07/11/2024 – (Fuente: Vatican News) Publicamos el texto íntegro del prefacio de Francisco al libro “La esperanza es una luz en la noche”, una antología de meditaciones del Pontífice publicada por LEV sobre la “humilde virtud” en vista del Año Santo: “Entrenémonos a reconocer la esperanza, nos asombraremos de cuánto bien existe en el mundo”.
Papa Francisco
El Jubileo de 2025, Año Santo que he querido dedicar al tema “Peregrinos de la esperanza”, es una ocasión propicia para reflexionar sobre esta virtud cristiana fundamental y decisiva. Sobre todo en tiempos como los que estamos viviendo, en los que la tercera guerra mundial en pedazos que se desarrolla ante nuestros ojos puede llevarnos a asumir actitudes de sombrío desaliento y de mal disimulado cinismo.
La esperanza, en cambio, es un don y una tarea para todo cristiano. Es un don porque es Dios quien nos la ofrece. Esperar, en efecto, no es un mero acto de optimismo, como cuando a veces esperamos aprobar un examen en la universidad (“Esperemos que lo consigamos”) o esperamos que haga buen tiempo para salir de viaje un domingo de primavera (“Esperemos que haga buen tiempo”). No, esperar es esperar algo que ya se nos ha dado: la salvación en el amor eterno e infinito de Dios. Ese amor, esa salvación que da sabor a nuestro vivir y que constituye el gozne sobre el que el mundo se mantiene en pie, a pesar de todas las maldades y nefandades causadas por nuestros pecados de hombres y mujeres. Esperar, pues, es acoger este don que Dios nos ofrece cada día. Esperar es saborear la maravilla de ser amados, buscados, deseados por un Dios que no se ha encerrado en sus cielos impenetrables, sino que se ha hecho carne y sangre, historia y días, para compartir nuestra suerte.
La esperanza es también una tarea que los cristianos tienen el deber de cultivar y poner en valor para el bien de todos sus hermanos y hermanas. La tarea consiste en permanecer fieles al don recibido, como acertadamente observó Madeleine Delbrêl, una mujer francesa del siglo XX, capaz de llevar el Evangelio a las periferias, tanto geográficas como existenciales, del París de mediados de siglo, marcado por la descristianización. Madeleine Delbrêl escribió: “La esperanza cristiana nos asigna como lugar esa estrecha línea de cresta, esa frontera donde nuestra vocación exige que optemos, cada día y cada hora, por ser fieles a la fidelidad de Dios para con nosotros”. Dios nos es fiel, nuestra tarea es responder a esa fidelidad. Pero cuidado: no somos nosotros quienes generamos esta fidelidad, es un don de Dios que actúa en nosotros si nos dejamos modelar por su fuerza de amor, el Espíritu Santo que actúa como un soplo de inspiración en nuestros corazones. Nos corresponde, pues, invocar este don: “¡Señor, concédeme serte fiel en la esperanza!”.
He dicho que esperar es un don de Dios y una tarea de los cristianos. Y vivir la esperanza requiere una “mística de los ojos abiertos”, como la llamaba el gran teólogo Joseph-Baptist Metz: saber discernir, en todas partes, las pruebas de la esperanza, la irrupción de lo posible en lo imposible, la gracia allí donde parecería que el pecado ha erosionado toda confianza. Hace algún tiempo tuve la oportunidad de dialogar con dos testigos excepcionales de la esperanza, dos padres: uno israelí, Rami, y otro palestino, Bassam. Ambos han perdido a sus hijas en el conflicto que ensangrienta Tierra Santa desde hace ya demasiadas décadas. Pero sin embargo, en nombre de su dolor, del sufrimiento que sintieron por la muerte de sus dos pequeñas hijas -Smadar y Abir- se han convertido en amigos, más aún, en hermanos: viven el perdón y la reconciliación como un gesto concreto, profético y auténtico. Conocerlos me dio tanta, tanta esperanza. Su amistad y fraternidad me enseñaron que el odio, concretamente, puede no tener la última palabra. La reconciliación que experimentan como individuos, profecía de una reconciliación mayor y más amplia, es un signo invencible de esperanza. Y la esperanza nos abre a horizontes impensables.
Invito a cada lector de este texto a realizar un gesto sencillo pero concreto: por la noche, antes de acostarse, repasando los acontecimientos que ha vivido y los encuentros que ha tenido, vaya en busca de un signo de esperanza en el día que acaba de terminar. Una sonrisa de alguien de quien no se lo esperaban, un acto de gratuidad observado en la escuela, una amabilidad encontrada en el lugar de trabajo, un gesto de ayuda, aunque sea pequeño: la esperanza es, en efecto, una “virtud infantil”, como escribió Charles Péguy. Y tenemos que volver a ser niños, con sus ojos asombrados sobre el mundo, para encontrarlo, conocerlo y apreciarlo. Entrenémonos a reconocer la esperanza. Entonces podremos maravillarnos de todo lo bueno que existe en el mundo. Y nuestro corazón se iluminará de esperanza. Entonces podremos ser faros de futuro para quienes nos rodean.
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