María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: “¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”.
Palabra de Dios
Padre Sebastián García sacerdote del Sagrado Corazón de Betharram
El encuentro de María con Isabel es uno de los más hermosos pasajes del Evangelio. María, embarazada de Jesús se encuentra con Isabel, embarazada de Juan. Ambos se conocen ya desde el vientre materno y casi que se puede hasta prever la misión de ambos. Son dos mujeres solas, sin sus maridos, con dos varones en el vientre. Y todo acontece en un marco de alegría y felicidad. “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”.
Uno de los rasgos fundamentales de la fe católica es la necesidad una y otra vez que creer nos hace felices. Digo esto porque en muchas de nuestras comunidades pareciera ser que las liturgias y los ritos están más cerca de velorios que de fiestas. Anunciamos por altoparlantes que la misa es una fiesta de la vida y la fe. Pero nos cuesta vivirla como tal, pensando en otras cosas, estando atentos a cuándo pararse, sentarse, arrodillarse…
Incluso nos cuesta vivir esta convicción: creer en Jesús me hace feliz. Soy feliz por el solo hecho de ser discípulo de Jesús. Pocas veces se traduce en alegría y en felicidad el hecho de ser de Jesús y vivir testimoniando la fe. Una de las preguntas que nos podemos hacer es si la fe que vivo, o cómo la vivo, me hace verdaderamente feliz. ¿Soy feliz por ser cristiano? ¿Se me nota en mi vida de todos los días?
Claro que tenemos que entender que la felicidad no es como la entiende mundanamente la Cultura del Consumo sino diametralmente opuesta. Ser feliz es sentirse realizado al sabernos salvados por Jesús y por la fuerza de ese envión nos animamos a encontrarnos y hacer tres cosas. Tres simples cosas que definen nuestro ser de Iglesia y nuestro modo de ser: compartir la vida, celebrar la fe y amarnos como hermanos. Así de simple. Así de complejo. Muchas veces damos demasiadas vueltas sobre lo que es la Iglesia y lo que tiene que hacer. Eso es evangelizar: lograr para los demás la misma felicidad. Salir al encuentro del otro para poder transmitirle que somos felices por el solo hecho de tener fe en Jesús.
Habrá quién diga que estos son tiempos recios y difíciles, que falta el trabajo y el pan, que se siguen vulnerando derechos, que hay cada vez más marginación y explotación del hombre por el hombre. Y es verdad. Por eso la fe no narcotiza la conciencia. Si verdaderamente hice experiencia del amor incondicional de Dios en mi vida, quiero vivir con las mismas convicciones que el Nazareno y lo que me mueve es el mismo Espíritu de Jesús, necesito gritar, compartir, evidenciar, proclamar esa felicidad, que no es falta de dolor, ni sufrimiento, ni necesidades sino la alegría de lo simple y sencillo de la vida, al estilo de Francisco de Asís. Si de veras me siento en el camino del seguimiento de Jesús, creer me hace feliz, la Institución no es una mera carga, la moral no es un mero código, la liturgia no son unos cuantos movimientos rituales a los que más o menos estamos acostumbrados. Creer en Jesús me llena de esperanza y me llena del poder de su Espíritu para la construcción de un mundo nuevo y por la lucha de los derechos de aquellos hermanos que sienten la vida y la fe más amenazada, las víctimas de este sistema opresivo y opresor, los descartados por la Cultura del Mercado.
El encuentro entre estas dos mujeres de la periferia de la Palestina del siglo I, perdidas en un pueblito de la montaña de Judá nos hace tambalear el estilo de ser Iglesia y el modo de creer. Y volver a decirnos una y otra vez que nacimos para ser felices. Y que ser felices nos lo da esencialmente la fe en Jesús. Porque estamos llamados a ser felices en comunión con nuestros hermanos y no a pesar de ellos o a costa de ellos. Si mi fe cristiana no me lleva ser feliz, no me plenifica, no me lleva a involucrarme en la realidad para transformarla, si no me hace meterme en el barro de la historia y estar dispuesto a recibir la vida como viene, generando Cultura del Encuentro, si no me lleva a jugarme la vida por amor a los demás, no es fe ni es cristiana.
Animémonos a creer, para ser felices, compartir esa felicidad con los demás y así, en comunidad y con la fuerza del Espíritu, apurar la llegada del Reino a la tierra.