Dar gracias por tanto bien recibido

miércoles, 15 de febrero de 2017
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Confianza

15/02/2017 – El Salmo 126 que hoy meditamos en la catequesis canta la alegría del pueblo ante la obra de Dios. Hoy buscamos hacer memoria agradecida de cuánto bien recibido a lo largo de nuestra vida. Volver al lugar de la niñez, de la gratuidad, de la confianza y de la espontaneidad nos permite afrontar el presente y el futuro con energía y confianza renovadas.

 

 

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía que soñábamos:
nuestra boca se llenó de risas
y nuestros labios, de canciones.
Hasta los mismos paganos decían:
«¡El Señor hizo por ellos grandes cosas!».
¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros
y estamos rebosantes de alegría!
¡Cambia, Señor, nuestra suerte
como los torrentes del Négueb!
Los que siembran entre lágrimas
cosecharán entre canciones.
El sembrador va llorando
cuando esparce la semilla,
pero vuelve cantando
cuando trae las gavillas.

Salmo 126,1-6

 

 

El Salmo 126 —según la numeración greco-latina, 125—, que celebra las maravillas que el Señor ha obrado con su pueblo y que continuamente obra con cada creyente.

El salmista, en nombre de todo Israel, comienza su oración recordando la experiencia exaltadora de la salvación: «Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» (vv. 1-2a). A veces, en tiempo de descanso, por ejemplo, tenemos la oportunidad de volver a esos regalos y traemos a la memoria las cosas bellas que hemos recibido a lo largo de la vida y desde esa memoria que se hace agradecimiento nos hace mirar hacia adelante con perspectiva. Siempre el espíritu de agradecimiento nos abre a una esperanza distinta. En el origen, cuando aparecimos a la existencia, todo fue gratuidad en el amor de Dios. De ahí que el Señor nos dice que tenemos que ser como niños, recuperar la niñez, donde todo es admiración y novedad.

Hoy recordamos las cosas bellas que en la infancia nos marcaron y que hemos ido recibiendo en la vida, objetos, personas, momentos vivídos que nos trajeron gozo y alegría. Y por otra parte preguntarnos en qué puedo comprometerme yo para que la vida de las personas también vayan en esa línea, en qué puedo meter mano para traer claridad donde la vida se muestra oscura.  Queremos abrir la vida al estado original, como Dios cuando saca al pueblo de la esclavitud a su propia tierra.

La memoria agradecida, tabla de salvación

Queremos ir por este camino de alabanza y agradecimiento por tanto don recibido. El Salmo de hoy habla de una «situación restablecida», es decir restituida al estado originario, en toda su positividad precedente. O sea, se parte de una situación de sufrimiento y de necesidad a la cual Dios responde obrando la salvación y conduciendo nuevamente al orante a la condición de antes, más aún, enriquecida y mejorada. Es lo que sucede a Job, cuando el Señor le devuelve todo lo que había perdido, duplicándolo y dispensando una bendición aún mayor (cf. Jb 42, 10-13), y es cuanto experimenta el pueblo de Israel al regresar a su patria tras el exilio en Babilonia.

A veces nosotros también vivimos como exiliados, cuando perdemos el contacto con lo escencial que casi siempre tiene que ver con este vínculo con lo original, con lo regalado. Decía Cabodevilla que en los naufragios se salva quien encuentra una tabla, y esa tabla es la memoria de las cosas bellas de la infancia. No recordamos con nostalgia que es el recuerdo que hiere, ni con el rencor que construye odio, sino con memoria agradecida que nos saca para adelante y nos empuja a seguir adelante con más fuerza.

Si he visto más lejos es porque estoy sentado sobre los hombros de gigantes.

El Señor ha estado grande

Este Salmo se ha de interpretar precisamente en relación a la deportación en tierra extranjera: la tradición lee y comprende la expresión «restablecer la situación de Sión» como «hacer volver a los cautivos de Sión». En efecto, el regreso del exilio es paradigma de toda intervención divina de salvación porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia fueron experiencias devastadoras para el pueblo elegido, no sólo en el plano político y social, sino también y sobre todo en el ámbito religioso y espiritual. La pérdida de la tierra, el fin de la monarquía davídica y la destrucción del Templo aparecen como una negación de las promesas divinas, y el pueblo de la Alianza, disperso entre los paganos, se interroga dolorosamente sobre un Dios que parece haberlo abandonado. Por ello, el fin de la deportación y el regreso a la patria se experimentan como un maravilloso regreso a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es un «restablecimiento de la situación anterior» que implica también conversión del corazón, perdón, amistad con Dios recuperada, conciencia de su misericordia y posibilidad renovada de alabarlo (cf. Jr 29, 12-14; 30, 18-20; 33, 6-11; Ez 39, 25-29). Se trata de una experiencia de alegría desbordante, de sonrisas y gritos de júbilo, tan hermosa que «parecía soñar». Las intervenciones divinas con frecuencia tienen formas inesperadas, que van más allá de cuanto el hombre pueda imaginar. He aquí entonces la maravilla y la alegría que se expresa en la alabanza: «El Señor ha hecho maravillas». Es lo que dicen las naciones, y es lo que proclama Israel:

«Hasta los gentiles decían: “El Señor ha estado grande con ellos”. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (vv. 2b-3).

Dios hace maravillas en la historia de los hombres. Actuando la salvación, se revela a todos como Señor potente y misericordioso, refugio del oprimido, que no olvida el grito de los pobres (cf. Sal 9, 10.13), que ama la justicia y el derecho, y de cuyo amor está llena la tierra (cf. Sal 33, 5). Por ello, ante la liberación del pueblo de Israel, todas las naciones reconocen las cosas grandes y estupendas que Dios realiza por su pueblo y celebran al Señor en su realidad de Salvador. E Israel hace eco a la proclamación de las naciones, y la retoma repitiéndola, pero como protagonista, como destinatario directo de la acción divina: «El Señor ha estado grande con nosotros»; «para nosotros», o más precisamente, «con nosotros», en hebreo ‘immanû, afirmando de este modo la relación privilegiada que el Señor mantiene con sus elegidos y que en el nombre Emmanuel, «Dios con nosotros», con el que se llama a Jesús, encontrará su culmen y su manifestación plena (cf. Mt 1, 23).

En nuestra oración deberíamos mirar con más frecuencia el modo como el Señor nos ha protegido, guiado, ayudado en los sucesos de nuestra vida, y alabarlo por cuanto ha hecho y hace por nosotros. Debemos estar más atentos a las cosas buenas que el Señor nos da. Siempre estamos atentos a los problemas, a las dificultades, y casi no queremos percibir que hay cosas hermosas que vienen del Señor. Esta atención, que se convierte en gratitud, es muy importante para nosotros y nos crea una memoria del bien que nos ayuda incluso en las horas oscuras. Dios realiza cosas grandes, y quien tiene experiencia de ello —atento a la bondad del Señor con la atención del corazón— rebosa de alegría. Con esta tonalidad festiva concluye la primera parte del Salmo. Ser salvados y regresar a la patria desde el exilio es como haber vuelto a la vida: la liberación abre a la sonrisa, pero también a la espera de una realización plena que se ha de desear y pedir. Esta es la segunda parte de nuestro Salmo, que dice así: «Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas» (vv. 4-6).

Este Salmo nos enseña que, en nuestra oración, debemos permanecer siempre abiertos a la esperanza y firmes en la fe en Dios. Nuestra historia, aunque con frecuencia está marcada por el dolor, por las incertidumbres, a veces por las crisis, es una historia de salvación y de «restablecimiento de la situación anterior». En Jesús acaban todos nuestros exilios, y toda lágrima se enjuga en el misterio de su cruz, de la muerte transformada en vida, como el grano de trigo que se parte en la tierra y se convierte en espiga. También para nosotros este descubrimiento de Jesucristo es la gran alegría del «sí» de Dios, del restablecimiento de nuestra situación. Pero como aquellos que, al regresar de Babilonia llenos de alegría, encontraron una tierra empobrecida, devastada, con la dificultad de la siembra, y sufrieron llorando sin saber si realmente al final tendría lugar la cosecha, así también nosotros, después del gran descubrimiento de Jesucristo —nuestro camino, verdad y vida—, al entrar en el terreno de la fe, en la «tierra de la fe», encontramos también con frecuencia una vida oscura, dura, difícil, una siembra con lágrimas, pero seguros de que la luz de Cristo nos dará, al final, realmente, la gran cosecha. Y tenemos que aprender esto incluso en las noches oscuras; no olvidar que la luz existe, que Dios ya está en medio de nuestra vida y que podemos sembrar con la gran confianza de que el «sí» de Dios es más fuerte que todos nosotros. Es importante no perder este recuerdo de la presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda porque Dios ha entrado en nuestra vida, liberándonos: es la gratitud por el descubrimiento de Jesucristo, que ha venido a nosotros. Y esta gratitud se transforma en esperanza, es estrella de la esperanza que nos da confianza; es la luz, porque precisamente los dolores de la siembra son el comienzo de la nueva vida, de la grande y definitiva alegría de Dios.

Padre Javier Soteras

Material elaborado en base a la Catequesis del Papa Benedicto XVI en la Audiencia General del 12 de octubre del 2011