La Navidad es un tiempo propicio para el encuentro. Encuentro con nuestros familiares y amigos. Es una oportunidad de compartir gratuito con nuestros seres queridos. Podemos ver a esa parte de nuestra familia con la que solo nos reunimos en esta época, o a esos amigos que viven lejos y aprovechan estas fiestas de fin de año para visitarnos.
Encontrarse con otros nos permite celebrar juntos, valorar la presencia del otro, sentirse acompañado. Encontrarse nos ayuda a recordar que no estamos solos, y que la falta de tiempo en el año o las distancias que nos separan de nuestros seres queridos no son falta de amor, sino que son aquellas circunstancias que nos toca asumir en nuestra condición humana.
Para mí siempre es de mucho gozo celebrar la Navidad. Hay tiempo para todo. Para reír, para compartir la mesa, para quererse, abrazarse. Hay tiempo también para compartir algún obsequio o presente. Hay tiempo para dar gracias por la vida.
Pero no puedo dejar de recordar que el encuentro con cada uno de nuestros seres amados es posible gracias a que hubo un Dios que se hizo niño por amor y vino a cambiar la historia, a transformar nuestras vidas y corazones. Dios no quiso quedarse lejos y se hizo carne para caminar la vida junto a nosotros. Y Jesús es la muestra de ese infinito amor de Dios por nosotros y por eso se hace el “Dios con nosotros”, el Emmanuel.
En la realidad del pesebre, en esa “escuela de sencillez” como leí al p. Ángel Rossi, Dios vino a nacer y en esa misma sencillez me sale al encuentro cada día, en los rostros concretos de las personas, especialmente las más necesitadas de Él, aquellas que no lo conocen o por algún motivo de dolor o enfermedad no pueden ir a su encuentro.
Por eso también me surge a partir de esta reflexión el deseo de que en esta Navidad podamos ser puente o camino que conduzca a las personas hacia este Dios que se encarnó por amor por cada uno de nosotros y podamos celebrar todos juntos la alegría de esta “fiesta del encuentro”.