La oración del corazón

miércoles, 19 de junio de 2019
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Catequesis en un minuto

19/06/2019 – Miércoles de la undécima semana del tiempo ordinario

Jesús dijo a sus discípulos:
Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo.
Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha,
para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro,
para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

San Mateo 6,1-6.16-18

 

La esencia de la oración del corazón consiste en estar con el espíritu y el corazón unidos, en presencia de Dios. Si la oración fuera un simple ejercicio de la razón, pronto caeríamos en debates interiores con Dios, inútiles e irrelevantes. Si en cambio, la oración sólo incluyera a nuestro corazón, llegaríamos pronto a la opinión de que la buena oración consiste en los buenos sentimientos. Pero la oración del corazón propiamente dicha, unifica el espíritu y el corazón en la intimidad del amor de Dios.

Ésta es la oración a la que se refería el peregrino ruso que expresa así, a su modo conmovedoramente ingenuo, la profunda sabiduría de los maestros espirituales de su tiempo. En las palabras: “Señor Jesucristo, ten misericordia de mí” tenemos ante nosotros una formula breve y eficaz de cualquier oración. Se dirige a Jesús, al Hijo de Dios que ha vivido para nosotros, que sido muerto y resucitado. La oración lo proclama como el Cristo, el Ungido, el Mesías a quien esperamos; lo nombra nuestro Señor, el Señor de todo nuestro ser con cuerpo, espíritu, alma, pensamientos, sentimientos y acciones; y demuestra nuestra profunda relación con Él, desde el reconocimiento de nuestra propensión al pecado y el humilde ruego de su perdón, de su gloria, de su misericordia, de su amor, de su ternura.

La oración del corazón está allí, para guiar a los cristianos que, en la actualidad, buscan un camino que los lleve al encuentro personal con Dios. Más que nunca nos sentimos como extraños en este tren que es el mundo, que avanza y se modifica velozmente. Pero a pesar de ello no queremos escapar de este mundo. Deseamos, en cambio, pertenecer por completo, sin hundirnos en sus mareas tormentosas. Queremos estar despiertos y abiertos a todo lo que sucede a nuestro alrededor, sin que ninguna fractura interior nos paralice. Queremos avanzar con los ojos abiertos a través de este valle de lágrimas, sin perder la relación con Dios que nos llama hacia una tierra nueva. Queremos tener un corazón abierto para todos los encontramos en nuestro camino y piden por un refugio acogedor aun cuando ellos también están firmemente arraigados en el amor íntimo de nuestro Dios.

La oración del corazón nos ofrece una oportunidad para ello. Es como un arroyo susurrante que continúa fluyendo bajo las numerosas olas de la cotidianeidad y que nos abre a la posibilidad de vivir en el mundo sin ser del mundo, y, en medio de nuestro estado de soledad, extendernos hacia nuestro Dios.

 

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