Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: “¿Cuál es el primero de los mandamientos?”. Jesús respondió: “El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.
El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos”. El escriba le dijo: “Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios”. Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: “Tú no estás lejos del Reino de Dios”. Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Palabra de Dios
P. Sebastían García sacerdote de la congregación Sagrado Corazón de Jesús de Betharrám. Animador y responsable de la Pastoral Juvenil
La Palabra del evangelio de hoy es contundente. Jesús resume toda la Biblia, toda la Ley y los Profetas en dos mandamientos: amar a Dios, amar a los hermanos.
Por tanto, si uno lo que quiere es formar parte de la comunidad de los seguidores del camino de Jesús lo que tiene que hacer es justamente esto: amar a Dios, amar al prójimo.
No podemos de ninguna manera separar ambos amores: si amo a Dios, ese amor es al hermano; y todo amor al hermano es en definitiva amor a Dios. Son inseparables. Van tan unidos que si bien los distinguimos no lo podemos separar.
Por eso creo que el riesgo es justamente esto: querer separar amores que van juntos. Si uno lo que pretende es amar a Dios a costa de los hermanos, a pesar de los hermanos o contra los hermanos, en realidad no ama a Dios: se ama en exceso a sí mismo y termina siendo enfermizamente autorreferencial. Si uno lo que busca es amar al hermano sin amar en el fondo a Dios, se va a encontrar con hechos aislados de bondad, cosa de “buenas personas”, chatas, efímeras, chiquitas. Cosas que son del momento, nada más. Y que no tienen por tanto ningún tipo de trascendencia.
Tampoco puede ser interesado: amo a mi hermano para quedar bien con Dios. No vale. Es de chiquitos. De poco vuelo.
Por eso, nuestra preocupación más grande tiene que ser la de poner más en énfasis en lo que le pasa al otro que lo que me pasa a mí; en lo que sufre el otro que en lo que sufro yo; en el bienestar del otro y no en mi propio bienestar. Amar es poner de relieve al otro, salir yo del centro porque el protagonista es otro. Sobre todo porque las más de las veces Dios se “viste” de necesitado. Cada vez que logro salir del centro, poner de relieve el dolor, el sufrimiento, el mal del otro, de mi hermano, es a Dios a quien estoy asistiendo y es Dios a quien estoy amando.
Y la otra cara de la moneda: no todo es amar y nada más. Es necesario dejarse amar, por Dios y por los hermanos. No somos todopoderosos, ni héroes, ni superhumanos. Somos barro que anda en libertad, y sueña y amasa vida y sufre y cae y se levanta. Necesitamos de los abrazos de otros, de sus manos, de sus hombros, de lágrimas compartidas y alegrías brindadas. Necesitamos de vez en cuando hacer la experiencia de “dejarnos cargar” en brazos de Dios y de nuestros hermanos: son parte de esos terribles y enormes gestos de humanidad que nos armonizan la vida, que se vuelven relaciones humanas y humanizantes.
Amar para ser amados; y sentirnos amados para seguir animándonos a entregar la vida por amor.
En el mes del Sagrado Corazón, un abrazo de corazón a Corazón.
Fuente: Radio Maria Argentina