La parábola del hijo pródigo o del padre misericordioso

domingo, 20 de marzo de 2011
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11 “Jesús dijo también: «Un hombre tenía dos hijos.

12 El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde". Y el padre les repartió sus bienes.

13 Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.

14 Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.

15 Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos.

16 El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.

17 Entrando en sí mismo recapacitó y se dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!".

18 Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti;

19 ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros".

20 Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.

21 El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo".

22 Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.

23 Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos,

24 porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado". Y comenzó la fiesta.

25 El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza.

26 Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso.

27 El le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero y engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo".

28 El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara,

29 pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.

30 ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!".

31 Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.

32 Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado"».

 

El capítulo 15 de Lucas es el que mejor declara la noción de pecado como aparece relatado en los Evangelios sinópticos. No es casual que sea el pasaje que más ternura nos regala del amor de Dios. La enseñanza principal de las tres parábolas (de la oveja perdida, de la dracma perdida y de la vuelta a la casa del padre del hijo que había malgastado sus bienes) recae sobre un lugar común; éste en el que nos abrimos en la primera semana, con vergüenza y confusión de nosotros mismos, como dice la invitación a la gracia que hay que pedir en estos días.

La misericordia de Dios es grande. El mensajero y el instrumento es Cristo nuestro Señor. Él, a todo lo que no está bien en nosotros, le ve el mejor costado. Quiere justificar su actitud frente a los pecadores. Esa actitud que, precisamente, es mostrarnos al padre, que celebra una fiesta por la vuelta del hijo que ha perdido el rumbo. En la parábola del hijo pródigo todo está centrado en el rostro del padre. Sólo es mencionada su alegría, no la del hijo menor. Su amor de padre sigue siendo incomprensible, no sólo para los servidores, sino para el mismo hijo mayor. Nadie entiende, en realidad, como es que se arma la fiesta. La de la misericordia divina es una lógica distinta y, para comprenderla, de algún modo, hay que ponerse en los zapatos del padre. Por eso se ha dicho que, en lugar de llamarse del hijo pródigo, debería llamarse la parábola del padre de la misericordia, porque en el centro de la escena está el padre de la misericordia.

Además, de esta parábola se puede deducir una doctrina muy precisa sobre el pecado y su naturaleza. La parábola opone dos nociones de pecado y dos nociones de justicia. El hijo mayor, aunque no representa propiamente a los fariseos, tiene una idea de la justicia muy semejante a la de ellos: se funda en la noción de la retribución por el mérito. Esta justicia consiste esencialmente en salvaguardar el orden por fuera, mucho más que las relaciones personales entre el hombre y Dios, desde el lugar donde el hombre es llamado a vincularse con Dios, desde las entrañas de su ser, lo que las Sagradas Escrituras definen como “corazón”. El hijo mayor comparte exteriormente la vida familiar, pero su alma está marchita: no es de hijo y, por lo tanto, no es de hermano. El amor paterno hacia su hermano constituye para él un enigma, no entiende, es como un escándalo. En su pensamiento, el pecado es la violación a un orden externo, haber roto con una regla, con un compromiso; haber transgredido, haber pasado el límite. No concibe que pueda haber pecado si no existe una transgresión formal, exterior a él. A esta concepción, típicamente marcada por la Ley, la parábola opone otra. No es que el pecado deje de ser una ofensa a Dios; por el contrario, el hijo menor lo repite en dos ocasiones, he pecado contra el cielo y contra ti; pero todo está en saber dónde está la ofensa: ¿está en haber despilfarrado la herencia familiar? Esto es lo que piensa el hijo mayor (“ha despilfarrado tu herencia” cfr Lc. 15,30). De acuerdo con la idea que se había formado de la justicia y del pecado, así presenta él esta transgresión del hijo menor. Pero ésta no es la enseñanza de la parábola. La enseñanza es que el hijo pródigo ha ofendido a su Padre rehusando a ser su Hijo ("Padre, dame la parte de herencia que me corresponde"). Está parado en un lugar de querer anticipadamente lo que no le pertenece. Y este lugar es de profunda ofensa al sentimiento del padre. Sin embargo, con todo la libertad paterna, y sabiendo que es desde ese lugar donde él, todavía, puede ejercer paternidad sobre su hijo, sigue la corriente del deseo de su hijo y le da lo que le pide. Desde ahí comienza una nueva historia, porque el hijo se pierde, aunque después la historia dice que todo termina bien, gracias al amor materno del padre.

La enseñanza es que el hijo ha ofendido a su Padre rehusando a recibirlo todo del amor de su padre, pretendiendo no depender de él sino sólo de sí mismo. Es esta conciencia de autosuficiencia social en la que vivimos la que representa una parte importante de nuestro ser personal. En estos tiempos de modernidad, creemos que hemos conseguido bajo el signo de la razón, la ciencia, la técnología y los sistemas de comunicación, tocar el cielo con las manos, olvidándonos del Dios vivo. Y la autosuficiencia nos hace, como al hijo que malgastó los bienes, malgastar lo mejor de nuestras vidas, porque en el fondo comienza a arruinarse la historia cuando queremos ocupar el lugar de Dios, cuando en la autosuficiencia creemos que somos dios.

¿Cómo se tradujeron estas sensaciones de autosuficiencia y de divinidad en el corazón del hijo que partió de la casa del padre? Alejamiento de la familia, y alejamiento de Dios; mal uso de todos y cada uno de los bienes que había recibido, malgastó sus bienes; pérdida de la conciencia moral, se enredó en historias que le hicieron mucho daño.

Desde este lugar, él toma una decisión, se determina a hacer algo distinto. Quiere salir de la muerte que le genera el pecado y se dice “ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti”. Por eso nosotros, a la luz de su bello testimonio, queremos que el Padre nos muestre lo que en nosotros no va más para dar un paso más y volver a su encuentro.

Para la vuelta, hay una conciencia que se despierta. En el verso 17 aparece esta conciencia nueva que emerge en el hijo que se apartó: Entrando en sí mismo recapacitó y se dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!". Y a partir de allí, decidió volver a la casa de su padre.

Es imposiblecomenzar este camino de retorno a lo que hemos perdido, dejando entre jirones las partes más bellas de la vida, habiéndonos llenado de barro, de tierra, habiendo perdido dignidades, alegrías y gozos (esto que la vida nos hace cuando nos pega algúuas cachetadas y nos hiere desde este lugar de pérdida de la conciencia de Dios); es importante para recuperar esa conciencia del rostro de Dios en nosotros y decir volveré a aquél lugar de vida que es la presencia de Dios, mi Padre, entrar en sí mismo.

Y es bueno preguntarse ¿qué me ayuda a entrar en mí mismo? Muchas veces nosotros tenemos como ese vivir hacia fuera, confundimos la diversión con la distracción; y el divertimiento es justamente eso, estar lanzado hacia fuera. Hay todo un mecanismo en la sociedad en la que vivimos donde como personas tendemos a ubicarnos por fuera de nosotros mismos. Y, la verdad sea dicha, para poder dar estos pasos de vuelta hacia el lugar donde Dios nos quiere con Él, en Él y para Él, hay que encontrar lo de dentro. Volveré a la casa de mi Padre, desde esta recuperada conciencia de sí mismo.

¿Qué ayuda a entrar en uno mismo? El descanso, una buena charla, un libro, un momento de oración, el encuentro con la Palabra, el rezo del Rosario, la contemplación de un paisaje, el recordar cosas bellas, el tener fresco en tu corazón lo mejor de la infancia… son lugares donde la vida está latiendo con toda su frescura. Es desde allí donde se puede hacer pie en medio del barro. Así como cuando uno, yendo en auto, se empantana por el barro y para salir hay que encontrar un punto de apoyo; nadie puede salir del barro sin encontrar un punto de apoyo. Si pudiéramos representar el pecado como el barro, el punto de apoyo es el volver sobre sí mismo, y las cosas que te permiten encontrarte con lo más genuino de tu vida. Desde allí sí se puede decir “volveré a la casa de mi Padre”.

Uno se pone en marcha cuando el corazón dictó el camino, sobre todo cuando tiene que ver la vuelta con estos lugares de vida, lo que representa justamente, el rostro paterno. Se sale de la muerte y se va a la vida cuando el corazón reaccionó y cuando mandó el mensaje a la inteligencia, que puede comenzar a ver con luz distinta el rumbo de los propios pasos. Éste es el viaje más largo, dicen algunos: el que va de la inteligencia al corazón y del corazón a la inteligencia. Por eso, con una hermosa expresión de Mateo Bautista, se nos invita a tener un corazón inteligente y una inteligencia con capacidad de amar. Dios quiere que tengamos una síntesis de vida, integral, un corazón que arda en toda su fuerza por la gracia del amor y que, al mismo tiempo en discernimiento y con inteligencia pueda orientarse de manera encausada en la vida. Una inteligencia aguda, firme, criteriosa; pero al mismo tiempo que sea capaz en el amor de encontrar los mejores modos para entender la realidad y su modo de interactuar con ella.

Cuando el hijo dice “volveré a la casa de mi Padre” porque ha vuelto sobre sí mismo y se encontró con su corazón herido, maltrecho, pero al mismo tiempo con el amor del padre ("¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!". ), ¿¡cómo no me va a recibir a mí?! Desde ese lugar el hijo, en el encuentro en lo más profundo de su corazón con la bondad de su padre, decide inteligentemente comenzar a recorrer los caminos por donde los derroteros de la vida lo habían llevado a perderse entre chanchos y a revolcarse en el estiércol en medio de ellos. “Volveré a la casa de mi Padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No merezco ser llamado hijo tuyo. Por lo menos, trátame como a tu jornalero”, que sabemos es un trato de bondad.

No hay lugar para el discurso del hijo. No hay lugar. Ahora el discurso es del padre. El hijo tuvo su discurso, pero queda como nada al decir del padre. El decir del padre arranca con un gesto que habla más que mil palabras: salió corriendo, lo abrazó, lo besó. En el beso y el abrazo lo envolvió con su paternidad y le devolvió la dignidad que había perdido, habiendo quedado desnudo frente a todo mal uso de su libertad. Y comienza a poner las cosas en su lugar, hagamos una fiesta.  Y lo viste, le pone un anillo, calzado, ropa nueva, le devuelve su lugar. El protagonismo del padre es ése, ponernos en nuestro lugar, devolvernos a ese lugar. Nosotros, en la autosuficiencia, creyendo que podemos hacernos un lugar en la vida, nos olvidamos del Señor, de Dios que nos guía por la vida. Y cuando agotados, estresados; malgastando el tiempo, los bienes y el corazón; hartos de todo placer y llenos de ninguna satisfacción interior; cuando hacemos esa experiencia de hartazgo de nosotros mismos, comienza el Padre a poner las cosas en su lugar, si de verdad, inteligentemente, somos iluminados por lo que perdimos en el camino. Y nos decidimos como el hijo: “volveré a la casa de mi Padre”. En esa decisión de vuelta el padre, que nos atrae con su mirada y su presencia, nos regala la posibilidad de ubicarnos, devolviéndonos la dignidad, la vida.

¡Cuánta alegría hay en el corazón del Padre! Toda la alegría. Él expresa: “Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado”. la alegría del Padre no está en las razones que él tenía, de haberle dicho no te vayas, te va a ir mal, esperá un poco, no te apures…; no está en tenía razón. Sino en qué bueno volverlo a ver.  ¡Qué bien es a los ojos del padre lo mal que está el hijo, ¿qué increíble esto, no? El padre podría haber dicho ¡qué desastre, qué le pasó?! Pero no le interesa qué perdió, ni dónde anduvo enredado; no le pregunta nada. Lo abraza, lo besa y lo reviste.

Así es el Padre Dios. No te va a preguntar nada.

Cuentan que el Padre Pío en una de sus confesiones, con esa mirada tan profunda que tenía del alma de las personas y ese contacto tan bello que tenía con Dios (creo que se trataba de él, o de algún otro santo), en un momento un pecador se acerca y pregunta por sus pecados del pasado que no habían sido confesados, y el santo dice Dios dice que no se acuerda de esto.

Y es así, Dios no anda revolviendo la basura, no es ése el rostro de Dios verdadero. Por eso, atención, en este tiempo donde aparecen todas nuestras miserias, es para entregárselas a Él y para pedirle su perdón, es decir, para ir a Él y que Él nos revista con su dignidad. Toda esta semana de los Ejercicios Espirituales termina con una hermosa y bella confesión de este tiempo, de la vida, como nos salga, donde podamos experimentar esta gracia que nos regala hoy: el amor misericordioso del Padre. Él te abraza, dejate abrazar por su amor.

Padre Javier Soteras