Jesús dijo a la multitud: “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo.
El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró.”
El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve.
Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.
¿Comprendieron todo esto?”. “Sí”, le respondieron. Entonces agregó: “Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo”.
Palabra de Dios
P. Sebastián García sacerdote del Sagrado Corazón de Jesús de Betharrám
Una dimensión más que interesante del evangelio de hoy es la de poder aplicar las palabras de Jesús no a un Juicio Final sino al proceso de conversión de cada una de nuestras vidas.
Es decir que podemos leer el evangelio en clave de proceso de fe y maduración personal. No lo queremos referir a personas “buenas y malas”, sino más bien a las dimensiones “buenas y malas” de mi propia persona, de mi propia historia y de mi propio corazón.
Porque la verdad es que los hombres no somos todo bondad o todo maldad absoluta. Por lo menos es mi experiencia, en la cual si me miro a la luz de la Palabra y examino mi vida , me doy cuenta que en el fondo de mi corazón hay una ; y guerra a muerte entre el buen espíritu y el mal espíritu. Bien y mal se disputan una guerra sin cuartel pero en un único campo de batalla: mi propio corazón.
Por eso es que la lectura del evangelio es nuevamente la propuesta de Jesús, Dios derretido en caridad, que nos invita a una profunda conversión de corazón. Conversión que implica dos dimensiones fundamentales: dejarme amar, sanar y liberar por el poder de la gracia de Jesús y colaborar con mi esfuerzo y voluntad para quitar todo lo que responde más bien al mal espíritu y hacer que Dios lo queme en un fuego ardiente.
Convertirnos también significa el proceso no sólo por el que empezamos a creer en Jesús, sino también por el cual vamos, ayudados por su gracia, configurando nuestro corazón a imagen del Corazón de Jesús, No es sólo empezar a creer. Esa es una parte. Lo otro es mantenerse cada vez creyendo más y desterrando de nuestro corazón toda esa dimensión de sombra, de oscuridad, de muerte, de mal espíritu que no responde al Plan de Amor que Dios piensa permanentemente para mí y para mis hermanos.
Convertirnos es también humanizar nuestra vida. Es no poder conformarnos con lo que somos, sino descubrir una y otra vez la grandeza de la vocación a la que estamos llamados y poder vivir dándole respuesta. Cuanto más avanzamos en el camino de la conversión nos volvemos más hombres: se despeja la turbia imagen de un hombre que vive con el corazón enquistado, cerrado y autorreferenciado diría el papa Francisco, sobre sí y empieza a entregarse la vida por amor y especialmente por amor a los más pobres.
El “más allá” del Reino tiene que ver con un “más acá” de la Historia. Por eso, lo que hago tiene eco de eternidad. Demos un paso más entonces y salgamos de la fe de chiquitos de pensar en la severidad de un Juicio Final tremendo y terrible en el “más allá” y pensemos más bien en la posibilidad de abrirnos a la misericordia de Dios en un “más acá” para poder salir de los engaños del propio corazón, pasar por alto el miedo y animándonos a la conversión; esa que saca el buen espíritu y quema todo lo de mal espíritu que quiere reinar en nuestro corazón. Y amemos. Para que el corazón no se enquiste. Para ser imagen de Dios. Para ser cada vez más humanos.
Hermano y hermana, un gran abrazo en el Corazón siempre Joven de Jesús y hasta el próximo evangelio.