La vocación en clave de diálogo

viernes, 9 de febrero de 2007
image_pdfimage_print
Saulo, que todavía respiraba amenazas de  muerte contra los discípulos del Señor, se presentó el Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de traer encadenados a Jerusalén a los seguidores del Camino del Señor que encontrara, hombres y mujeres. Y mientras iba caminando, al acercarse a Damasco, una luz que venía del cielo lo envolvió de improviso con su resplandor. Y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?” El preguntó: ¿Quién eres tú, Señor? “ Yo soy Jesús, a quien tú persigues” le respondió la voz. Ahora levántate, y entra en la ciudad: allí te dirán que debes hacer”. Los que lo acompañaban quedaron sin palabra, porque oían la voz pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Lo tomaron de la mano y lo llevaron a Damasco. Allí estuvo tres días sin ver, y sin comer ni beber.
Vivía entonces en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor dijo en una visión: “¡Ananías!”. El respondió: “Aquí estoy Señor”. El Señor le dijo: “ Ve a la calle llamada Recta, y busca en casa de Judas a un tal Saulo de Tarso. El está orando, y ha visto en una visión a un hombre llamado Ananías, que entraba y le imponía las manos para devolverle la vista”. Ananías respondió “Señor, oí decir a muchos que éste hombre hizo un gran daño a tus santos en Jerusalén. Y ahora está aquí con plenos poderes de los jefes de los sacerdotes para llevar presos a todos los que invocan tu Nombre. El Señor le respondió: “ Ve a buscarlo, porque es un instrumento elegido por mí para llevar mi Nombre a todas las naciones, a los reyes, y al pueblo de Israel. Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre”. Ananías fue a la casa, le impuso las manos y le dijo: “Saulo, hermano mío, el Señor Jesús – el mismo que se te apareció en el camino – me envió a ti para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo”. En ese momento, cayeron de sus ojos una especie de escamas y recobró la vista. Se levantó y fue bautizado. Después comió algo y recobró la vista.
Hechos 9, 1 – 19

La estructura de los textos que hablan a cerca del llamado que Dios pronuncia sobre un hombre o una mujer en la Biblia, tienen, además de la clara iniciativa por parte de Dios, la respuesta de quien es convocado, llamado, invitado a un encuentro y a una misión, con lo cual contamos con los dos elementos básicos para que se produzca aquello que llamamos diálogo. Uno y otro se encuentran en una conversación que es mucho más que un intercambio de informaciones y de datos, más que una transferencia de conocimientos. El diálogo siempre supone una vida que se entrega detrás de las palabras que se dicen para poder, de algún modo, ponerle sentido a lo que está más allá de lo que las palabras mismas expresan y que justamente forma parte de eso, de la vida.

Si nosotros nos detenemos en el texto que acabamos de compartir, nos damos cuenta que Jesús no le está informando de “algo” a Saulo, le ha salido al encuentro para llenarlo de una vida nueva. “Una luz lo envolvió, lo tiró en el camino y le dijo: ¿por qué me persigues?”Seguime más que perseguime”. Lo ubica al futuro apóstol en la clave de cuál ha de ser su modo de caminar discipular. Lo dice Jesús de una forma muy escueta, muy parca. Son palabras muy simples, sencillas.

Si las analizamos en sí mismas diríamos que son palabras de intrascendencia a no ser que entendamos en aquellas mismas palabras el contenido y el significado que guardan de comunicación de vida con la que Jesús sale al encuentro del futuro apóstol. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Claro, hay algo allí en la comunicación de Jesús que hace que éste que estaba muy bien armado para salir, con la locura de su convicción, a perseguir a los que se apartaban del camino de Dios, hay un “algo” en el decir de Jesús que hace que el apóstol no deje pasar en vano aquella palabra.

Ese algo no es poco, lo tiran del camino, una luz lo envuelve, se escucha una voz y hay una visión, un algo que allí se contempla: ¿quién eres?, es decir, lo pone al apóstol en clave de diálogo, debe responder. Preguntando quién eres, -“Soy Jesús, a quién tu persigues” . Inmediatamente comienza a reubicarlo a Saulo en el nuevo camino. Lo reubica Jesús volteando las estructuras con las que él caminaba y lo hace caminar en otro sentido, entrando a la misma ciudad a donde iba pero en otro sentido. “Ve a damasco y te dirán que tienes que hacer”. El diálogo, cuando es con Dios, deja el ámbito de lo íntimo y se abre a los demás.

Cuando el diálogo es verdaderamente con Dios, no con nuestra idea, no con una imagen que tengo de Dios, no con una fantasía, sino real, con el Dios vivo y verdadero, el diálogo se abre sobre otros. Dios lo abre sobre otros y el interlocutor del diálogo también se abre sobre otros. Cuando el diálogo no es de Dios, aún cuando tenga todas las apariencias de ser de El, tiende a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestras propias seguridades y se hace un diálogo espiritualista, intimista, vacío de contenido de vida.

El diálogo con Dios siempre tiende a expresarse más allá del sí mismo, la vida siempre se abre, se multiplica más allá. Siendo un diálogo divino se abre, en éste caso del encuentro de Jesús con Saulo, con otro interlocutor que participa de aquel acontecimiento, Ananías. Ananías en una visión ve a Jesús y éste le llama por su nombre, como siempre hace Dios cuando se comunica con nosotros, no habla al montón, a un don nadie, habla a una persona que tiene una historia, que tiene un rostro, que tiene una familia, que tiene un proyecto de vida, que tiene un dolor, un sueño, una alegría, una búsqueda. Ananías recibe la indicación de Jesús y lo suma a éste diálogo vocacional. Y llama la atención porque en éste Ananías que se comunica con Jesús surge lo que en otros diálogos vocacionales llamamos “objeción”.

La objeción ya no es como la de Moisés: “no se hablar”, como la de Jeremías: “ soy muy chico”, o como la de Samuel: “ no sé quién es el que me llama”, o la de Pedro: “ apártate de mí, soy un pecador”. La objeción aquí es de nuestro hermano Ananías. Ananías dice: “ Me he enterado que este anda persiguiendo a los cristianos” Y Jesús le dice a Ananías que tiene que hacer para ir a tomar al que El ha elegido, misteriosamente, para ser apóstol de los gentiles. Es importante ésta dimensión de apertura que tiene el diálogo. Cuando el diálogo es verdaderamente de amistad y es un diálogo profundamente en Dios, las personas que dialogan con Dios se abren en la vida a otros. Posiblemente aquí esté la clave de la falta de fuego misionero que hay en el corazón mismo de las comunidades eclesiales en muchos casos. Esta ausencia de diálogo divino, de diálogo con Dios. No porque no se rece sino porque tal vez se rece mal, o porque creamos que estamos rezando y en realidad estamos hablando con nosotros mismos.

Para que el diálogo no sea con una propia idea, un diálogo con un propio sentimiento, un diálogo con una propia proyección, con una propia fantasía, lo que conversamos tiene que expresarse en lo concreto. En el caso que estamos viendo, el diálogo es tan concreto, que Pablo queda ciego, no come por el impacto que le ha generado aquella luz que lo envuelve, y después, lo que Dios le dice: Alguien te va a conducir a Damasco y te van a mostrar que tienes que hacer” se concreta en la figura del viejo Ananías.

La vocación es un diálogo que supone la iniciativa de Dios, supone nuestras objeciones y resistencias, el reintentar de Dios que invita a una respuesta. Pablo es un testimonio.

Dialogar es poner el ser en la palabra o por la palabra, es decir, ofrecerlo al otro y a la ves disponerse a recibir al otro con el misterio que tiene para comunicarnos. Como decíamos al comienzo, comunicarse, dialogar, no es transferir información, no es notificar de como estamos, no es pasar un mensaje de texto, es poner la vida. Esto es lo que ocurre cuando Dios nos llama, es un tu divino que se comunica con un yo humano, sencillo, pobre, el nuestro, el que Dios nos regaló para, justamente, poder entrar en esa dimensión maravillosa de ser uno con El.

Porque en el diálogo lo que ocurre es eso justamente, al comunicarse, las personas unas a otras, cuando hay verdadero diálogo en su ser, se van, vamos haciéndonos una, siendo una misma persona. Es el misterio del amor que une, complementa, y nos permite, en comunión, ser uno. Aquél sueño de Jesús en la Palabra: “Que sean uno Padre como Tu estás en Mi y Yo en Ti. En aquel diálogo de oración de Jesús se expresa justamente el proyecto de Dios, el misterio de la unidad que surge a partir del encuentro dialogal del vínculo en el amor que las personas podemos ir teniendo si entendemos de verdad que es esto de un Tu y un yo que se comunican haciendo un nosotros. Aprendemos a ser nosotros, aprendemos a ser nosotros mismos cuando con otros vamos siendo lo que estamos llamados a ser.

En éste sentido el diálogo de todos los días, el diálogo de amistad, el diálogo de noviazgo, el matrimonial, el diálogo laboral, el encuentro interpersonal bajo la forma que aparezca es la gran oportunidad que nos ofrece Dios para alcanzar lo que estamos llamados a ser. Estamos llamados a ser nosotros mismos y lo somos cuando lo somos con otros, cuando un Tu y un yo se encuentran para ser eso, un “nosotros”. El Tu del que hoy hablamos que se comunica con éste yo pequeño, frágil, débil, soñador y miedoso que se esconde en cada uno de nosotros es un Tu inmenso, es el Dios mismo que sale al encuentro de nuestra pobre fragilidad para comunicarnos la vida. Nadie más como éste Tu de Dios para permitirnos ser nosotros.

Porque como decíamos recién, el diálogo de comunicación de vida que Dios tiene con nosotros se abre necesariamente a otros, y uno es cada vez más uno no cuando se corta sólo como nos lo quiere enseñar la antropología del mundo contemporáneo fuertemente marcada por el individualismo. Uno es más uno no cuando se cierra y cuando dice autoafirmándose “soy yo y hago lo que quiero, lo que me parece, porque me gusta y me da placer, porque siento y creo en esto sin terminar de ver en realidad que uno cuando eso hace en realidad lo que hace es cerrarse en sí mismo pero no ser uno mismo. Uno es uno mismo cuándo es con otros.

El Tu divino con éste yo pequeño se comunica abriéndonos a otros. De hecho éste es el camino de siempre de Dios, cuando se comunica con un alguien, atrás de ese alguien siempre hay otros que esperan a éste que es llamado. Nos fijemos en los textos vocacionales que hemos compartido en éstos días. El de Moisés: “ He sentido el clamor de mi pueblo y por eso te llamo, para que vayas a liberarlo” Hay un pueblo detrás de la llamada de Moisés. En Jeremías : “Te llamo para que seas profeta de las naciones, no tengas miedo” . También aquí hay un pueblo que lo espera.

Fijémonos ante la objeción de Ananías lo que dice Jesús: “ Este ha sido elegido para ser apóstol de los gentiles” . Siempre hay otros detrás de ésta comunicación que Dios nos ofrece, no se encierra en sí misma, no es una comunicación circular, viciosa, es una comunicación llena de vida, virtuosa, que nos abre al encuentro con los demás y en ese encuentro con los otros en ese amado Dios que nos comunica la vida vamos aprendiendo a ser lo que estamos llamados a ser.

En éste sentido, la vocación en clave de diálogo que incluye a los demás, está claramente unida a la misión, a la misión que nos toca. No se entiende la propia vocación sin la misión. Se tiene vocación a la vida matrimonial y ésta es realidad cuando el esposo y la esposa se casan. Se tiene vocación a la maternidad y a la paternidad cuando tenemos hijos, es decir cuando hay otros que ponen en acto lo que está en nosotros potencialmente escondido en lo más hondo de nuestro corazón que nos hace ser lo que somos. Uno es cura porque hay un pueblo que se le confía y el pueblo es pueblo de Dios junto a sus sacerdotes.

Este ser con los demás, éste ser en los demás, es propio de éste lugar común que llamamos diálogo, donde lo que se comunican no son palabras sino personas. Es lo que ocurre hacia adentro del misterio trinitario. En el misterio del Dios uno y trino lo que hay es comunicación, diálogo existencial. Como el Padre conoce al Hijo y el Hijo conoce al Padre, así pide Dios que nosotros podamos conocer el misterio. El conocimiento del Padre y el Hijo se dan en el Espíritu y nuestra posibilidad de conocer el misterio de Dios es en el Espíritu.

¿Quién es el Espíritu? Es el Amor de Dios. El poder comunicarnos desde el amor es verdaderamente obra del Espíritu. En ésta clave queremos re-entender para qué llegamos a éste mundo, por qué Dios nos puso aquí, para qué nos creó, cuál es el motivo por el cuál nos puso en ésta tierra, hacia dónde nos lleva. Eso es pensar sobre nuestra vocación. Para entenderlo no hay nada mejor que preguntarle al autor de la vida.

¿Qué es esto de comunicarnos dialogando, dándonos vida unos a otros? Ayer preparando ésta catequesis me encontré con una frase que decía así: Cuando dos personas se comunican y dialogan desde el amor, las palabras van quedando al margen y los silencios ganan el encuentro y el diálogo. Son pocas las palabras que nos comunican y es más la vida que se entrega. Lo cual hace entender el misterio del ser humano en comunicación y en clave dialogal mucho más allá de la racionalización de la idea de la palabra que se expresa, mucho más allá, es la vida que se ofrece.

Cuando hablamos de la vocación en clave dialogal hablamos en ese sentido. De hecho, en la medida en que va avanzando nuestro encuentro vocacional con Dios, la llamada que Dios nos hace: “ Cada mañana cuando despierta, dice Isaías, mi oído y lo abre como al del discípulo”, en la medida que esto va ocurriendo las palabras van estando puestas al margen y gana más la presencia del otro.

Así como Dios siempre nos tiene presente, nosotros también vamos aprendiendo a tenerlo presente, a que El forme parte de nosotros, de nuestra historia, de nuestro día a día. Santa Teresa de Jesús cuando invitaba a sus monjas y nos dejaba esta riquísima doctrina suya en torno a la oración decía: “Cuando uno va a conversar con Dios tiene que fijarse quién con quién va a conversar, y en ese conversar con El lo más importante, y donde a veces queda todo el tiempo del encuentro, es entrar en la presencia del otro”. Como lo hemos compartido en estos días en boca del profeta Jeremías 20. Dice el profeta “Me has seducido Yahvé y me dejé seducir. Me has agarrado y me has podido”.

Es ésta presencia de Dios que realmente nos puede por dentro, nos afloja por dentro. Suele ocurrir esto en los vínculos de todos los días en nosotros cuando llegamos muy tensionados de una jornada ardua de trabajo, de preocupaciones, de búsquedas y de repente hay un alguien con el que compartimos que sentimos que por dentro nos afloja. Suele ser, cuando llega a la casa el papá y el hijo le da un abrazo, con ternura, una mirada fresca, suficiente como para ganar nuestro corazón y hacer que todo parezca que se disipa, que nos interpela a salir de nosotros, salir de lo que nos pesa, de lo que nos ha cansado, de lo que nos ha agobiado, que siempre termina por ocurrirnos cuando nos quedamos con nosotros mismos, cuando puede más un otro que está delante de nosotros que lo que llevamos dentro.

Hay algunos otros que nos pueden. Entre esos otros que nos pueden está éste que Jeremías describe tan maravillosamente cierto pero es así, en la presencia de Dios, si uno permanece en ella, se da cuenta que Dios lo puede a uno. Cuando Dios nos puede casi que las palabras están de más, no hay lugar sino sólo para la presencia del otro.

Ocurre en los matrimonios ya avanzados o cuando la vida matrimonial va creciendo en un vínculo maduro como los que juegan al truco, que se conocen sin hacerse señas, no hace falta que diga que carta tiene, lo mira a los ojos y se da cuenta si el compañero tiene puntos o no tiene puntos. En la conversación de otro tema surge lo que hay sobre la mesa. Así nos pasa también a nosotros. En el diálogo vocacional, en ésta llamada constante que Dios nos va haciendo, las palabras van quedando al margen y gana el corazón la presencia.