María, madre del Redentor

jueves, 10 de noviembre de 2016
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María (2)

10/11/2016 – María es madre del Redentor y si queremos conocer y acercarnos al rostro de Cristo, en María encontramos una buena vía de acceso. Jesús toma de ella la carne, y así como los hijos se asemejan a sus padres, seguramente Jesús tomó algunos de María y luego ella tomará algunos rasgos de su Hijo. Para adentrarnos en el rostro Mariano tomamos una catequesis de Juan Pablo II.

María es Madre nuestra que puedas sentirla así en este tiempo.

“Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa”.

Juan 19,25-27

 

 

Dios eligió el corazón inmaculado de María para en su generoso sí engendrar por la vida Espíritu Santo el rostro del Dios eterno encarnado en el seno materno de María. Ahora que tiene que nacer el nuevo Cristo que es la Iglesia fundada por Jesús en la comunidad de los Doce y en ella a todos nosotros, elige el mismo camino: entrega a Dios de Cristo Jesús en la cruz a María como madre de la comunidad eclesial. 

El Concilio al afirmar que a la Virgen María “se la reconoce y se la venera como verdadera Madre de Dios y del Redentor” (Lumen gentium, 53) señala el vínculo que existe entre la maternidad de María y la redención.

Después de haber tomado conciencia del papel materno de María, venerada en la doctrina y en el culto de los primeros siglos como Madre virginal de Jesucristo y, por consiguiente, Madre de Dios, en la edad Media la piedad y la reflexión teológica de la Iglesia profundizan su colaboración en la obra del Salvador.

Este retraso se explica por el hecho de que el esfuerzo de los Padres de la Iglesia y de los primeros concilios ecuménicos, al centrarse en el misterio de la identidad de Cristo, dejó necesariamente en la sombra otros aspectos del dogma. Sólo progresivamente la verdad revelada se podrá explicitar en toda su riqueza. En el decurso de los siglos la mariología se orientará siempre en función de la cristología. La misma maternidad divina de María es proclamada en el concilio de Éfeso, sobre todo para afirmar la unidad personal de Cristo. De forma análoga sucede con la profundización de la presencia de María en la historia de la salvación.

Ya al final del siglo II, san Ireneo, discípulo de san Policarpo, pone de relieve la aportación de María a la obra de la salvación. Comprendió el valor del consentimiento de María en el momento de la Anunciación, reconociendo en la obediencia y en la fe de la Virgen de Nazaret en el mensaje del ángel la antítesis perfecta a la desobediencia e incredulidad de Eva, con efectos benéficos sobre el destino de la humanidad. En efecto, como Eva causó la muerte, así María, con su sí, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todos los hombres (cf. Adv. haer. 3.22 4: SC 211, 441). Pero se trata de una afirmación que no desarrollaron de modo orgánico y habitual los otros Padres de la Iglesia.

Esa doctrina, en cambio, es sistemáticamente elaborada por primera vez, al final del siglo X, en la Vida de María, escrita por un monje bizantino, Juan el Geómetra. Aquí María está unida a Cristo en toda la obra redentora, participando, de acuerdo con el plan divino, en la cruz y sufriendo por nuestra salvación y nos engendrá con dolores de parto. Unida a Cristo nos llena de la vida de su hijo. Permaneció unida a su Hijo “en toda acción, actitud y voluntad” (Vida de María, Bol. 196 f. 122 v.). La asociación de María a la obra salvífica de Jesús se realiza mediante su amor de Madre, un amor animado por la gracia, que le confiere una fuerza superior: la más libre de pasión se muestra la más compasiva (cf. ib. Bol. 196, f. 123 v.).

En Occidente, san Bernardo, muerto el año 1153, dirigiéndose a María, comenta así la presentación de Jesús en el templo: “Ofrece tu Hijo, Virgen santísima, y presenta al Señor el fruto de tu seno. Para nuestra reconciliación con todos ofrece la hostia santa, agradable a Dios” (Sermo 3 in Purif., 2: PL 183, 370).

Un discípulo y amigo de san Bernardo, Arnaldo de Chartres, destaca en particular la ofrenda de María en el sacrificio del Calvario. Distingue en la cruz “dos altares: uno en el corazón de María; otro en el cuerpo de Cristo. Cristo inmolaba su carne; María, su alma. María se inmola espiritualmente en profunda comunión con Cristo y suplica por la salvación del mundo: “Lo que la Madre pide, el Hijo lo aprueba y el Padre lo otorga” (De septem verbis Domini in cruce, 3: PL 189, 1.694).

Desde esa época otros autores exponen la doctrina de la cooperación especial de María en el sacrificio redentor.

Al mismo tiempo, en el culto y en la piedad cristiana, se desarrolla la mirada contemplativa sobre la compasión de María, representada significativamente en las imágenes de la Piedad. La participación de María en el drama de la cruz hace profundamente humano ese acontecimiento y ayuda a los fieles a entrar en el misterio: la compasión de la Madre hace descubrir mejor la pasión del Hijo.

Con la participación en la obra redentora de Cristo, se reconoce también la maternidad espiritual y universal de María. En Oriente, Juan el Geómetra dice de María: “Tú eres nuestra madre”. Dando gracias a María “por las penas y los sufrimientos padecidos por nosotros”, pone de relieve su afecto maternal y su calidad de madre con respecto a todos los que reciben la salvación (cf. Discurso de despedida sobre la dormición de la gloriosísima Nuestra Señora Madre de Dios, en A. Wenger, L’Assomption de la T.S. Vierge dans la tradition byzantine, 407). Es Madre del Redentor, por ende es también madre de la Redención.

También en Occidente la doctrina de la maternidad espiritual se desarrolla con san Anselmo, que afirma: “Tú eres la madre (…) de la reconciliación y de los reconciliados, la madre de la salvación y de los salvados” (cf. Oratio 52, 8: PL 158, 957 A). María siempre es venerada como Madre de Dios, pero el hecho de ser nuestra madre confiere a su maternidad divina un nuevo rostro y a nosotros nos abre el camino para una comunión más íntima con ella.

La maternidad de María con respecto a nosotros no consiste sólo en un vínculo afectivo: por sus méritos y su intercesión, ella contribuye de forma eficaz a nuestro nacimiento espiritual y al desarrollo de la vida de la gracia en nosotros. Por este motivo, se suele llamar a María Madre de la gracia, Madre de la vida.

El titulo Madre de la vida, que ya usaba san Gregorio de Nisa, lo explicó así Guerrico d’Igny, muerto en el año 1157: “Ella es la Madre de la Vida de la que viven todos los hombres: al engendrar en sí misma esta vida, en cierto modo regeneró a todos los que la vivirían. Sólo uno fue engendrado, pero todos nosotros fuimos regenerados” (In Assumpt. I, 2: PL 185, 188).

Un texto del siglo XIII, el Mariale, usando una imagen atrevida, atribuye esta regeneración al “parto doloroso” del Calvario, con el que “se convirtió en madre espiritual de todo el género humano”; en efecto, “en sus castas entrañas concibió, por compasión, a los hijos de la Iglesia” (Q. 29, par. 3).

El concilio Vaticano II, después de haber afirmado que María “colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador”, concluye así: “Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia” (Lumen gentium 61), confirmando, de ese modo, el sentir eclesial que considera a María junto a su Hijo como Madre espiritual de toda la humanidad.

María es nuestra Madre: esta consoladora verdad, que el amor y la fe de la Iglesia nos ofrecen de forma cada vez más clara y profunda, ha sostenido y sostiene la vida espiritual de todos nosotros y nos impulsa, incluso en los momentos de sufrimiento, a la confianza y a la esperanza. El Señor no solo no nos abandona sino que nos cobija en ese corazón materno para ir en esa actitud al lugar de la Resurrección donde nos espera a todos los que compartimos la cruz con Él. 

 

Padre Javier Soteras

  • Material elaborado en base a una Audiencia General del Papa Juan Pablo II un miércoles 25 de octubre de 1995