Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.
Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Abrete». Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.
Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
Palabra del Señor
P. Sebastián García sacerdote del Sagrado Corazón de Betharram
La curación del sordomudo es todo un signo en el evangelio de Marcos y puede ser un signo en nuestra vida personal y eclesial. El sordomudo no puede valerse por sí mismo y es signo no sólo de aislamiento sino de marginación y exclusión. Está a la buena de Dios y precisa de los demás para poder valerse. Jesús se conmueve, lo lleva aparte e invocando un poder grande le pide que se abra. Casi como una nueva creación, Jesús “suspira”, recordándonos el Génesis cuando Yahvéh sopla sobre el barro. Jesús no lo cura solamente como algo que refleja una mejora física, sino una profunda conversión espiritual.
Somos muchos los que en el mundo de hoy andamos como este sordomudo, no por una atrofia del oído y el habla, sino por una atrofia de nuestro corazón. El problema del sordomudo es que solo puede escucharse a sí mismo y a sus propias ideas y pensamientos. No tiene un ida y vuelta. No tiene diálogo. No tiene nadie con quien contar ni nadie con quien confrontar. Muchos hermanos de nuestras comunidades e Iglesias podemos experimentar lo mismo: vivir encerrados en uno mismo, sordomudos para el mundo, de modo de no escuchar nada de lo que pasa y nos pasa y sin emitir una sola palabra sobre ningún tema. Arrinconados en nuestra propia seguridad circundante que creemos que nos mantiene a salvo cuando en realidad se va convirtiendo cada vez más en una jaula de autorreferencia y falsa seguridad. Yo soy una entidad que sólo se escucha a sí mismo y tiene palabras mentales para sí y para nadie más. Estos son los sordomudos de hoy. No los que padecen de algún trauma físico, sino profundamente espiritual.
Por eso la actualidad del relato. Más aún en nuestra realidad, acuciante, donde percibimos que muchas veces la paz social pende de un hilo y las crisis se agrandan, donde empiezan a pesar el hambre, la falta de trabajo, la escasez, la miseria. Donde en muchos lugares se impone la Cultura de la Muerte y del descarte como lógica normal de un mundo que vomita vértigo y vorágine y nos quiere entretener y distraer con programas baratos de televisión basura, pensando que el sentido último de la existencia se da por acceder a algo bailando… Donde muchos ya no nos acostumbramos a pensar críticamente y consumimos cultura del consumo a granel y para nuestro mal. Nos quieren hacer creer que somos como islas, separadas unos de otros y cada uno de sí ensimismado en su propia problemática, su “propio mambo”, su preocupación personal, sus crisis personales, sus cuotas diarias de rutina y soledad. Así de tanto. Así de mucho. Así. Como el sordomudo del evangelio de hoy.
Por eso se hace necesario el encuentro con Jesús que nos destartale y nos desinstale un poco, que nos lleve a un lugar aislado y le vuelva a hablar a nuestro corazón para que vuelva a ocurrir la curación y el milagro: que suspire sobre nosotros invocando la gracia y el poder del Espíritu y nos vuelva a pedir con dulzura, ternura y misericordia: “Abrite”. Y claro. Esto es todo un desafío. porque abrirse es dejar de escucharse uno mismo para empezar también a escuchar a los demás, salir del ensimismamiento y la autorreferencialidad de creerme que soy el centro del mundo y lo mío es lo más importante. De alguna manera, también nos cura de la ceguera, porque empezamos a ver las cosas de otra manera, a interpretarlas distinto, y así podemos no sólo ver, oír, sino también hablar.
¡Cuánto necesita el mundo de una palabra de la Iglesia! Palabra dicha y expresada, pero sobre todo actuada y llevada a la práctica. Cuánto necesita nuestro mundo de corazones valientes que rompan toda barrera de ceguera, sordera y mudez, porque ya se han encontrado con Jesús y les cambió la vida y entonces se sienten impulsados a querer hacer. A transformar. A acompañar vidas y procesos. A salir al encuentro del otro para escuchar, mirarlo, hablarle y recibirlo, así como viene, sin pretextos, sin excusas, sin peros.
Y sabemos que Jesús habita lugares de siempre: la naturaleza, la Palabra escrita, enseñada y proclamada en Iglesia, la Eucaristía y los Sacramentos, los pobres de siempre y las nuevas pobrezas que es urgente que podamos asumir y acompañar y en lo insólito e inesperado de la vida. Jesús está en medio del mundo. No se fue. Somos nosotros los que muchas veces nos vamos.
Es tiempo de volver y alejarnos un poco para poder re-encontrarnos con Jesús Vivo y verdadero, para que nos sacuda y nos saque de ese ensimismamiento del sordomudo, que nos hace impermeables al dolor ajeno y a la pobreza del otro, que nos hace silenciar sus voces, para no pronunciar palabra y seguir escuchándonos a nosotros, para empezar a vivir en libertad, codo con codo, en comunidad y en plena comunidad-comunión, organizarnos, mirarnos, decirnos, hablarnos, y hacer con obras claras y concretas pequeños y cotidianos gestos de amor que nos lleven a comprometernos con los demás y cargarnos unos a otros, entiendo que en esto pasa el sentido de la vida.
Es un tiempo crucial. O nos dejamos llevar por Jesús para que nos abra oídos y lengua y nos haga entrar en comunión con los demás para ayudarnos a pechearle a la vida amenazada, o ni siquiera hagamos el esfuerzo de querer ser cristianos.