazón nuevo”!

Antes de que llegue el momento de la crisis, hay que trabajar desde el diálogo, el perdón, la oración, la vida sacramental, desde la experiencia de la misericordia de Dios.

En esta sociedad individualista, del “sálvese quien pueda”, del “tené el éxito a cualquier precio”, quedamos medio anticuados cuando pensamos que la única forma cristiana de amar es dar permanentemente la vida por el otro y que el llamado actual es a responder cada día en matrimonio y en familia a tanto amor y a tantas cosas que nos rodean. Y no sólo una respuesta individual sino de matrimonio, de pareja y de familia.