Los pobres son los porteros del Reino de los Cielos

jueves, 4 de octubre de 2018
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04/10/2018 – Esta vez el padre Alejandro Nicola tomó el tema de los pobres y la pobreza como signo de la presencia del Señor y toda la riqueza que tienen las palabras de los Padres de la Iglesia al respecto. El padre Nicola destacó que el desafío que tiene el crsitiano “es superar la pobreza por la indignidad que supone para el pobre”. Asimismo, indicó que “los pobres representan a Cristo y nos despiertan a la compasión, que es algo muy diferente a la lástima. Porque la compasión tiene que ver con la caridad y con el amor”. En ese sentido, compartió este texto de San Gregorio de Nisa sobre el amor a los pobres:

“No desprecies a los pobres que arrastran su miseria como si fuesen de ningún valor. Considera quiénes son y reconocerás su dignidad: son la presencialización del Salvador. En efecto, Cristo, en su bondad, les ha transferido su propia persona para que, a semejanza de los soldados que, frente al enemigo que ataca, blanden, cual escudo, las insignias reales, a fin de que a la vista de la efigie del soberano, se quebrante y refrene el ímpetu de los asaltantes, así también los pobres puedan, gracias a la representación de Cristo que ostentan, doblegar, calmar y apiadar a cuantos ignoran la compasión o aborrecen francamente a los pobres. Ellos son los administradores de los bienes que también nosotros esperamos; los porteros del reino de los cielos, que abren las puertas a los buenos y compasivos, y la cierran a los malos e inhumanos; ellos son también unos severos fiscales y unos magníficos abogados. Pero acusan o defienden, no con discursos, sino con sola su presencia, al comparecer ante el juez. Gritan lo que se ha hecho contra ellos y lo proclaman con mayor claridad, exactitud y eficacia que cualquier pregonero, en presencia de quien escudriña los corazones y conoce todos los pensamientos de los hombres y lee los movimientos secretos del alma. Por causa de ellos se nos describe con todo lujo de detalles aquel tremendo juicio, del que a menudo habéis oído hablar.

Veo, en efecto, allí al Hijo del hombre venir del cielo, avanzando sobre los aires como si caminase sobre la tierra, escoltado de miríadas de ángeles. Veo a continuación el trono de la gloria, erigido en un lugar excelso, y, sentado en él, al Rey. Veo entonces que todas las familias humanas, los pueblos y las naciones que pasaron por esta vida, que respiraron este aire y contemplaron la luz de este sol, están alineados ante el tribunal, divididos en dos grupos.

Oigo que a los situados a la derecha se les llama corderos y a los situados a la izquierda se los denomina cabritos, nombres que responden a la categoría moral de cada grupo. Oigo al Rey que los interroga y anota sus justificaciones. Oigo lo que ellos responden al Rey. Advierto, finalmente, que cada uno es adornado según sus méritos. A los que fueron buenos y compasivos y llevaron una vida intachable, se les premia con el descanso eterno en el reino de los cielos, en cambio, a los inhumanos, y a los malvados, se les condena al suplicio del fuego, y del fuego eterno. Como sabéis, todas estas cosas se explican en el evangelio con toda diligencia.

Me inclino a creer que esta descripción tan detallada de aquel juicio, que parece un cuadro pintado al vivo, no tiene otra finalidad que inculcarnos la beneficiencia e inducirnos a practicar la benevolencia. En ella va facturada la vida. Ella es la madre de los pobres, la maestra de los ricos, la bondadosa nodriza de sus pupilos, la protectora de los ancianos, la despensa de los necesitados, el puerto común de los miserables, la que se cuida de todas las edades, la que atiende en todas las aflicciones y calamidades”.

El sacerdote cordobés también sostuvo que “Jesús no hizo una distinción entre ricos y pobres. Por eso demonizar al rico es un error, como también decir que los pobres son una calamidad. Sería pasar las características socioeconómicas a claves espirituales y eso no es cristiano”. Y a continuación compartió un texto de San Juan Crisóstomo:

“Para prueba de que sembramos escasamente examinemos quiénes son más en la ciudad: los pobres o los ricos. Y quienes no son ni pobres ni ricos sino término medio. Quiero decir, que hay un 10 por ciento de ricos, otro 10 por ciento de pobres y el resto es clase media. Dividamos entre los necesitados toda la muchedumbre de la ciudad, y veremos cuán grande es nuestra vergüenza. Porque sí, los extraordinariamente ricos son pocos; pero los que a estos siguen en riquezas son muchos, y los pobres, a su vez, muy inferiores en números a éstos. Y sin embargo, a pesar de que hay tantos que pudieran alimentar a los hambrientos, muchos se acuestan con hambre, no porque los que tienen no pudieran con facilidad socorrerlos, sino por la gran crueldad e inhumanidad de los mismos. Porque si los muy ricos se repartieran entre sí a los que necesitan un pedazo de pan y vestidos, apenas si a cada cincuenta y aún a cada cien ricos le tocaría un solo pobre. Y sin embargo, aún con tanta abundancia de quienes pudieran ayudarles, ellos tienen que lamentarse todos los días.

Consideren que la Iglesia, cuyas rentas no llegan a las de uno de esos opulentos, ni aún de los no muy ricos, socorre diariamente a tantas viudas y vírgenes, como que su lista ha alcanzado la cifra de los tres mil. Y juntamente con viudas y vírgenes, ella socorre a los que están en las cárceles, a los que sufren en el hospital, a los que convalecen, a los caminantes, a los mutilados, a los que asisten al altar para ganarse el sustento y el vestido, y a todos los que en general acuden diariamente a su caridad. Y, sin embargo, sus fondos no disminuyen en nada. Con diez personas que se decidieran a gastar como la Iglesia, no quedaría un pobre en toda la ciudad. ¿Qué perdón, qué defensa tendremos, si de lo mismo de que absolutamente nos hemos de desprender al salir de este mundo, ni aún de eso damos parte a los necesitados con la generosidad que otros dan en el teatro? Ya sería un deber, aún cuando hubiéramos de permanecer eternamente en la tierra, no ser escasos en este bello dispendio; pues como sea cierto que no tardaremos de salir de aquí y se nos arrastrará desnudos de todo, ¿qué escusa tendremos si no damos, ni aún de las rentas, a los necesitados y ahogados por la miseria? Porque no quiero obligarte a que disminuya tu capital, no porque realmente no lo desee, sino porque te veo tan recalcitrante. No digo pues eso. No. Gasta sólo de los réditos, no los amontones también a éstos. Basta que tus rentas sigan manando como de fuentes; haz de ellas partícipes a los pobres y sé buen administrador de los bienes que Dios te ha dado”.