20/04/2022 – En “Terapéutica de las enfermedades espirituales”, el padre Juan Ignacio Liébana hizo referencia a las sanaciones sacramentales y las condiciones subjetivas para curar el alma. “La confesión muestra ser una terapéutica eficaz de muchas maneras y a muchos niveles. En primer lugar, el reconocer los pecados es por sí mismo liberador. Mientras no se reconoce e incluso no se revela al prójimo, la falta arraiga en el alma, se desarrolla en ella, y se expande por contagio, carcomiendo y envenenando la vida interior y causando por todas partes importantes estragos. Para el hombre es una carga difícil de llevar, tanto más cuanto que sus efectos se manifiestan a menudo con trastornos que él apenas puede abordar y que se muestra incapaz de dominar. Principalmente es fuente de ansiedad y hasta de angustia, sobre todo debido al sentimiento de culpabilidad que suele acompañarla, y también porque suscita y mantiene la actividad de los demonios que aprovechan este terreno malsano para sembrar la confusión en el alma por todos los medios. Con frecuencia, la falta lleva entonces al sujeto a infravalorarse, a tener una visión pesimista de su ser y de su existencia; engendra en él un estado de abatimiento y desaliento que puede conducirlo a la desesperación. Al encontrarse con el sacerdote en el sacramento, el penitente tiene la posibilidad de romper su aislamiento y salir de la soledad malsana que ofrecía un terreno favorable para el desarrollo de sus males”, comenzó diciendo.
“Los Padres de la Iglesia ven en el sacramento de la Eucaristía no sólo un remedio, sino el remedio por excelencia capaz de curar todos los males vinculados con los pecados. Dice San Juan Crisóstomo: “no hay enfermedad que resista a la virtud de este remedio”. Cuando este remedio penetra en nosotros expulsa, por su efecto contrario, la funesta influencia del veneno introducido ya en nuestro cuerpo. El cuerpo y la sangre de Cristo, absorbidos por el comulgante gracias a la propiedad que poseen de expandirse en su cuerpo y en su alma y de mezclarse íntimamente con ellos, manifiestan sus poderes terapéuticos en todo su ser. Purifican el alma y el cuerpo del comulgante de todo pecado y de toda mancha, de cualquier enfermedad espiritual que haya podido afectarlo desde su bautismo por no haberse comportado según sus dones. Las santas especies -señala San Nicolás Cabasilas- tienen el poder de “reparar en nosotros la imagen de Dios tan pronto como corre el riesgo de deformarse, de restaurar la belleza de nuestra alma, de curar nuestra materia que se está corrompiendo, y de enderezar nuestra voluntad que flaquea”. Así mismo, “lo protegen de todo mal y de los ataques diabólicos” dice san Juan Crisóstomo y, como dice san Juan Damasceno, “son la salvaguarda de su alma y de su cuerpo”, agregó el sacerdote misionero que reside en Santiago del Estero.
“Hay condiciones subjetivas para que la persona alcance la sanidad espiritual. No basta con que exista un médico todopoderoso, capaz de curarlo todo, para que el hombre se encuentre liberado de sus males. Es necesario también que recurra a él. Y, antes, es necesario que desee recobrar la salud. Para ello, debe primero querer sanar, volverse hacia Cristo Médico e invocarlo con todas su fuerzas. En primer lugar, es indispensable que el hombre no se niegue a considerar su estado y ver sus enfermedades y, si toma conciencia de ellas, no se niegue o no descuide llamar a aquel que puede remediarlas. Es preciso saber que no hay ningún mal que el médico celestial no pueda curar. Basta que el hombre se acerque a Él y se ponga en sus manos con toda confianza para que se vea libre de él”, indicó Liébana.
“La fe es la condición primera para la curación, por la que se reconoce a Cristo como el único terapeuta capaz de poner remedio verdaderamente a sus males y apela a Él con la certeza de recibir la curación y la salvación. Esta actitud supone al principio un esfuerzo del hombre caído para superar el estado de negligencia o hasta de indiferencia respecto a su estado de decadencia y sus enfermedades espirituales, así como para vencer las resistencias que oponen sus pasiones a la gracia terapéutica y salvadora de Dios. En la medida en que la fe orienta al hombre hacia Dios y lo une a Él, lo libera y preserva del apego patológico a sí mismo, de la filautía”, dijo el padre Juani.
“San Juan Clímaco describe la penitencia o el arrepentimiento como la restauración del bautismo. Muchos Padres llegan incluso a considerar esta actitud espiritual como un “segundo bautismo”, un segundo nacimiento que viene de Dios. Hacer penitencia es, según muchos Padres, la actividad espiritual que debe primar sobre todas las demás, aquella a la que el hombre debe dedicarse ante todo y casi exclusivamente, mediante la que puede resumirse todo lo que, por su parte, tiene que cumplir para ser curado y salvado. La penitencia es una actitud interior por la cual el hombre reconoce sus faltas, o, más en general, su estado de pecado, se separa de él, pide perdón a Dios e, invocando su ayuda, manifiesta su voluntad de no pecar más en el futuro, de no seguir separado de Dios, sino volver a Él cambiando de actitud”, planteó.
“Por la fe, el hombre reconoce a Cristo como a su Dios y como el único médico capaz de curarlo. Por la penitencia, se vuelve hacia Él lamentando sus faltas para obtener el perdón, se acerca a Él reconociendo que está enfermo para obtener la curación, y manifiesta ante Él la conciencia dolorosa de su insuficiencia para acercarse a Él y no volverse a alejar más. La oración aparece como el complemento de estas dos actitudes; por ella el hombre invoca la ayuda de Dios para obtener los cuidados que su estado de enfermedad necesita, para ser curado y purificado, para abrirse a su gracia y unirse a Él”, cerró en su alocución.
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