Cuando alguien espera recibir a una persona en su casa, miles de cosas empiezan a suceder dentro de uno. Primeramente, buscará hacer que esa persona se sienta acogida. A gusto, como en su propia casa. Que sienta que es una persona que tiene gran valor sentimental y afectivo por parte de su anfitrión. Así, comenzará limpiando su casa, barriendo su piso, abriendo ventanas, aseando los muebles para que no exista polvo, busca arreglar hasta el más mínimo rincón. Buscando que su invitado alcance la mayor comodidad posible.
Quizá hasta se imagina cada momento de la visita, como si fuera una secuencia. Primero la bienvenida, un fuerte abrazo con este ser tan esperado. Luego expresarle su alegría por tenerlo hoy en su hogar, consigo mismo. Preguntarle sobre su viaje, cómo ha estado, que buenas nuevas tiene para contarnos. Una vez dentro del hogar, invitarlo a tomar lugar, agasajarlo con algo nuestro, algo propio.
No es acaso esto, ¿el mismísimo tiempo de Adviento? ¿No es un retrato de nosotros mismos limpiando nuestro corazón en la espera de la llegada de Jesús? Para que, de esta manera, sean mínimos los obstáculos que encuentre en su misión de evangelizarnos. No es así que, durante todo este tiempo de esperanza, nos preparamos desde nuestro interior para que su bienvenida sea como el primer rayo de luz de sol de la mañana, aquel que trae consigo la noticia de un nuevo día, de nuevas oportunidades, que despeja las sombras, que ilumina los caminos, que calienta nuestra cara.
Y así también llega consigo esa pequeña ansiedad, aquella “emocionante inquietud” de saber que se acerca, que nos recuerda, que viene a nuestro encuentro. Esa bellísima sensación que culmina en su abrazo tan deseado. Aquella promesa que nos hizo, y nos hace, de estar con nosotros, de que pase lo que pase, nos ama.
Contagiados por el calor que emana su abrazo, le expresamos nuestra felicidad de tenerlo junto a nosotros, de que comparta con nosotros la Gloria del Padre. Dejarle que entre a nuestro corazón sin ningún tipo de barrera, abrirle las puertas de par en par. Declararle con cariño que Él es siempre bienvenido. Escuchar con atención la Palabra que trae para nosotros, que viene a regar nuestro Espíritu con esperanza, confianza, sabiduría y también ternura.
Agasajarlo con lo más propio que tenemos, nuestros sueños, comentarle deseos, proyectos, aspiraciones, nuestros ciclos, nada es ajeno para Él. Él goza tanto al escuchar nuestras metas cumplidas como nuestros mates. Nos da a conocer que nos acompaña siempre con su mirada. Que está siempre presente para celebrar nuestros triunfos como para brindar su hombro, sus oídos y sus ánimos en nuestras caídas. Que es aquel amigo que conoce perfectamente el camino hacia nuestro hogar, que lo recorre con felicidad y entusiasmo, sabiendo que al final de este sendero, estamos nosotros esperándole. A pocas letras, este tiempo de Adviento ha de ser aquel que nos ayude a preparar nuestro corazón para que se convierta así en el mejor pesebre para Jesús.
Federico Molina