Ser constructores de la paz

martes, 20 de mayo de 2014
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20/05/2014 – El fruto de la paz que da Jesús es el no tener miedo. Él ofrece su paz, y más adelante la alegría, que son dos necesidades profundas del corazón humano: la serenidad y el entusiasmo.

 

 

 

Jesús dijo a sus discípulos: «Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman! Me han oído decir: 'Me voy y volveré a ustedes'. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.  Ya no hablaré mucho más con ustedes, porque está por llegar el Príncipe de este mundo: él nada puede hacer contra mí, pero es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y obro como él me ha ordenado.»

Jn 14, 27-31a

Recibir la paz, entrar en guerra con lo que la quita

A lo largo de este tiempo, y especialmente en esta semana, el evangelio va a ir abriendo cada día con esta expresión: "sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre". Se trata de su hora suprema en donde deja a sus discípulos, y también a nosotros, su testamento. Curiosamente el relato del evangelio repite en varias oportunidades el "no se inquieten, no teman". El fruto de la paz que da Jesús es el no tener miedo. Él ofrece su paz, y más adelante la alegría, que son dos necesidades profundas del corazón humano: la serenidad y el entusiasmo. Pero no podemos confundir la paz con un estado de ánimo en el que nada nos inquieta, cuando en realidad estamos cómodos en nuestro propio egoísmo porque no nos importa nada. Esa es la paz de los cementerios de quienes han dejado morir su capacidad de amor. No podemos decir que una mujer angustiada por su hijo enfermo no tenga la paz de Jesús, sino que la paz de Jesús es la serenidad que da su presencia aún en medio de circunstancias dolorosas.

La paz de Cristo no brota de las seguridades del mundo sino del amor. De allí que Él lo recuerda, "si me amaran se alegrarían de que vuelva al Padre". El que se deja amar por Jesús y responde amando, encuentra la verdadera paz del que siente que su vida es valiosa y vale la pena.

 

Esta paz viene a inquietar nuestro corazón para que no estemos cruzados de brazos sino con la acción que el Espíritu sucita en nosotros. Esta paz que Cristo nos deja la recibimos como un don y una tarea. Su paz es signo del reinado de Dios.

La paz del Señor elimina el temor y la cobardía porque su paz es la que Él mismo trae como resucitado, Señor y como quien está instaurando su reino. Recibir la paz del Señor supone una guerra contra todas las situaciones que son de injusticia, egoísmo y situaciones que no hablan del amor. Una guerra para generar actitudes positivas y superadoras. 

La paz de Cristo, muchas veces, nos moviliza a cambiar nuestras actitudes, un cambio de mentalidad y de criterios. Por eso el Señor nos adelanta que su paz no es la del mundo, que negocia comprando conciencias, pisoteando y destruyendo. Su paz es sólo la que podemos vivir desde el amor que Él siembra en nuestros corazones.

¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!

Hoy también queremos recordar y rezar con la expresión de San Francisco de Asís. Especialmente en este tiempo en que los obispos nos invitan a ser constructores de la paz, sobretodo en esas realidades donde nos sentimos tironeados o con la tentación de responder con violencia. Que ahí podamos decir y pedir "¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!".

¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!
Que allí donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya ofensa, ponga yo perdón;
donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya error, ponga yo verdad;
donde haya duda, ponga yo fe;
donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
donde haya tinieblas, ponga yo luz;
donde haya tristeza, ponga yo alegría.

¡Oh, Maestro!, que no busque yo tanto
ser consolado como consolar;
ser comprendido, como comprender;
ser amado, como amar.

Porque dando es como se recibe;
olvidando, como se encuentra;
perdonando, como se es perdonado;
muriendo, como se resucita a la vida eterna.

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Construir y promover la paz

En el evangelio de hoy, con éste saludo, el Señor viene a disipar la sensación de fracaso y cobardía de los discípulos tras la muerte de Jesús. La paz que el Señor nos deja intentamos transmitirla a los hermanos, por eso en la liturgia aparece el momento de la paz como condición para participar del sacrificio. A lo largo de los siglos los cristianos fueron impregnando el significado del gesto de la paz que hacemos en la misa. Nos hace vivir esta manifiestación de Cristo que en su Pascua nos hace hermanos. Cristo nos trae vida nueva en su resurrección trayendo la paz. Ese saludo de paz no podemos dejarlo sin ese sentido de trascendencia.

Este desear la paz y promoverla a nuestro alrededor es un gran bien humano y hay que repartirlo. Dios está cerca de nosotros y la paz es un fruto del Espíritu Santo. El apóstol San Pablo anima a las primeras comunidades: vivan en paz y alegría. La paz que viene de Dios supera todo conocimiento, dice el apóstol.

La paz verdadera es la tranquilidad en el orden, es decir cuando nosotros tenemos orden entre Dios y nosotros, entre nosotros con los demás, es allí donde tendremos paz y podremos comunicarla. El orden con respecto a Dios supone el intento por desterrar el pecado y dejarnos amar por Dios; y con respecto a los demás supone ordenar nuestra naturaleza para poder tratar a los otros con delicadeza y cuidado.

El Señor nos ha dejado la misión de pacificar la tierra, comenzando por los más cercanos. Nos resulta costoso cuando el Señor nos dice que el árbol bueno da frutos buenos, que pongamos la otra mejilla, en las bienaventuranzas cuando nos dice que muchas veces vamos a ser perseguidos, insultados a causa de mí… Son las exigencias de esta paz que no es la de los cementerios sino la de una vida activa promovida por la fuerza del amor de Dios en nuestros corazones.

Se nos pide a los cristianos que podamos dejar paz y alegría en los lugares que recorremos. Que podamos hacerlo casi como una jaculatoria: ¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!

Mons. Daniel Cavallo