“¡Vayan!”

jueves, 3 de octubre de

Toda misión se emprende desde un impulso que se da dentro del corazón, desde una respuesta a una invitación que vibra con un: “¡Vayan!”.

En cuanto se ha escuchado tal voz, lo que queda es moverse, porque el llamado ha fulgurado en las entrañas. La misión se abre en trochas desconocidas que siempre consternan y emocionan. Se da entre gente que espera sin saber qué espera. Se dibuja entre cañadas marcadas por el cieno del suelo y de la vida. Se plasma en un diario que es ajeno a nuestras realidades frecuentadas.

En los aledaños ranchos y casillas se traman vidas de niños y grandes, historias de familias olvidadas y desplazadas al margen de las ciudades. Las ruedas marcadas de los carros en el fango relatan el esfuerzo por no dejarse atropellar de hambre. Se descubre que no se vive en la rivera porque se quiere, que no se sufre porque conviene.

En esos barrios los días se desgranan como rosarios, y se encuentra por un lado un vacío anestesiado junto a una soledad encarnada, y por otro, la fe alimentada de una esperanza que ha sido sembrada por el amor de algún atrevido que no se ha guardado el Evangelio. Son ángeles quienes juegan en esos pasajes, sus sonrisas nos enseñan que se puede ser feliz con poco.

No se pisa el barro porque sí. Caminamos porque nos pecha la compasión, porque hemos visto tantos rostros que necesitan ver el verdadero Rostro.

Toda misión termina siendo inconscientemente egoísta, porque los frutos se dan al final en uno mismo.