Cristo luz nos llama a ser luz

lunes, 7 de noviembre de 2011
image_pdfimage_print
 

“Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.” Mateo 5, 13-16

 

Jesús, que es luz, nos llama a la luz

 

Dios, en Cristo, es Luz eterna. Él es el esplendor.

Cristo, como el Padre, en su misterio en el Espíritu de Amor, nos regala luminosidad, que en el corazón de la Santísima Trinidad brilla.

Nosotros, como comunidad, como Iglesia, somos testigos habitados por este amor que brilla en el corazón mismo de las tres personas. Y somos entonces una experiencia y una realidad difusora de la luz que Cristo ha venido a traer al corazón de la humanidad. Somos luminosidad para los demás. ¿Ha podido Jesús decirnos algo más sencillo, con menos palabras sobre nuestra vocación cristiana? Creo que es de las cosas que más simplifican nuestra condición, nuestra identidad y nuestra misión. Dios es luz y Él quiere brillar en nuestro corazón y hacernos testigosde su luminosidad. Dios es Luz verdadera. La fuente de toda luz. Somos quienes transmitimos esta presencia luminosa de su amor que venimos a poner, en la medida de la sencillez de nuestra vida, claridad allí donde el ambiente lo requiere.

Es Dios quien dijo al principio que se haga la luz. Y la luz lo llenó todo. La luz es la primera criatura, la más bella, la más pura, que nos dice como ninguna otra lo que Dios es. Por eso Jesús se presenta como Yo soy la luz del mundo. En un momento solemne, Jesús encuentra una fiesta típica judía, la de los Tabernáculos. Se desarrollaba en el Templo una fiesta muy singular: dos enormes antorchas, sostenidas por grandes candelabros, se alzan en uno de los atrios y se va esparciendo un intenso resplandor en la noche. Se celebraba el augurio de la presencia cercana del Mesías prometido, tan esperado por el pueblo. Se despierta en medio de la procesión el canto del Salmo coreado por todos. Jesús contempla esta escena, se conmueve y clama con vigor ante los que lo rodean: Yo soy la luz del mundo, anunciando su condición mesiánica.

Ahora Jesús atestigua que nosotros, su pueblo, reunido en torno a Él, somos testigos de esa luminosidad suya que nos habita. Yo soy la luz, y ustedes son presencia de esta luminosidad.

¿Te has dado cuenta cuántos ambientes oscuros hay, aunque llenos de luces, en donde nos movemos? A pesar del brillo, de la escena puesta en marcha en un espectáculo de los que se montan ahora, no pueden borrar la tristeza de algunos rostros y miradas, que sólo expresan amargura, desazón y sinsentido.

 

Dios es Luz, y nosotros queremos que esa luz brille al modo de Dios, simple y sencillo.

 

Juan Pablo II, hablando de la luz de Cristo a los jóvenes, les decía, vivan esta luz, para que el ser de ustedes alcance la plenitud y progrese la humanidad. No hagan lo que hace la cultura, que pretende alimentar la luz de cualquier forma. En nuestra cultura, lo que se hace es lo que se dice de aquella máquina de tren, con caldera a carbón, y muchos vagones de madera. Un día se agota el carbón. Para que siga funcionando el tren, a unos cuantos se les ocurre la feliz idea de desarmar los vagones de madera y así alimentar la caldera. Sin embargo, un día la madera se acaba, la máquina se detiene y se quedan sin tren y sin viaje. Así es el camino de quienes, teniendo la luz y el fuego de Jesús en el corazón, no renovamos esta presencia suya en nosotros, nos gastamos toda la energía que nos da la presencia del Señor, mal quemando las naves. La luz sirve cuando es renovada. Y cuando renovamos esa luz, todo comienza como a ser de nuevo.

 

Sos luz de Cristo y Cristo necesita de vos para ser luz y con esta presencia luminosa vivir entre los hermanos. Lo nuestro se trata de un compromiso permanente y constante de vivir en Cristo, de esa luminosidad propia que trae el encuentro con Él, en la caridad y en la oración, en el servicio. El Señor obra por encima de nuestras propias fuerzas y actúa mucho más allá de lo que nosotros sentimos. Dios se vale también de nuestra pobreza, y en la medida en que, por encima de las luchas, tengamos la disposición de que Él obre en nosotros y a través nuestro, Él es capaz de hacer brillar su presencia en medio del mundo.

Esta es la experiencia de Madre Teresa de Calcuta. Serás luz, le dijo Jesús en aquel camino que iba desde Dajerling a Calcuta. Y en el tren, habiendo recibido esta moción interior, Teresa cuenta que comenzó la noche más oscura de su fe. Después de que por mucho tiempo se escuchara la voz interior de muchas maneras dictándole cómo y de qué manera Dios quería hacer su obra en ella, de repente su Director Espiritual comienza a guiarla por el camino de la desnudez interior, desprendiéndose de todo, también de aquella indicación, tomándola casi como si fuera una tentación para su camino, que debía ir en despojo absoluto, para que fuera verdaderamente la voluntad de Dios la que opere en su pobreza. La oscuridad la acompañó durante cuarenta años. Y, en medio de esas sombras, Dios en su humildad y su servicio brilló para muchos que estaban, como Dios le había dicho, en las cuevas, en los suburbios del mundo.

Dios es Luz. También en medio de nuestras propias sombras quiere brillar, para que otros puedan encontrar su rostro escondido en lo más profundo de su ser.

 

El que cree en mí, dice Jesús, va a vivir en la luz, iluminado por la presencia de mi amor que transforma y hace nuevas todas las cosas. La luz es signo de la transformación que la persona ha vivido en lo más profundo de su interioridad. Decimos que una persona irradia luz cuando tiene energía en su corazón, lograda tras un camino de transformación; por eso la luminosidad de la que habla Jesús es la del que cree en su Palabra. Esa Palabra transforma todo nuestro ser, en el desarrollo de un camino interior donde el Señor viene a hacernos de nuevo. Un camino interior que apunta a transformarnos siempre y constantemente. En la vida del Espíritu nos abandonamos en Dios, que da la Vida y Él va haciendo en nosotros un proceso de transformación constante. Si tenemos luz es porque hay algo que se está transformando, que hace que esa energía traiga luminosidad: la usina donde se genera la energía eléctrica; el fuego que ilumina el brasero, porque algo se está quemando. Así también es la vida interior, que está llamada a ser una usina donde se genera la luz que necesita el mundo para ser iluminado.

Cuando estamos opacados en el camino de la vida, por un decaimiento, depresión, tristeza, agobio, sinsentido, es como que se desvanecen la fuerzas y se frena ese proceso dinámico de transformación. Solo cuando entramos en la dinámica del quehacer desde lo profundo del ser con entusiasmo es que verdaderamente brota la energía que transforma todo nuestro ser y nos constituimos en luz. Así como el oro es purificado en el crisol, así también nosotros estamos llamados a ser purgados, purificados, transformados para ser luz. En el camino de la vida espiritual se reconoce justamente ese proceso de iniciación, de purificación, y de iluminación. El proceso de iluminación deviene de la purificación.

Dice Juan Pablo II: Un día tuve la oportunidad de encontrarme con un grupo de jóvenes, quienes me expresaron que deseaban cambiar su forma de vivir, que se reducía a disfrutar de la vida a costa de lo que fuera, a utilizar a los demás de forma egoísta, banal, de hacer de la sexualidad un lugar de relación vacía, y el trato con las personas, otro tanto. Les dije que para cambiar la forma de vida, tenían que enfrentarse a ellos mismos y preguntarse en profundidad quiénes eran. Lo hicieron con mi ayuda y se dieron cuenta de que no eran nada sin los demás. Les indiqué que observaran los rostros y las acciones de quienes los rodeaban. Pudieron comprobar que existía mucha desesperación, vaciedad, superficialidad entre la gente. Es verdad que también encontraron muchas cosas buenas. Pero lo más importante es que descubrieron que los otros que eran como ellos no les daban más salida que atarse a las cuerdas que los llevaban a una dirección sin sentido y llena de vacío. Fue entonces cuando pude presentarles a Jesús y explicarles que Él es la Luz y que desde ellos Él podría ser Luz para el mundo. Les quiero hablar del encuentro verdaderamente humano. Quizás lo han oído muchas veces, pero aquí tiene una resonancia muy especial, cuando el Señor nos dice lo que produce en nosotros ese encuentro, porque ustedes son la luz del mundo. Esa luz del mundo que proviene del encuentro con quien es la Luz verdadera, Jesús. Pongan mucha atención: ser persona, tener dignidad plena, es un hecho que nos viene dado por Dios mismo y precede a la relación con los demás. Pero también es cierto que a través de algunos encuentros verdaderos nos damos cuenta de lo que significa ser persona. Y solamente a partir de allí, uno puede hallar respuestas a esas preguntas profundas que, más tarde o más temprano, toda persona se hace: ¿quién soy, para qué existo, para qué valgo, cuál es el sentido de mi libertad? Hay muchos tipos de encuentro, pero solamente hay uno que nos hace tomar conciencia de nosotros mismos, y nos permite existir como personas con las medidas auténticas que tiene el ser humano, y eso se realiza solamente en el encuentro con Jesucristo, donde reconocemos el valor de nuestra existencia personal. Le costó la vida, la dio por amor, nos entregó su propia vida por amor, y eso cambió la oscuridad de nuestra existencia y nos llegó la luz que nos tenía el Padre desde siempre en la persona de Él, su Hijo.

Encontrarse con Jesús y proponer a Jesús sin temor en aquellos lugares donde percibimos que hay sombra y oscuridad es un gran regalo que podemos hacerle a quien nos necesita.

 

Padre Javier Soteras