Ser amados y amar

domingo, 25 de mayo de
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Nunca me cansaré de repetir: amar a Dios es difícil, casi imposible. Amar al prójimo es más difícil todavía. Pero cuando el hijo es alcanzado por el amor del Padre, al instante siente un ansia incontenible de salir de sí mismo para amar.

En este momento, amar a Dios no sólo será fácil sino casi inevitable. Además, el hijo amado sentirá unas ganas locas de encontrarse con cualquiera, por los infinitos caminos del mundo, para tratarlo como el Padre lo tratara a él y hacer felices a los demás como el Padre lo hace feliz a él. Sólo los amados pueden amar. Sólo los libres pueden libertar. Sólo los puros, purifican, y solamente pueden sembrar paz los que la tienen.

 

A un hijo amado no le digan que ame. Sin que nadie se lo diga, una fuerza interior inevitable lo arrastrará a comprender, perdonar, aceptar, acoger y asumir a todos los huérfanos que andan por el mundo, necesitados de alegría y amor.

 

 

Para mí aquí está el misterio de Jesús: Jesús fue aquél que en los días de su juventud vivió una altísima experiencia de amor del Padre.

 

Por aquellos años se sintió embriagado por la cálida e infinita ternura del Padre. En el perímetro de Nazaret, en los cerros que circundan al pueblicito, el Hijo de María se sintió, una y mil veces, querido, envuelto y compenetrado por una Presencia amante y amada, y como efecto de eso experimentó claramente qué significa ser libre y feliz.

 

Después de esto no pudo contenerse. Era imposible permanecer en Nazaret. Necesitaba salir, y salió al mundo para revelar al Padre, para gritar a los cuatro vientos la gran noticia del Amor y para hacer felices a todos. 

 

Y se fue por todas partes, libre y libertador, amado y amador, para tratar a todos como el Padre lo había tratado a Él.

 

“Así como el Padre me amó a Mí,

de la misma manera yo los amé a ustedes”

Jn 15, 19 

 

Ignacio Larrañaga

 

Oleada Joven