La vuelta al padre

miércoles, 9 de noviembre de 2011
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LA VUELTA AL PADRE

 

 

Este Sacramento tiene diversos nombres: Sacramento de la conversión, porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre del que nosotros nos hemos alejado por la fuerza que el pecado obra en nosotros.

Se lo llama Sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del pecador.

Es llamado Sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo se llama también "confesión" por el reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia. Cuando nos confesamos, confesamos que Dios es Padre misericordioso.

Se lo llama también Sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental de quien es ministro, sacerdote, recibimos de parte de Dios la gracia de ser reconciliados en la paz, perdonados.

Se lo denomina también Sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: "Déjense reconciliar con Dios" dice el Apóstol San Pablo (2 Co 5,20). El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: "Ve primero a reconciliarte con tu hermano" (Mt 5,24).

 

Estos y otros nombres, los que adquiere en nuestra vida: ¿cómo lo hemos celebrado, cómo recibir este don de amistad renovada por parte de Dios? En nosotros, según el contexto en el que celebramos el Sacramento, toma un nombre particular: de la paz, del gozo, de la luz. ¿Qué nombre tomó en tu vida este Sacramento?

 

 

“Ustedes han sido lavados, han sido santificados, han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en este Sacramento, que tiene tantos nombres cuanta tanta es la experiencia de gracia que se nos ofrece en este don de alianza renovada, la misma que recibimos en el Bautismo y que se renueva como misterio del amor de Dios que habita en comunión con nosotros.

 

Hay algo que es claro: todos necesitamos de esta gracia. Dice el apóstol S. Juan: "Si decimos: `no tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1,8). El Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios nos concede por nuestras ofensas.

 

Es un proceso de conversión a Cristo que viene desde el momento del nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo. El don de la gracia del Espíritu es el que transforma, el que nos hace nuevos. Es este Espíritu Santo el que viene a acrecentar su presencia, a anidar de nuevo si de allí fue expulsado; a ponernos en comunión de vínculo de amistad con Dios; es el que verdaderamente nos acompaña en el proceso de nuestra transformación.

 

En el don de la Reconciliación se renueva en nosotros la gracia bautismal. La gracia del Bautismo es fruto de la vida del Espíritu en nosotros.

 

 

LA CONVERSION DE LOS BAUTIZADOS

 

(puntos 1427 y ss del Catecismo de la Iglesia Católica) Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión, el primer paso al cambio. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza esa gracia de plenitud, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

Este cambio, esta transformación, la renovamos y la fortalecemos cuando celebramos este Sacramento. Si bien hemos recibido la remisión de todos los pecados, queda en nosotros lo que distinguimos como concuspicencia, que es una cierta inclinación a volver al lugar de donde salimos después que hemos sido remidos por la gracia bautismal. Por eso necesitamos ser renovados y transformados por esta gracia de reconciliación. Nos transformamos de nuestra condición antigua, y vamos hacia la condición nueva.

 

¿Cuál es el punto de apoyo para la partida? La contrición, el corazón contrito. El corazón contrito es como cuando la rueda está empantanada: para ir para adelante, pisa fuerte, no patina. La culpa, como sentimiento que no arraiga en un corazón contrito, hace que la rueda empantanada más y más se hunda en el barro. La contrición, que es una conciencia real del pecado a la luz de la presencia de Dios, nos hace pisar firme sobre un territorio que está empantanado, para ir hacia delante. Un corazón contrito es un corazón que se pone en marcha, desde la conciencia de sí mismo de estar en pecado y enemistado con Dios, con los demás, con uno mismo; y en esa conciencia Dios habita moviéndonos al cambio, a la conversión, a la transformación, por gracia de Dios. Eso es lo que celebramos cuando nos acercamos al Sacramento de la Reconciliación: celebramos el hecho de que así como estamos (que no estamos del todo bien, y en algunos casos estamos muy mal), el hecho de que podamos ir hacia lo nuevo y distinto revistiéndonos de una fuerza nueva que, por gracia de Dios, que viene a nuestro encuentro haciéndonos madurar y crecer para transformar nuestra vida sobre lo nuevo que Dios nos propone. Cuando se da ese encuentro entre la gracia de Dios y nuestra realidad que necesita transformación, recibimos gracia de contrición, que es la conciencia de que somos pecadores y al mismo tiempo que Dios nos ama y nos quiere siempre distintos, cambiando, mejorando, transformando nuestra vida.

 

 

LA PENITENCIA INTERIOR

 

(puntos 1430 y ss del Catecismo de la Iglesia Católica) Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores "el saco y la ceniza", los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior, es decir la contrición: la decisión de apartarnos del pecado, saliendo de los lugares donde no hay vida para ir hacia donde Dios nos propone.

Sin la gracia de la penitencia interior, las obras penitenciales permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia. Pero el punto de partida es, sin duda, un don de la gracia en el corazón.

La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Todo esto es gracia de Dios que atrae con su corazón misericordioso.

En el relato de la vuelta del hijo a la casa del Padre, esto aparece claramente cuando el hijo dice, decidido y determinado: Volveré a la casa de mi padre. Esta determinación, esta acción de un corazón decidido de ir a la casa del padre, está en el corazón del hijo porque lo que le atrae es la memoria del padre: ¿Cuántos jornaleros en la casa de mi padre comen bien y yo aquí, queriéndome alimentar con las bellotas…? Es decir que en algún lugar de su corazón habita la presencia de la mirada del padre, los gestos del padre, el amor del padre; hay una presencia escondida en el corazón que habla de una vida mejor, distinta, nueva. Uno no sabe que es gracia lo que está ocurriendo; es como una fuerte corriente interior que nos lleva a decir basta, de acá salgo. Cuando se produce el encuentro con la misericordia, esto se hace más palpable; entonces lo decidido se transforma en un acontecimiento festivo, no en una pena. La penitencia debe ser festiva. El Padre muestra el camino en el texto del hijo pródigo y su corazón misericordioso: hagamos fiesta, este hijo mío estaba perdido y ha sido encontrado, estaba muerto y ha vuelto a la vida. Y se arma la fiesta, organizada por el Padre. El hijo después hará su camino de reordenamiento de su vida, de poner las cosas en su lugar. Pero para ello hay que darse la libertad de celebrar el encuentro.

Siempre la fiesta tiene un carácter de impulso para nosotros, por eso hay que encontrar lugares festivos de la vida, aún cuando no lo estemos pasando bien. Aún cuando lo estamos pasando mal hay mucho para celebrar. En el acto de celebrar encontramos la fuerza para ir sobre lo que todavía tenemos que transformar y cambiar, que siempre supone el esfuerzo, una particular dedicación, la tarea de reordenamiento de la propia historia.

Padre Javier Soteras