La reconciliacion: una fiesta para todos

lunes, 7 de noviembre de 2011
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La fiesta del encuentro

En la historia de la vida de la iglesia, la penitencia, el sacramento de la reconciliación ha sido vivido en gran variedad de formas, comunitarias, individuales, que sin embargo; ha mantenido toda la estructura fundamental del encuentro personal entre el pecador que se arrepiente y el Dios vivo que se muestra a través de la mediación de un ministro de la comunidad eclesial, sea este el obispo o el sacerdote. A través de la palabra de la absolución, pronunciada por un hombre pecador que, sin embargo ha sido elegido y consagrado para el ministerio de esto mismo. El que recibe al pecador arrepentido, lo reconcilia con el padre y en el don del espíritu santo lo renueva como miembro vivo de la iglesia. Esto es estar reconciliados, esto es vivir en gracia de reconciliación, haber hecho consiente nuestra condición pecadora y al mismo tiempo recurrir a la instrumentalidad, a la mediación, que en la iglesia Dios opera para que en los ministros de su persona pueda Cristo, manifestarse con el don del abrazo de la reconciliación y desde allí, renovar toda nuestra vida enclave trinitaria, con el Padre, el Hijo y el espíritu santo. Esta fiesta de la reconciliación supone un reencuentro consigo mismo y un reencuentro con los hermanos, un reencuentro con Dios en todas sus personas, celebramos un encuentro como una fiesta. Seguramente cuando has celebrado el sacramento de la reconciliación, te has podido confesar, habrás encontrado en más de una oportunidad, esta alegría y este gozo, esta gracia de paz y de alivio, esta certeza de que Dios cuando nos reconcilia en Cristo nos sana interiormente. Seguro que en más de una oportunidad la sonrisa y la alegría, la esperanza y la fuerza que necesitabas para el camino apareció de la mano de este sacramento.

Consigna: Momentos de encuentro reconciliados con Dios que nos marcaron un antes y un después, en el camino del seguimiento de Jesús.

Una de las perspectivas que marca el monseñor Bruno Forte en esta carta pastoral es la dimensión trinitaria que opera en el corazón del reconciliado y en este sentido hay una vuelta al Padre, el segundo punto de nuestro encuentro.

En relación a Dios Padre, decía Forte, la penitencia se presenta como una vuelta a casa, este es el sentido de la palabra de “shuba”, que el hebreo usa para decir conversión, “shuba” termino que implica conversión, supone un pegar la vuelta al origen, mediante la toma de conciencia de la culpa, nos damos cuenta de estar en el exilio, lejanos de la patria del amor, advertimos allí malestar, dolor, porque comprendemos que la culpa es una ruptura de la alianza con el Señor, un rechazo de su amor. El amor no es amado, y por eso es también, fuente de alineación, porque el pecado lo que hace es desarraigar de nosotros la verdadera morada, la morada es el corazón del padre. Quien se sabe pecador y se reconoce como tal, sabe que no está en su sitio y volver a la casa del padre entonces sería como volver a nuestra condición de hijos, con humildad, de quien sabe que no es digno de ser llamado así, podemos decidirnos a ir a llamar a la puerta del Padre con esa actitud, que seguramente nos va a sorprender con una mirada que esperaba hacia tiempo el retorno y con una celebración de manos y puertas abiertas, al corazón del que, con humildad y arrepentimiento, se dispone a recibir la gratuidad de este perdón. El padre quiere reconciliarnos con él, convirtiéndonos de alguna manera a nosotros mismos. Estando el todavía lejos, lo vio a su padre y conmovido corrió, se echo a su cuello y le beso efusivamente, dándole la bienvenida a este lugar de pertenencia, con extraordinaria ternura. Dios nos introduce de modo renovado, en la condición de hijos, ofrecida por esta alianza que establece Jesús. En ese sentido, el sacramento de la reconciliación, si hay algo que percibimos y que celebramos es sabernos dándonos el padre la bienvenida, sabernos cobijados, sabernos reconocidos como hijos, saber que no se mira en nosotros lo que ha sido una falta que nos aparto del camino cuanto a la posibilidad de regreso y de encuentro entre Dios como Padre y nosotros como hijos.

El sacramento de la reconciliación es el lugar donde el hijo se hace camino, para que nosotros podamos alcanzar la meta, que es el corazón del Padre, del Señor en cuanto crucificado y resucitado, que se nos entregue, se nos ofrece infundiendo su espíritu en nuestros corazones, es el que nos acerca, el que nos atrae y el que nos pone en contacto con el misterio de Dios el Padre, el lugar donde habíamos partido y de donde estábamos exiliados, como alienados de nosotros mismos. Este encuentro se realiza mediante el itinerario que lleva a cada uno de nosotros a confesar con humildad y sencillez, el dolor de nuestro pecado, de recibir con gratitud plena y estupor, el perdón que Dios nos regala en la ofrenda de la vida que hace de su hijo Jesús, unidos en Él, en su muerte en la cruz, morimos nosotros también, al pecado y al hombre viejo que en Él ha triunfado, su sangre derramada por nosotros, nos acerca, es como que nos lleva al encuentro con Dios, el Padre y que nos pone en sintonía de comunión con los hermanos, la fuerza del amor de Dios expresada en la Pascua de Cristo rompe los muros de la enemistad y nos permite salir de aquel lugar donde estábamos como prisioneros, en nuestra propia soledad, sin esperanza y sin amor. Verdaderamente la sangre del cordero reconcilia, la fuerza de la resurrección nos alcanza y nos transforma, el resucitado nos toca el corazón, lo hace arder con una fe nueva, nos abre los ojos y nos hace capaces de reconocerlo junto a nosotros y reconocer su voz en quien tiene necesidad de nosotros. Toda nuestra existencia de pecadores, unida a Cristo crucificado y resucitado, se ofrece a la misericordia de Dios para ser curada de la angustia, liberada del peso de la culpa, confirmada en los dones de Dios y renovada en la potencia de ese amor suyo, que se hace camino y triunfa sobre los sin caminos y desorientaciones que damos cuando nos apartamos del misterio del padre y somos invadidos por esa fuerza ignominiosa de poder destructor que tiene el pecado.

El Padre nos espera para cobijarnos en su amor, el Hijo nos muestra el camino y reconciliados por la Pascua de Jesús, que derrama su sangre para romper en nosotros la fuerza de enemistad que el pecado nos pone en el corazón, una vez que hemos sido reconciliados con el Padre en Cristo, la vida del espíritu comienza a transitar en nosotros con vida nueva.

Brota del corazón de Cristo el don de la gracia del espíritu santo, el momento en el que la Pascua del perdón se celebra en nosotros, el espíritu empuja al que ha pecado, al perdón y expresar en la vida la paz recibida, el don de la reconciliación celebrado, la fraternidad compartida, aceptando sobre todo la consecuencia de la culpa cometida. Esto que llamamos pena, que es como el efecto de la enfermedad representada por el pecado y que hay que considerarla como una herida, que curar con el oleo de la gracia y la paciencia del amor que debemos tener particularmente para con nosotros mismos. Una vez que se entro en la casa desordenada, hay que comenzar a poner las cosas en su lugar, a poner orden, por esta gracia que dios nos da de reparación. El espíritu santo es el que celebra en nosotros este don de reparar y de restaurar, de rearmar, de poner las cosas en el lugar donde corresponde. Hemos sido saqueados por la fuerza del pecado, este misterio de iniquidad y de destrucción que genera el pecado, que lo liberamos a esa fuerza de muerte con la presencia del padre que en Cristo nos ofrece la vida, comenzamos como a poner las cosas en su lugar por ese camino penitencial que recorremos en la vida del espíritu. El espíritu nos ayuda a madurar el pros pósito de vivir un camino permanente de conversión con empeños concretos de caridad, de oración. El signo penitencial requerido por el confesor sirve justamente para expresar esta lección, cuando nos vamos a confesar el cura nos dice: “como penitencia tal acción”, que no es que con eso se complete todo el camino penitencial, como si uno cumpliendo con aquello quedara con la deuda saldada de lo que es la reparación de la propia vida, lo que saldo la deuda del pecado es la fuerza del perdón que en Cristo nos da el sacerdote, pero la tarea de reparación penitencial que encuentra un signo en la que nos da el sacerdote, es todo un programa de vida de reparación y en eso va de la mano la vida del espíritu en el don de la paz, la gracia de la paciencia, el ejercicio de la caridad, el servicio y la gracia de la humildad interior.

Un camino se comienza a recorrer en el espíritu cuando una vez que hemos sido perdonados en el sacramento de la reconciliación, trabajamos sobre las penas que ha dejado el pecado.

Déjense reconciliar con Cristo, dice el apóstol Pablo. Y Forte presenta dos testimonios sorprendentes sobre esta acción de reparación de la vida que el espíritu obra en el corazón del que se deja reconciliar con Jesús. El primer Frederic Nietzche, que después fue un guerrero contra Dios, vivió profundamente y vale la pena rescatar en sus escritos juveniles esta experiencia de reconciliación con Dios. Dice un texto suyo que presenta Forte, “Una vez más ante de partir y dirigir mi mirada hacia lo alto, al quedarme solo, llevo mis manos a Ti, en quien me refugio, a quien desde lo profundo del corazón he consagrado altares para que cada hora tu voz me vuelva a llamar. Quiero conocerte a Ti, el desconocido, que penetras hasta el fondo del alma y como tempestad sacudes mi vida, tu que eres inalcanzable y sin embargo semejante a mí. Quiero conocerte y también servirte”.

La otra voz a la que hace mención, Bruno Forte, es la que se atribuye a Francisco de Asís, que expresaba la verdad de una vida renovada por la gracia del perdón, “Señor, haz de mí un instrumento de tu paz. Que allá donde haya odio, yo ponga amor. Que allá donde haya ofensa, yo ponga perdón. Que allá donde haya discordia, yo ponga la unión. Que allá donde haya error, yo ponga la verdad. Que allá donde haya duda, yo ponga la fe. Que allá donde haya desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde haya tinieblas, yo ponga la luz. Que donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Señor, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar. Ser comprendido, cuanto comprender. Ser amado, cuanto amar.”

Son estos los frutos de la reconciliación invocada y recibida en Dios. Y cuantas cosas más nosotros podríamos decir desde nuestro testimonio de vida de lo que significó el paso de Dios en la gracia de la reconciliación. Por eso hoy te invito a compartir aquellas experiencias de gracia de reconciliación con la que Dios a través del sacramento marcó un antes y un después en tu camino.

 

Renovar la gracia del sacramento en el espíritu.

 

Si queremos que este sacramento, dice Forte, sea verdaderamente eficaz, en la lucha contra el pecado, su modo de administrarlo y recibirlo debe ser renovado en el espíritu, como cualquier otra cosa de la vida de la iglesia. En el vínculo entre el Espíritu Santo y el perdón de los pecados está en las palabras mismas de institución del sacramento, reciban el Espíritu Santo, a quienes perdonen los pecados le quedan perdonados, a quienes se los retengan, le quedan retenidos.

Una antigua oración litúrgica dice: “Te rogamos Señor, que el Espíritu Santo sane nuestras almas con los divinos sacramentos, porque el mismo es la remisión de todos los pecados”. Esta audaz afirmación se inspira en San Ambrosio, dice él, “En la remisión de los pecados, los hombres desempeñan un ministerio pero no ejercen potestad propia alguna puesto que es por el Espíritu Santo que los pecados son perdonados”. Es por este camino de fuego, de transformación, de gracia de consuelo, de presencia de sanidad, de capacidad de restauración escondida en el don del Espíritu Santo, donde somos invitados a abrirnos a la gracia del perdón y de reconciliación en el sacramento como lugar de profunda renovación para nuestras vidas.

Robar el sacramento en el Espíritu, quiere decir vivir la confesión no como un rito, como una costumbre o una obligación que hay que cumplir una vez al año o cada un tiempo en donde uno se ha marcado un itinerario espiritual, sino quiere decir, tener un encuentro personal con el resucitado, que nos permite como a Tomás, tocar sus llagas, sentir en nosotros las fuerzas sanadoras de su sangre y gustar el gozo de estar salvados.

La confesión nos permite experimentar, dice el padre Bruno Forte en nosotros lo que la iglesia canta la noche de la pascua, “oh feliz culpa, que nos ha merecido tal redentor”.

Jesús sabe hacer de todas las culpas nuestras, una vez reconocidas claro, felices culpas. Culpas que ya no se recuerdan más sino por la experiencia de misericordia y de ternura divina de la que hemos sido librados. Un milagro mayor que decir a un paralítico, levántate y anda, sucede en cada absolución, “Tus pecados te son perdonados y vete en paz”. Sólo el poder de la gracia puede crear de la nada lo que no es y deducir a la nada lo que es. Y esto es lo que ocurre cuando somos redimidos del pecado. En ese acto de redención se realiza de hecho lo que sucede de derecho en la cruz, es destruido el cuerpo del pecado y literalmente mutilado. El sacramento de la confesión pone a nuestra disposición un remedio único, excelente e insuperable para hacer siempre de nuevo la experiencia de la justificación, de la plenitud, gratis a través del camino de creer que Dios puede, a donde no podemos, con la fuerza de su poder somos reconciliados, por Él en Cristo Jesús.

Esa necesidad que tenemos del amor de Dios que nos reconcilia en Cristo por la gracia del espíritu santo, nos da la posibilidad de realizar, cada vez, el maravilloso intercambio por el que nosotros, dice Bruno Forte, damos a Cristo nuestro pecado y Él nos da a nosotros su justicia, después de cada buena confesión, somos republicanos que, solo por haber dicho: “Señor, ten piedad de mi, soy un pecador”, vuelve a su propia historia, a su casa, justificado, perdonado, transformado. Recibida la absolución, tenemos que estar atentos para no repetir el error de los nueve leprosos, quienes siguieron de cerca al Señor, hicieron vuelta para darle gracia. Miremos que hace en el mosaico de la capilla pecadora, aquella pecadora a la que, mucho le ha sido perdonado, con que infinita devoción y conmoción se agacha para lavar y besar los pies de Jesús y secarlos con su cabello cuando los ha mojado con sus lágrimas. También nosotros después de cada confesión, podemos correr a la casa donde Jesús está en un banquete, en la casa de los pobres, en la calle, entre los amigos necesitados, en el lugar donde se esconde Jesús, en el compañero de trabajo, en la esposa o en el esposo, en los hijos o en los padres, y allí no dudar de ir al encuentro de Él, también nosotros para amarlo, sirviéndolo en gracia y fraternidad.

 

                                                                   Padre Javier Soteras