Se acercó a Jesús un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: “Si quieres, puedes purificarme”.
Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado”. En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.
Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: “No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio”.
Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a él de todas partes.
Palabra de Dios
P. Sebastían García sacerdote de la congregación Sagrado Corazón de Jesús de Betharrám
El evangelio de hoy nos narra el encuentro de Jesús con un leproso. De él no se dice más nada. Marcos, el evangelista, se refiere a él segun su condición “un leproso”. Llama la atención que no se dice que Jesús lo cura sino que lo purifica. Esto es porque en época de Jesús se llamaba lepra a cualquier enfermedad o marca de la piel, por eso no se la considera una enfermedad sino una condición de vida. El leproso vivía fuera de las ciudades, generalmente en cuevas, y tenía que colgarse una campana y gritar “leproso soy”.
Esta persona es tomada como alguien absolutamente anónimo y su lepra le viene dada no por una enfermedad sino como consecuencia del pecado. “Algo habrá hecho” o quizás alguno de sus padres o antepasados habrá pecado y esto lo define terminantemente: es un leproso.
Jesús no pasa de largo sino que ante el pedido del leproso lo purifica, no lo cura porque no hay enfermedad, lo purifica. Esta purificación es mucho más honda y profunda de lo que uno puede interpretar. Jesús al purificarlo lo sana internamente y le cambia la mirada, tanto a él como a los demás. A partir de ahora su vida ya no será el anonimato de una impureza social sino el protagonismo de una vida con nombre y apellido, una vida ya no más marginal sino una vida integrada.
Nosotros también podemos pensar en nuestras propias vidas ¡cuántas veces nos hemos sentido anónimos! Sin embargo hacemos experiencia de un Dios amor que en Jesús nos saca de ese anonimato. Para Dios nosotros tenemos nombre y algo mucho más profundo, somos dignos. Nos basta saber que somos hijos e hijas de Dios para saber que nuestra vida vale y que estamos llamados a descubrir y desarrollar nuestra propia originalidad y vocación.
Muchas veces corremos el riesgo de pensar que Dios lo primero que mira del hombre es su pecado, su error, su impureza, su condición canónica… si va a misa los domingos o si cumple con reglas y mandamientos. Nada de eso tiene que ver con el Dios que anuncia Jesús. Lo primero que brilla a los ojos de Dios es que nosotros somos sus benditos hijos. Todos, y no solamente algunos, todos los seres humanos somos dignos por proceder de un mismo padre Dios.
Vivamos así, con total libertad. Hagámonos cada vez más libres para poder amar y amarnos los unos a los otros y salgamos al encuentro de esa multitud de hermanos y hermanas que por uno y otro motivo no se sienten dignos, se sienten cristianos de segunda, alejados. Anunciémosles a Jesús y dejémonos encontrar por su dolor, su sufrimiento, con su exclusión, su marginalidad existencial…. Seamos Iglesia, esa que Jesús sueña, caminando en la historia pero apurando la profecía de la llegada del reino.
Hermano y hermana, de nuevo un abrazo fuerte en el Corazón de Jesús.