En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron.
Acercándose, Jesús les dijo: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo.”
Palabra del Señor
P. Sebastian García sacerdote de la congregación del Sagrado Corazón de Jesús de Betharrám
La celebración de la Ascensión del Señor va cerrando de alguna manera el tiempo Pascual y nos prepara para la fiesta de Pentecostés. Y creo que en el Evangelio hay dos cosas definitivas. Una, el pedido de Jesús, casi como un mandato a ser discípulos y a hacer nuevos discípulos. Otra, que nunca nos va a dejar solos.
Esto podemos entenderlo en que la presencia de Jesús ya no será “como antes” para los discípulos. Ya no lo verán ni lo tocarán. Sin embrago su presencia estará vigente. Y mucho más: ¡Él estará con nosotros hasta el fin del mundo! Lo que nos pasa a nosotros es lo que les pasa a los apóstoles. Se sienten desconcertados porque parece que Jesús se les va y se quedan a la deriva. Sin embargo el poder de la Promesa de Jesús es más fuerte: Yo voy a estar con ustedes hasta el fin del mundo. Esto significa ¡siempre! Siempre Jesús está con nosotros. Nunca se va a ir, porque no se fue nunca. Dios nunca nos ha dejado desamparados. Jesús no se hizo el zonzo y desapareció. Tenemos que volver una y otra vez a decirnos desde el fondo de nuestro corazón que nuestro Dios no es un Dios abandónico. Dios no abandona. Dios está siempre. Dios no se borra, ni de la historia, ni del mundo ni de mi vida. Dios es el Dios que permanece. Jesús es testimonio de que Dios tanto nos ama que se hace Pueblo, uno de los nuestros y camina con nosotros los mismos caminos de humanidad, dolor, sufrimiento, alegría y esperanza.
En este sentido tenemos que repensar la noción de pecado: el pecado no es que Dios se aleja de mí porque me porté mal. Casi al estilo infantil de dos niños de Jardín. En todo caso si peco soy yo el que abandona a Dios y se va. Pero aún en el pecado, Dios no se olvida de mí. Me sale al encuentro. Me busca. Me quiere llegar al corazón para que yo me dé cuenta de la macana que me acabo de mandar. Cuanto menos quiero yo tener que ver con Dios, Él quiere más tener que ver conmigo. Y no para que me arrastre por el piso para pedirle perdón. ¡Todo lo contrario! Su amor me levanta. Me dignifica. Me pone de pie. Dios no se ofusca conmigo porque pequé. Al contrario: me ama más y me busca más para dejarme reconciliar con Él y de ahí conmigo mismo y mis hermanos. Dios me devuelve libertad. Dios me hace digno. Dios me da alas para levantar vuelo y soñar mi vida a lo grande. No vale la pena creer en un Dios que me quiere postrado y solo, arrastrado en mi fracaso. ¡Dios no es así! Dios no abandona y nunca se va a arrepentir de ser Padre y nosotros sus hijos. Nunca va a abandonar. Ni siquiera en el pecado, en donde nos va a buscar más para reconciliarnos con Él.
De ahí que tenga entonces sentido el mandato misionero: como descubro y hago experiencia que Dios me ama con un amor incondicional que no va a cambiar por nada, necesito compartir esa alegría con la gente que me rodea, y así entonces “hacer discípulos”. Tiene que ver con volvernos nosotros discípulos misioneros, anunciadores de la Buena Noticia de Dios para el mundo. Contagiar el Espíritu de Jesús. Y entender de una buena vez y por todas que el sentido de nuestra vida y de la voluntad de Dios es que seamos cada día más libres para poder en todo amar y servir. No cerrar el corazón y compartir nuestra alegría con todos, especialmente aquellos que más les cuesta acercarse a Dios o necesitan redescubrir el sentido de su vida, o están solos, o se cansaron de llorar. Salir a comunicar que Dios vale la pena. Que la vida tiene sentido si la vivimos del lado del Corazón de Jesús, poniendo el corazón en todo lo que hacemos, sin calcular, sin miedos, sin estadísticas. Meternos de lleno en el barro y salir al encuentro de nuestros hermanos para compartir la vida. Meternos de lleno en el barro para ir adonde nadie quiere ir y hacer brillar la luz de la esperanza que nos da el creer en Jesús.
Jesús se queda en medio de nosotros. Busquemos su presencia en nuestro corazón, en la Iglesia, los sacramentos y en el amor a los hermanos. Y salgamos a anunciarlo. No con palabras. Con obras. Con gestos. Con hechos. Con ganas.
Hermano y hermana, que tengas un lindo domingo de Ascensión será si Dios quiere, hasta el próximo evangelio.