21/08/2025 – La parábola del banquete nupcial (Mt 22,1-14) nos invita a reconocer la gratuidad de la invitación de Dios y la necesidad de acudir a ella con el “traje de fiesta”. Revestirse de Cristo significa dejar que Él transforme nuestra vida desde dentro, haciéndonos hombres y mujeres nuevos para participar en la alegría de su Reino.
Jesús habla a los sumos sacerdotes y ancianos con la parábola de un rey que prepara las bodas de su hijo. El banquete está listo, pero muchos invitados rechazan la invitación y hasta maltratan a los servidores. Entonces, el rey abre las puertas a todos los que encuentra en los caminos, sin exclusión. Sin embargo, hay una condición: estar vestidos con el traje de fiesta.
La enseñanza es clara: todos somos invitados al Reino, pero no basta con aceptar la invitación de palabra; se requiere una transformación interior simbolizada en ese “vestido nuevo”.
León Tolstoi narra que un rey quiso conocer a Dios y, guiado por un pastor, comprendió que debía intercambiar sus vestiduras con él. Ese gesto simboliza lo que Dios hace en Cristo: se reviste de nuestra humanidad para que nosotros podamos revestirnos de su divinidad.
San Pablo lo expresa con fuerza: “Todos los bautizados en Cristo se han revestido de Cristo” (Ga 3,27). El Bautismo es ese momento en que recibimos las vestiduras nuevas, no como un adorno externo, sino como comunión profunda con Cristo: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20).
El “traje de fiesta” del Evangelio no es una prenda material, sino la gracia bautismal que renueva nuestra existencia.
El Apóstol exhorta: “Despojaos del hombre viejo y revestíos del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad” (Ef 4,22-24). El vestido nuevo implica dejar atrás la mentira, la tibieza, el egoísmo, para vivir en la verdad y en la caridad.
Dios mismo intercambia sus vestiduras con nosotros: toma nuestra debilidad, nuestra sed, nuestras angustias, y nos reviste con la fuerza de su Espíritu. De este modo, su presencia nos transforma y nos invita a dar testimonio en un mundo que necesita ver en los cristianos el rostro vivo de Dios.
Como recordaba Evangelii Nuntiandi, el hombre de hoy no escucha tanto a los maestros cuanto a los testigos. La humanidad espera ver a Dios en nosotros, revestidos de su luz y de su vida.
Revestirse de Cristo es caminar cada día en su seguimiento. Significa dejarnos alcanzar por sus virtudes —humildad, mansedumbre, amor, sinceridad— y permitir que el Espíritu Santo produzca en nosotros sus frutos: paz, gozo y alegría.
La imitación de Cristo no es un camino inmediato; es una lucha permanente que dura toda la vida. Con la ayuda de los sacramentos, la oración, la intercesión de los santos y la comunidad, podemos crecer de manera constante hacia la plenitud del hombre nuevo en Cristo.
Él nos ofrece la posibilidad de participar del banquete eterno, siempre que lo recibamos con el traje de fiesta: una vida transformada por la gracia.
El banquete está preparado. Dios nos invita a todos, sin excepción, pero pide que lleguemos revestidos de Cristo. Eso significa despojarnos de todo lo que oscurece el corazón y abrirnos a la novedad de su Espíritu. Sólo así podremos sentarnos a la mesa del Reino con la alegría de sabernos amados, elegidos y transformados en hijos de Dios.