La mudanza del alma

lunes, 22 de agosto de 2011
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“Había entre los fariseos un dirigente de los judíos llamado Nicodemo. Este fue de noche a visitar a Jesús.

– Rabí – le dijo – sabemos que eres un maestro que ha venido de parte de Dios, porque nadie podría hacer las señales que tú haces si Dios no estuviera con él.

– De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios – dijo Jesús.

– ¿Cómo puede uno nacer de nuevo siendo ya viejo? – preguntó Nicodemo -. ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y volver a nacer?

– Yo te aseguro que quien no nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios – respondió Jesús -. Lo que nace del cuerpo es cuerpo; lo que nace del Espíritu es espíritu. No te sorprendas de que te haya dicho: "Tienen que nacer de nuevo." El viento sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, aunque ignoras de donde viene y a donde va. Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu.”

Juan 3, 1-8

 

Esto que Jesús proclama para Nicodemo, comienza a acontecer en el corazón de San Ignacio de Loyola. A los treinta años (en esa época un adulto ya avanzado) Ignacio empieza a ver que algo nuevo nace dentro suyo. Y es un tiempo de mudanza del alma: sólo los locos van de verdad hacia delante. Solo empezó a ser otro hombre, despertándose en él energías potenciales de paz, de libertad. Esto se notaba en su exterior. Su hermano, como todos los de la casa, fueron conociendo por lo exterior la mudanza que se había hecho en su alma. Hasta sus sobrinitos Millán, Magdalena, Marina, Catalina, apreciarían cómo confusamente se iba dando en Ignacio un cambio increíble. También lo notó quién era una referencia clave en el Palacio de los Loyola: Magdalena (a decir de Ignacio, siempre temerosa de Dios). Estas mudanzas interiores cambian la mirada exterior y aún más la interior. Todo empieza a verse con otros ojos. Ignacio comienza a estar como absorto. Recobra libertad ante la mirada pasmada de los suyos; se enciende en él una nueva afición, está afectado, en el jugoso sentido que él sabrá poner en tal palabra. Perseveraba en la lectura: como antes se enfrascaba en los libros de caballería, ahora está tomado por la Vida de Cristo y por la lectura de la Vida

de los Santos. Se robustecía en sus buenos propósitos; gastaba la vida en las cosas de Dios; el tiempo lo empleaba en conservar todo en su interior, lo que Dios iba diciendo en lo profundo de su alma. Ahora las palabras que Dios pronunció van haciendo su efecto y están cargadas de una vibración interior. Es su primera experiencia como quien es guiado en el Espíritu. Releía con otros ojos aquellos libros que posiblemente alguna vez le llegaron a sus manos, pero que antes no había prestado atención como ahora. Pero en realidad hay una fuerza y una luz interior que le permiten ver con otros ojos. Las palabras tienen una carga y un sentido distinto y entonces se dedica a ponerlas por escrito en más de trescientas páginas, mientras algunas de aquellas palabras quedan impregnadas, con su fuerza transformadora y vibrante, en lo más hondo de su corazón.

También nosotros hemos encontrado en la Palabra de Dios palabras que nos han llenado de vida y que han tenido fuerza transformante. A mí, una palabra que Juan Pablo II pronunció en el Estadio de Vélez, parafraseando el texto en que Dios le habla a Isaías y que el Papa se la dirigió a la Argentina: ¡Argentina levántate, porque la gloria del Señor alborea sobre ti! Tal vez esto haya sido como lo que después me puso Dios, al servicio de esta obra maravillosa de Radio María, que está en toda la Argentina y en la cual Dios me dice -entiendo yo- la gloria del Señor está como reluciendo a través de esta presencia de vida que es la señal de la Radio.

La experiencia de poner en esos trescientos folios la Palabra de Dios transcripta de lo que iba leyendo le fue grabando en la interioridad de Ignacio los rasgos de Jesús con los que el Señor quería ir marcando aquel tiempo de transformación de su vida en que lo iba haciendo suyo. Porque la verdadera transformación nace del encuentro con Dios escondido en nosotros, que nos pone de cara a la intimidad con Él en lo profundo del corazón. Ignacio así fue entendiendo aquello que después deja como indicación en los Ejercicios: no el mucho saber harta y satisface el alma, mas sí el sentir y gustar de las cosas de Dios interiormente.

Al transcribir, cambia de tinta y pluma, para escribir la Palabra de Cristo en tinta colorada y la de Nuestra Señora en tinta azul. Sobre el papel bruñido y rayado, el recuerdo preciso y detallista aletea todavía fresco el candor del episodio originario que tan mal se compone con la estampa del supuesto militar rudo que algunos se empeñan en ver en este soldado de circunstancias que ha sido San Ignacio de Loyola. Más que soldado, ha habido siempre en él un héroe escondido, ése que todos llevamos dentro. Unamuno, con intiuición, nos da la clave: el héroe por dentro es siempre un niño; su corazón es infantil siempre. El héroe no es más que un niño venido a grande.

 

Mientras Ignacio va poniendo palabras por escrito, nada termina por expresar lo que va ocurriendo dentro suyo como gracia de transformación. Cuando las palabras huyen, uno encuentra el espacio justo para la oración, con las palabras que a borbotones van surgiendo desde lo hondo del alma, aunque sin embargo no terminan de decir lo que ocurre en lo más secreto del corazón.

 

Quiero detenerme en la capacidad de Ignacio de contemplar la naturaleza. De hecho, algunos se preguntaban si no terminaría siendo contemplativo, porque las palabras que va escribiendo van como poniéndolo en silencio. Dicen que contemplaba por largos ratos el cielo y las estrellas, la naturaleza. Se eleva el alma. Las palabras no alcanzan, pero al mismo tiempo sobran, porque brotan por todas partes y van elevando el alma, abriéndola a la contemplación de todo lo que lo rodea. Dice su biógrafo (José Ignacio Talechea, en Ignacio de Loyola, solo y a pie): sólo un poeta excepcional como Rabindranath Tagore nos puede ayudar a comprender este relámpago íntimo de la vida de Inigo: cuando la naturaleza habla, apaga las palabras en nuestros corazones y nos pide en cambio, por contestación, una música sugeridora de lo indecible. El pensamiento sube más allá del mismo pensamiento. Así es la experiencia de Ignacio: mientras las palabras van poblando su corazón, la naturaleza y la creación hablan, las palabras se silencian y él queda contemplando al Dios de todo lo creado.

 

La pregunta comienza a girar alrededor de este transformado en Cristo: ¿irá para contemplativo este silencioso rumiante del cielo, de las estrellas y de la Palabra de Dios? Primero quiere saldar el propósito pendiente que le quema las entrañas, deseando ya estar sano del todo para ponerse en camino hacia Jerusalén. Vive con intensidad el culto al instante presente rico y hondo, pero de nuevo se proyecta y huye hacia el futuro. Hasta comienza a echar cuentas de lo que hará cuando vuelva de Jerusalén. Le domina la idea de vivir siempre en penitencia, en lugar apartado y comiendo hierbas, como San Onofre, porque el asco de sí le acompaña, el afán de ejercitar el odio que contra sí tenía concebido (así dice él, entendiéndolo como un no querer más aquella vida, de apartarse de todo lo que lo había llevado por mal camino, a no estar en Dios). Ardientemente extremoso está Ignacio en esta etapa primera de su camino de converso. Él soñaba con la Cartuja de Miraflores de Burgos, que es la que estaba más cerca de su casa. Un criado de los Loyola que tuvo que viajar, recibió el encargo secretísimo de Inigo: informarse de las reglas de los monjes. Este criado cumplió con el encargo y quedó contento Ignacio de los informes recibidos. Lo primero que tenía que hacer era ir a Jerusalén y pronto ya se hallaba con algunas fuerzas. Para llegar a Jerusalén había que traspasar otra vez, y esta vez de modo definitivo, el dintel del portón de los Loyola. Pasar bajo la caldera del escudo, con el propósito oculto que tenía en su corazón. Nadie sabe a dónde va. Él tampoco. Él cree que es Jerusalén su destino, y lo era en parte, o lo más importante en todo caso: su aspiración de cielo. Mientras tanto, Dios le tiene preparado otros muchos y variados caminos.

Sus ojos y su actitud comienzan a dejar traslucir que algo nuevo estaba pasando. Se lo veía del todo diverso y distinto en su actuar. Los otros intuían que si Ignacio ponía un pie afuera era porque no iba a volver. Un gigante se había despertado. Entonces el resto comienza como a querer achicar su experiencia. Martín, su hermano sacerdote, le muestra puerta por puerta, habitación por habitación del Palacio Loyola, lo que le esperaba y prometía a él la vida, resguardado del mundo difícil de afuera. Es como que querían borrar en el corazón del águila el deseo de volar. Ésta es la tentación que se juega en aquel tiempo en que Ignacio está deseando dar un paso grande: superar el dintel. Lo están queriendo achicar y apagar en el alma los deseos que Dios mismo ha puesto, para que se quede en lo de los Loyola.

Padre Javier Soteras