Una cueva de ladrones

martes, 10 de noviembre de
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Su predicación pública iba a tener, enseguida, un arranque más dramático. Un gran gesto de rotura iba a mostrar cómo Jesús no rehusaba el conflicto. Iba a él como más tarde marcharía hacia la muerte. El no era hombre de estrategias, ni medias tintas. No amaba la lucha por la lucha. Pero sabía que quien quiera anunciar una verdad deberá chapuzarse de golpe en ella sin vacilaciones. Aun a sabiendas de que todo el que desciende a la verdad, la encuentra siempre rodeada del brillo de la muerte. Pero a él no le asustaba la muerte. E iría a buscar a sus enemigos a su propia madriguera, a la cueva de ladrones en la que se escondían.

 

(…) Y Jesús sintió la llamada de Jerusalén. Interrumpió la recién empezada predicación y partió, como todo buen judío, hacia el templo de su padre Yahvé. Seguramente iban con él algunos apóstoles. No todos, porque aún el grupo de doce no estaba definitivamente formado.

 

En el camino le rodeaba ya, sin duda, la curiosidad. Es probable que en las paradas nocturnas la gente le rodeara y él comenzase a anunciarles ese misterioso reino de Dios que estaba cerca. Pero ningún testimonio evangélico nos queda de tales predicaciones. A los cuatro días de camino, la caravana llegó al monte de los Olivos y, desde la cumbre, vieron el fulgir de la ciudad, aquel brillo de oros que llenaba de lágrimas emocionadas los ojos de todo buen judío. En el monte se detuvieron a contemplar la ciudad y a llenar el cielo de himnos de agradecimiento por volver a ver la patria de su corazón. Las flautas y tambores acompañaban sus plegarias.

 

Contemplaban la ciudad. Al otro lado del Cedrón, era una maraña de torres y cúpulas y terrazas que cubrían materialmente las cinco colinas sobre las que Jerusalén se asentaba. En primer término estaba el templo, a la vez refulgente y terrible, casa de Dios y fortaleza.

 

(…)  

 

El mercado

 

La parte más frecuentada era el atrio de los gentiles, mitad templo, mitad mercado. Especialmente en las fechas de la Pascua el desorden en esta zona del templo era enorme. Gentes venidas de todos los rincones de Palestina y del mundo se agolpaban allí comprando, vendiendo, curioseando. Allí podía verse todo tipo de vestidos y tocados. Aunque la mayoría vestían el blanco taliss —velo ritual, adornado con borlas cuyos nudos significaban el nombre tres veces santo del Señor—, echado por encima de la túnica.

 

Era difícil moverse entre aquella multitud. Porque no era sólo humana. La plaza se había convertido en una mezcla de banco, mercado, pajarería, majada y establo. Los cambistas —pues en el templo no servía la habitual moneda romana y había de cambiarse en siclos para hacer cualquier compra o para pagar el tributo religioso— extendían sus platillos de cobre, en los que brillaban las monedas judías, sobre caballetes de madera. Más allá, un grupo de levitas tenía sus tenderetes de sal, de harina, de aceite o incienso para las ofrendas sagradas. Y, mezclados con todo ello, las ovejas, toros, palomas para los sacrificios. Si pensamos que en la pascua del año 70, según Flavio Josefo, se sacrificaron nada menos que 250.000 corderos, podemos imaginarnos lo que era aquello. El olor nauseabundo, los gritos de una multitud que pregonaba sus mercancías, que discutía precios, que llegaba fácilmente a las manos. Quien conozca los zocos orientales se imaginará fácilmente aquel ambiente, rodeado, para mayor sarcasmo, de esplendentes columnas de mármol.

 

Es fácil comprender la impresión que cualquier creyente sincero probaba al cruzar el pórtico de Salomón. Llegaba allí con el corazón apretado por la emoción, con el alma cargada de plegarias, sus pies cansados se sentían, de pronto, felices de pisar la casa de su Dios. Y, de pronto, todos sus sentidos se sentían agredidos. El olor a estiércol mezclado con el punzante de las especias; el griterío de los vendedores revuelto con los balidos de los corderillos, los mugidos de los carneros arrastrados hacia el sacrificio, el sonar de los esquilones de los vendedores de monedas, los chillidos de la pajarería y los arrullos de las palomas; y el agitarse de la multitud —banqueros, revendedores, corredores, ganaderos, plateros, provincianos— moviéndose como una enorme gusanera… El peregrino sentía que el alma se le caía a los pies, que todos sus sueños de oración alimentados durante el camino chocaban cruelmente contra la sucia realidad. La amargura llenaba el alma de los más pusilánimes, la cólera invadía a los mejores. Sobre todo cuando pensaban que lo que nació como un servicio a los peregrinos se había convertido en la Casa de Mammón en la que — como escribe Papini— los hombres materializados, en complicidad con los sacerdotes, en vez de orar en el silencio del espíritu, traficaban allí con el estiércol del demonio.

 

La cólera de Jesús

 

No es difícil imaginarse lo que Jesús sintió al ver aquello. Si en anteriores visitas había soportado la amargura de ver así tratada la casa de Dios, ahora algo estalló dentro de él. Desde que había comenzado a anunciar el Reino se sentía más fuerte y decidido. Quien pregonaba la salvación de los pobres ¿podría tolerar aquella ofensa a la pobreza de Dios y de los hombres? El divino pobre —escribe también Papini— acompañado de sus pobres, se precipita contra los servidores del dinero. Tomó del suelo algunas sogas de atar a los animales, hizo un nudo con ellas. Y se lanzó sobre los cambistas.

 

Varias mesas rodaron y las monedas tintineantes se desparramaron por el suelo. Alguien gritó como todos los avaros: «¡Mi dinero! ¡Mi dinero!». Pero, tras la primera mesa, fue la segunda, y la tercera, y la cuarta. Se hizo un silencio terrible. El gesto del profeta era tal que nadie se atrevía a detenerle. Con su látigo improvisado golpeó los lomos de carneros y bueyes que iniciaron una loca desbandada hacia los pórticos. Hubo, sin duda, un momento de terror colectivo. Pero Jesús no se detuvo. Se dirigió a los vendedores de palomas y, señalando sus jaulas, gritó: «Quitad eso de aquí y no convirtáis la casa de mi Padre en cueva de ladrones». Las gentes huían o miraban aterradas, en un silencio dramático. Y, allá en lo mejor de sus almas, entendían la cólera de este Profeta desconocido. Y se preguntaban quién era y quién le daba aquel poder y aquella majestad que hacía que nadie se atreviera a detenerle.

 

(…)

 

La violencia del Cordero

Ya sólo nos queda formularnos una pregunta: ¿qué sentido tiene este gesto de violencia en quien se presentaría a sí mismo como un cordero que camina obediente hacia el matadero y como alguien manso y humilde de corazón? ¿No se había presentado mil veces a Jesús como campeón de la no violencia?

 

Lanza del Vasto responde a estas preguntas: 

 

Nos hemos hecho de la violencia y de la no violencia ideas perfectamente falsas, si creemos que la no violencia consiste únicamente en pronunciar palabras untuosas y en hacer ademanes corteses y en bendecir a derecha e izquierda para que, a nuestra vez, nos bendigan. La no violencia es un arma de ataque y también un arma de defensa; y la caridad puede traducirse mediante el azote y también mediante el beso.

 

No hay en esa actitud de Cristo ninguna forma de violencia, si violencia significa infracción de la ley o de la justicia por pasión, interés o ceguera. Al anudar los siete nudos en la cuerda Jesucristo estaba sereno, sin duda. Y la fuerza de su actitud está sostenida por su impasibilidad interior.

 

Sí, se equivocan —y esta escena lo demuestra— los que pintan a un Jesús afeminado, blandengue; quienes creen que sólo tuvo virtudes pasivas. Pero se equivocan también quienes amparan detrás de esta escena sus actitudes violentas. El Jesús del látigo nada tiene que ver con el cristo-guerrillero (escribo con minúscula este nombre blasfemo) que ahora quieren pintarnos. No tuvo otra violencia que la de los pacíficos.

 

Los mismos evangelistas que narran la escena se cuidan muy mucho de no presentarnos a Cristo golpeando a los hombres. Derribó las mesas de los cambistas. Hasta Juan tiene el cuidado de señalar que no tiró las jaulas de las palomas, sino que mandó simplemente a sus dueños que las sacaran de allí. Era su rostro, era su fuerza interior y no un modesto látigo de cuerdas lo que imponía. Y tal vez la mejor medida de su gesto nos la dé el hecho de que su «violencia» no provocó la de los contrarios, sólo su desconcierto, sólo su temor ante la idea de encontrarse con un profeta. Razón tienen los pintores —sobre todo los italianos— al cuidar de que, en esta escena, su rostro esté sereno, sus vestidos compuestos, su gesto contenido. Pero si el gesto demostraba un alma serena, enseñaba también un corazón dolorido, dejaba ver esa ira de Dios que recorre como un relámpago incesante las páginas de la Biblia.

 

Escribe Cabodevilla:

La vehemencia con que Jesús arremetió contra los mercaderes ilustra, de manera gráfica y más o menos soportable, esa indecible pasión que abrasa al Señor cuando contempla el mal del mundo. Ha habido hombres que, al lado de los mayores extremos de compasión, luciéronse portavoz y vehículo de la intransigencia del Dios tres veces santo, y clamaron, y fustigaron, y trajeron plagas a la tierra. Los profetas estaban todos hechos de esa materia incandescente. De vez en cuando, en el momento en que el Espíritu se posesionaba de ellos, en el momento en que en la copa de Yahvé se sobraba, sacudían violentamente el país con eso que Peguy llamó, cuando escribía sobre Juana de Arco, las «grandes cóleras blancas». A su paso temblaban los hombres, temblaban los pecadores, los «hijos de la ira» (Ef 2, 3).

 

Sí, no tenemos un Dios de violencia, pero tampoco de mantequilla. Tenemos un Dios en el que la cólera y la misericordia son las dos caras de una misma moneda. O tal vez una sola: porque su cólera es su misericordia, y su misericordia su cólera. Y porque, en definitiva, reservó para el hombre la misericordia, y la cólera sólo para sí mismo. El látigo no cayó sobre los mercaderes, porque un día caería sobre sus propias espaldas. Cuando aquel día lo levantó, no contra los hombres, sino contra el mal, sabía muy bien que un día sus hombros aceptarían cargar con ese mal de los hombres y que, en consecuencia, el látigo caería sobre esas sus espaldas cargadas. La destrucción de aquel templo estrecho y mentiroso sería el anuncio de la destrucción de su ancho y verdadero cuerpo. Y también el anuncio de que ese cuerpo-templo se reconstruiría en tres días para siempre jamás.

 

La violencia de los mártires

 

Por esa razón no le cabe a la Iglesia —si quiere seguir siéndolo de Cristo— otra violencia que la de los mártires; la violencia del que muere, no la del que mata. Desgraciadamente no siempre es así. Desde siempre una buena porción de cristianos ha venido utilizando la escena de los mercaderes como tapadera de las propias violencias. Bastaba con denominar mercaderes —de cosas o de ideas— a los propios enemigos, y ya se podía —«santificada» la violencia personal— justificar toda acción contra ellos. Incluso si se trataba de una acción armada y sangrienta.

 

Y esto ocurría en cristianos de todos los colores. Pero el Jesús que toma el látigo en el templo anuncia inmediatamente que, antes que el de Jerusalén, será destruido el templo de su cuerpo. No hay, en rigor, en el látigo de Cristo otra violencia que la de la verdad gritada. Y no sería, por ello, injusto decir que los únicos que entendieron la escena fueron los mártires.

 

Hay, evidentemente, una «violencia del mártir» y es la única cristiana. El mártir grita con su sangre, protesta con su muerte, lucha con su dolor. El mártir usa la violencia del no doblegarse. Y, misteriosamente, es ésta la única violencia que asusta a los violentos. Porque es una violencia que no tiene otra respuesta que la del torturador y la del asesino. El que imita, pues, al Cristo del látigo es y será el que proclama la verdad y no el que amordaza o extermina, aunque crea hacerlo al servicio de la verdad. El gesto del Jesús del templo puede parecerse a todo menos al gesto del que oprime o aplasta.

 

En este sentido fue verdaderamente revolucionaria la expulsión de los mercaderes. Si Jesús hubiera sido un violento más, alguien que impone por la fuerza sus ideas, no habría habido en su gesto nada nuevo. Violentos, fanáticos, dictadores, han existido antes de él y después de él cientos de miles. 

 

El inauguró, en cambio, la violencia de los pacíficos. La de los que gritan la verdad y están dispuestos no a matar en nombre de ella, pero sí a morir por ella. Y ésta es la violencia que temen los poderes del mundo. Porque saben que el velo del Templo se rasgó el día que ellos desgarraron el templo del cuerpo de Jesús. Porque saben que la semilla de la fe creció mientras ellos destruían a los mártires. Saben también que, en cambio, la fe se debilitará el día en que los violentos —aunque lleven el apellido de cruzados— sustituyan a los mártires.

 

 

José Luis Martin Descalzo

Vida y Misterio de Jesús de Nazareth II

Pag 45-61

 

Milagros Rodón