La hierba crece de noche

martes, 13 de noviembre de

 

No sé ya quién escribió esa perogrullada que he puesto como título de esta nota, pero sí sé que de ella viene alimentándose mi alma hace un montón de años. Porque es cierto, la hierba -como todas las cosas grandes e importantes del mundo- crece de noche, en silencio, sin que nadie la vea crecer, Porque bondad y bien empalman con silencio, así como la estupidez va siempre acompañada del brillo y del estrépito.

La gran peste de este mundo contemporáneo -y los periódicos estamos contribuyendo decisivamente a ello- es que en él, como anunciara Kierkegaard, sólo se conceden altavoces a los necios.

Cualquier cretino de turno se casa o descasa, se pinta el pelo de verde, hace -¡oh, milagro!- dos agujeros en los pantalones de las nenas, y ahí están todas las revistas del mundo para contar su prodigiosa hazaña. Pero, en cambio, si usted «sólo» ama, «sólo» trabaja, «sólo» piensa y estudia, «sólo» trata de ser honesto, ya puede matarse a hacer todas esas cosas tan poco importantes, que jamás saldrá en la primera página. Cualquier criminal será más importante que usted. Y así es como los hombres de hoy estamos condenados a ver perpetuamente la realidad a través de un espejo deformante.

Si en España tres mil cirujanos ponen su alma y sus nervios en aras de sus pacientes, nunca serán noticia. Pero Dios libre a uno solo de ellos de equivocarse en uno de sus diagnósticos o en el manejo de sus bisturíes. pronto serán los tres mil acusados de carniceros.

Si en España veinte mil curas luchan diariamente por difundir su fe en Dios y por servir humildemente a sus hermanos, jamás cantará nadie su heroísmo en un poema. Pero que suba uno de ellos a un púlpito un día en que le duele el estómago y diga un par de tonterías, verán ustedes cómo lo cuenta hasta la televisión.

Podríamos seguir con todas las profesiones. Podríamos añadir que del mismo bien sólo se ven los aspectos espectaculares. Yo no sé si Agustina de Aragón era una buena novia o una buena esposa, yo no sé si quería a sus padres o era generosa con sus amigas. Sólo me han contado que un día se inflamó su alma y disparó un cañón. Y la verdad es que resulta mucho más heroico amar veinticinco años que disparar un cañón veinticinco minutos.

A veces uno se muere de risa: llevas toda tu vida luchando por escribir bien, acusando montañas de páginas, renunciando a millares de diversiones para atarte a este potro de tortura que es la máquina de escribir… ¡y se enteran veinticinco! Pero te llaman un día a la televisión para que digas las cuatro bobadas que se pueden decir en tres minutos (y que forzosamente en aquel clima de focos y locura no pueden ser otra cosa que bobadas) ¡y luego estás durante un mes encontrándote con amigos que te dicen que te vieron en la «tele» y que hasta te valoran por ese maravilloso éxito de que tu rostro haya aparecido en ese cuadradíto luminoso!

Sí, henos aquí en un mundo superinformado que informa de todo menos de lo fundamental. Henos aquí en un tiempo en que nunca sabremos si los hombres aman, esperan, trabajan y construyen, pero en el que se nos contará con todo detalle el día que un hombre muerda a un perro.

Presiento que aquí está una de las claves de la amargura del hombre contemporáneo: sólo vemos el mal, sólo parece triunfaría estupidez.

Esto último no es culpa de la prensa: desde que el mundo es mundo, los tontos han hecho siempre mucho ruido. Y así como cien violentos son capaces de traer en jaque a treinta millones de pacíficos, una docena de infradesarrollados son capaces de poner patas arriba todo lo que los mejores lograron construir a lo largo de siglos.

Frente a ello sólo nos queda la sonrisa, reírse un poco de la condición humana y de esa ancha zona de tontería que todos llevamos dentro de nuestra propia alma. Sonreír, mirarse al espejo, sacarle la lengua a la tontería externa y a la interna… y seguir trabajando.

Porque ésta es la gran verdad: toda la necedad del mundo nunca será capaz de impedir que la hierba siga creciendo de noche… siempre que la hierba sea capaz de seguir creciendo callada y oscuramente y no caiga también ella en la tentación de envidiar a los ruidosos.

Platón lo dijo mucho mejor: «Nada de cuanto sucede es malo para el hombre bueno.» Puede el dolor acorralarnos, pero no emponzoñarnos. Puede la injusticia agredirnos, pero no violarnos. Puede la frivolidad escupirnos, pero no ahogarnos. Sólo la propia cobardía puede conducirnos al desaliento y, con él envenenarnos. Damos una importancia desmesurada al mal. Invertimos lo mejor de nuestras horas en lamentarnos de él o en combatirlo. Y casi ya no nos resta tiempo para construir el bien.

Graham Greene decía que esa famosa estación del Vía Crucis que suele titularse «Jesús consuela a las piadosas mujeres» debería llamarse «Jesús reprende a las mujeres lloronas». Porque aquellas mujeres que tanto parecían compadecerse del Cristo sufriente, ¿no pudieron hacer por él algo más que llorar? Y añade, ferozmente, el novelista: «Las lágrimas sólo sirven para regar berzas.» Yo añadiría que «además las riegan muy mal».

Efectivamente: sobran en el mundo los llorones, faltan trabajadores. Y las lágrimas son malas si sólo sirven para enturbiar los ojos y maniatar las manos.

¡Ni una lágrima, pues! Mis ojos -cuando están claros- saben, aunque no vean, que en la negrura del mundo hay millones de almas creciendo en la noche, silenciosas y humildes, constructoras y ardientes. No gritan, pero aman. No son ilustres, pero están vivas. No salen en los periódicos, pero ellas sostienen el mundo. Hay en todo lo ancho del planeta millones de flores que nunca verá nadie, que crecerán y morirán sin haber «servido» para nada, pero que estarán orgullosas por el simple hecho de vivir y de haber sido hermosas. Porque, como dijo -hablado de las rosas- un poeta, «qué importa morir, cuando se ha sido ¡y tanto!».

Fuente: Razones para la Esperanza
José Luis Martín Descalzo